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De quién es el mundo


OPINIÓN de Rafael Fernando Navarro.-  Supimos en un tiempo de quién era la calle. Fraga se la apropió porque se llamaba Fraga como si fuera un regalo de cumpleaños del caudillo. A Fraga lo expropió la democracia y a cada uno de nosotros nos tocó la totalidad del país porque la libertad no nos cabía en una esquina. Y empezamos a poblarla de gritos reivindicativos. Y emocionaba ver a los españoles tomando posesión de su voz exigente al tiempo que desfilaban por las aceras sembradas de geranios. Eran huelgas alegres. En el franquismo los huelguistas siempre tenían los pies en posición de carrera porque los grises, porque los tiros al aire, porque la brigada político-social, porque… Eran huelgas tristes, con salmos gregorianos al fondo, como comitiva fúnebre hacia la Almudena.

Pero la democracia es un peligro para muchos. Vizcaino nos dijo que Franco había resucitado al tercer día y sonreímos porque estábamos seguros de que el pasado es un ayer siempre lejano que no vuelve, porque la democracia siempre es futuro, sólo futuro. Pero a algunos les cansa la democracia. Cuando la gente sale a la calle pidiendo que no se venda la sanidad, exigiendo ayudas para dependientes, trabajo para seis millones de parados, enseñanza sin negocio, derechos para el trabajador, respeto al misterio supremo que es el cuerpo de la mujer, sus decisiones, la propiedad de su sexo, de su maternidad, surgen fragas-opus, derechas falsamente convertidas y deciden poner coto a la libertad y promulgar leyes de seguridad ciudadana como mesías que salvaguardan el orden por que sin el orden sacrosanto de los mandamientos no puede haber cielos de bienestar.

Y ese orden de los pueblos lo deben diagramar los ricos porque el becerro de oro es el que empitona la historia sangrante para unos, fuente de alimentación para otros. Porque la riqueza siempre se alimenta de la sangre de la pobreza. Y constatando este festín uno se pregunta de quién es el mundo y por qué unos pocos poseen lo que en justicia es de la todos. Se compran cafetales, cosechas plataneras, petróleo, cereales, materias primas de pueblos del tercer mundo. Se intercambian por armamento para que aprenda a matarse entre ellos sin necesidad de que los pueblos del primer mundo se manchen las manos. Y los pueblos almacenan hambre, sed, falta de vacunas, se les prohíbe el uso de preservativos para que las infecciones sean más fáciles y la muerte más cercana.

Y entonces los pueblos huyen de sí mismos. Quedan atrás los viejos, los niños, los enfermos. Y los más fuertes caminan buscando horizontes para su hambre, su orfandad, su desesperanza, su miedo. Y se dejan los pies en la arena, y la carne en las vallas de cuchillas puestas por el hombre blanco para desgarrar la piel del alma. Y disparan. Y matan. Y ni siquiera buscan el nombre de los muertos porque los muertos sólo se llaman muertos. No hace falta más. ¿Para qué quieren un nombre los cadáveres negros de los negros? Y el hombre blanco justifica su traje a medida, su corbata italiana, su perfume y su lujo de poseedor de todo. Y el hombre blanco decide que el mundo es suyo y que le asiste el derecho de defenderse de los pobres que quieren invadir sus calles, sus mercados, sus andamios. Y el hombre blanco impone fronteras y determina que los que vienen son delincuentes y que los delincuentes merecen lo que las leyes de parlamentos elegantes de terciopelo y maderas nobles imponen. Y que tiene derecho a romper la carne inmigrante, la desesperanza inmigrante, el dolor inmigrante. Incluso puede matar el agua del mar para que al mismo tiempo muera ese chapapote indigente que pretende manchar la arena destinada a tangas hermosos, a culos hermosos, a pechos hermosos.

¿De quién es el mundo? Y la respuesta yace fusilada sobre la orilla del mar.

















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