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La descolonización y la santidad del odio en el área andina


OPINIÓN de H. C. F. Mansilla.-  Las doctrinas de la descolonización en el área andina se consideran a sí mismas como construcciones teóricas básicamente progresistas e izquierdistas, consagradas al mismo tiempo al pensamiento socialista y a la revitalización de un comunitarismo humanista inmerso en las tradiciones indígenas prehispánicas. Se trata de una labor doble: rescatar las herencias culturales precolombinas y reafirmar, desde ese cimiento, una posición anti-imperialista y anti-occidental, acorde con las luchas actuales de los pueblos latinoamericanos contra las múltiples influencias del "imperialismo".

Nadie duda de la legitimidad de estas posiciones. Las doctrinas descolonizadoras logran parcialmente reconstruir el sentimiento generalizado de la población indígena de los Andes que no ha sido favorecida por el desarrollo modernizante de las últimas décadas. Ahí emerge el conflicto entre el anhelo por la dignidad y el reconocimiento, que ciertamente prevalece todavía en el seno de las comunidades indígenas andinas y especialmente bolivianas, y las dificultades de su satisfacción en un medio que se moderniza aceleradamente, es decir que evoluciona según los parámetros de los Otros, de la civilización occidental.

Los indígenas constituyen un dilatado sector de la población de la región andina, y han sido las víctimas de la indiferencia y el desprecio de parte de los mestizos y blancos, pero asimismo han sido humillados ─ o se sienten así ─ en los últimos siglos por ser los perjudicados de la evolución histórica. Esta última se fundamenta ahora en la ciencia y la tecnología occidentales y en algunos logros de la modernidad, como los derechos humanos, el libre acceso a la información, la formación de una consciencia autónoma y la educación basada en principios racionales. Estos factores no han sido contribuciones salidas de las civilizaciones aborígenes del Nuevo Mundo. Los indígenas en Bolivia, por ejemplo, quieren ser reconocidos en igualdad de condiciones y dignidad por los otros, los modernizados, pero estos últimos, apoyados anteriormente en el poder político y hoy en día en los avances científicos y técnicos de la modernidad, están inmersos en valores normativos y en preocupaciones sociopolíticas que los hacen relativamente indiferentes a los grandes temas indígenas.

Como toda obra humana, las doctrinas de la descolonización no están por encima de la crítica racional. Durante el análisis de estas concepciones surgen los primeros puntos flacos. La mayoría de las concepciones descolonizadoras y las doctrinas radicales del indianismo recurren a una visión simplificada del desarrollo histórico: la organización social previa a la llegada de los españoles es vista en tonos idílicos como el modelo ideal de desarrollo humano, libre de toda forma de explotación y alienación. Y precisamente esta visión edulcorada es muy popular porque a las culturas indígenas del ámbito andino les falta en general la capacidad de autocrítica, el impulso de cuestionar su propia historia, sus tradiciones y su mentalidad. Los ideólogos de la descolonización no están dispuestos a ver los aspectos problemáticos en los sistemas civilizatorios que desplegaron los indígenas en el Nuevo Mundo y que perviven en las comunidades campesinas de la región andina, sistemas que no han generado la modernidad y sus evidentes ventajas en la vida cotidiana.

En cambio los ideólogos de la descolonización promueven (1) la concepción de que las formas ancestrales comunitarias de organización y la democracia directa representarían formas superiores de vida social, y (2) una mentalidad colectiva antipluralista y antiliberal que, a su vez, fomenta el surgimiento y la pervivencia de regímenes populistas con claros resabios autoritarios. En Bolivia y Ecuador los regímenes del momento resultan ser conservadores, pese a la doctrina del cambio radical, lo que explica en parte su fuerte arraigo en sectores poblacionales con bajo nivel educativo y de ingresos.

Desde un comienzo algunos ideólogos de la descolonización, como el boliviano Fausto Reynaga, han afirmado que los indígenas harían bien al iniciar un odio profundo a los representantes del colonialismo interno, a los terratenientes, al Estado manejado por los blancos y mestizos, a los extranjeros, pues ese odio sería sagrado, vivificante, una manera de fortaleza propia, de auto-afirmación ante uno mismo. Como ha afirmado el historiador argentino-mexicano Adolfo Gilly, uno de los representantes más ilustres de esas corrientes, la voluntad de sacrificio histórico que nace de ese odio constituye una especie de amor al pueblo, a los pobres y marginados.

La compensación por la dignidad perdida se revela, empero, como la consecución de actos simbólicos y gestos casi esotéricos de muy poca relevancia práctica, aunque se puede argumentar que los ajenos a esta cultura ofendida no pueden comprender el alcance y la verdadera significación de esos actos y gestos. De todas maneras: llama la atención la desproporción entre la intensidad del sentimiento colectivo de reivindicación y compensación históricas, por un lado, y la modestia de los bienes simbólicos que crearían esa satisfacción, por otro. El odio y la voluntad de sacrificio de los humillados, dice Adolfo Gilly, "se nutren de la imagen de los antepasados oprimidos y no del ideal de los descendientes libres". Esta concepción propugna al fin y al cabo la restauración del orden social anterior a la llegada de los españoles, orden considerado como óptimo y ejemplar, pues correspondería a una primigenia Edad de Oro de la abundancia material y de la fraternidad permanente, como en numerosas utopías clásicas. Este retorno significaría en la realidad reescribir una gran parte de la historia universal y negar sus resultados tangibles. Además: esta glorificación de épocas pretéritas encubre la tecnofilia contemporánea de una buena parte de la población andina y boliviana y especialmente de sus dirigentes populistas, quienes jamás renunciarán a las comodidades derivadas de la tecnología occidental.

En el fondo se trata de una poderosa creencia ─ ahora ampliamente difundida mediante la labor de los intelectuales descolonizadores ─ acerca de las esencias colectivas, inmutables al paso del tiempo, que determinan lo más íntimo y valioso de las comunidades indígenas, esencias que no son explicitadas racionalmente, sino evocadas con mucho sentimiento, como si ello bastara para intuirlas correctamente y fijarlas en la memoria colectiva de la población andina. Estas esencias se manifiestan en los elementos de sociabilidad, folklore y misticismo (la música, la comida, la estructura familiar, los vínculos con el paisaje, los mitos acerca de los nexos entre el Hombre y el universo), que conforman, según Adolfo Gilly y muchos autores actuales, el núcleo de la identidad colectiva andina y de su dignidad ontológica superior. Se trata de una evocación que hace renacer un tiempo y un mundo, y para ello hay que tener una empatía elemental a priori con ese universo, que no puede ser comprendido mediante un análisis racional a posteriori. Para entenderlo hay que tomar partido por él, por sus habitantes, sus anhelos y sus penas. Únicamente los revolucionarios, mediante su ética de la solidaridad y fraternidad inmediatas, pueden adentrarse en esa mentalidad popular. Este principio doctrinario conlleva, empero, el peligro de que comprender abarque también las funciones de perdonar y justificar.

La existencia cotidiana de la inmensa mayoría de la población no se ha visto afectada por los esfuerzos doctrinarios en favor de una descolonización política y cultural. Casi todos los ciudadanos de los países andinos prosiguen lozanos dentro de la tendencia de antigua data que imita la moderna civilización occidental en los campos de la economía, el consumo y la técnica. La santidad del odio que proclaman algunos intelectuales descolonizadores aun no afecta, por suerte, la vida cotidiana.




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