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Los males del bien: Pitágoras y la amistad

Por Antonio Hermosa.-  En mis cursos de historia del pensamiento griego, tras la filosofía de los no filósofos, como Homero y Hesíodo, un punto fijo del itinerario presocrático lo constituye el estudio de Pitágoras, en especial los Discursos de Crotona, cuya paternidad no siempre se le reconoce. En el primero de ellos mis alumnos asisten entre remisos y expectantes a una primicia intelectual: la sistematización históricamente originaria, bien que aún incompleta, del alma griega.


La figura de Pitágoras siempre ha despertado curiosidad, interés y admiración, y la aureola romántica que nimba de incertidumbre hasta su misma existencia quizá no haya sido un factor menor al respecto. Parte de la doxografía nos habla de él casi como un semidiós ya desde su mera descripción física –la longitud y el color de su cabellera, el porte, la altura, la voz, la belleza de sus facciones, etc.–, y como si de una genuina deidad se tratara cuando ensalza al contarlas sus dotes intelectuales; por boca de Jámblico, por ejemplo, nos llega hasta nuestros oídos la admiración que aún adolescente causara en dos de los considerados siete sabios de la antigüedad, Tales y Bías, demostrando de esta manera en su persona que la fama, según había demostrado ya antes Homero en su Odisea, constituía el modo en el que los hombres podíamos rivalizar en inmortalidad con los dioses.

El propio Jámblico entre otros, como Aristóxeno, nos narra también cómo a los 18 años hubo de dejar su ciudad, Samos, cuando la tiranía de Polícrates se hallaba “en gestación”, y el joven filósofo adivinó en sus semillas su futura configuración: y, con ello, el peligro que correría el conocimiento en contexto semejante. O cómo, bajo el supuesto consejo del sabio Tales, anduvo voluntariamente por Egipto estudiando astronomía y geometría con los sacerdotes del lugar y forzadamente por Babilonia –en tanto prisionero de Cambises–, compartiendo enseñanzas con los magos y aprendiendo de su sabiduría. Formando así el tesoro que después repartiría por la Hélade y que ya desde su génesis revelaba su naturaleza apátrida y acumulativa, y por ende su desvinculación de una única lengua.

Era ese tesoro lo que le precedía, transportado en volandas por la fama doquiera dirigiera sus pasos, el embajador que por su propia naturaleza persuadía a gobernantes y gobernados a salir a su encuentro. Fue así como en Fliunte, al decir de Heráclides de Ponto, el gobernante León escuchó una palabra nueva cuando le pidió al inmigrante samio que le especificara en qué consistía su trabajo y, en respuesta, oyó decir que él no trabajaba en nada, sino que era filósofo. León pudo aprender así con la palabra la cosa, y que ésta consistía en un nuevo sujeto social que se sumaba a la comunidad, e intuir que dicha incorporación no sería inocente para la misma con el deambular del tiempo. Y fue así como en Crotona las gentes se cruzaron en su camino, pidiéndole que extrajera en su presencia el jugo de sabiduría destilado al exprimirse sus palabras. En su primera conferencia el auditorio quizá constatara que Grecia era ya un hecho: un hecho común.

¿Qué les dijo Pitágoras a los jóvenes que le escuchaban? En primer lugar, que el respeto a los antepasados es sacro porque forma comunidad. Lo antiguo era tan poderoso que incluso para la naturaleza era ley; los hombres, por su parte, le debían la prosperidad y, a sus padres en concreto, la vida. Los dioses, por su parte, instaron a la veneración del precepto al erigirse en custodios del mismo (omitiré aquí lo que no he omitido en mis clases, a saber, los puntos débiles de ese razonamiento).

En tercer lugar les habló de la sofrosyne, o moderación, un valor que acabaría revelando su imperio en el terreno de la moralidad personal al capacitar al individuo para llevar a cabo un control racional de pasiones; de la moralidad social al prestar consistencia a las interrelaciones de los diversos sujetos entre sí; y de la política al erigirse en condición de la armonía entre gobernantes y gobernados. El sabio de Samos sólo destacará aquí su función personal y social, el equilibrio que introduce en el alma y el cuerpo de cuantos impiden con su conducta que las emociones descontrolen su thymós, su ánimo; mas en el segundo discurso, pronunciado ante un auditorio de regidores, también se hará eco de su dimensión pública.

En cuarto lugar hizo un juego malabar con los valores dominantes en las ciudades griegas y lo que se apreció tras el mismo fue una revolución en la moralidad, mucho más radical de cuanto quizá le cupo intuir a León en Fliunte. En efecto, sopesó uno a uno los valores adscriptivos de aquéllas, como el vigor físico, la belleza, la salud, el valor por un lado, y las riquezas y el poder de otro, y demostró el carácter fatalmente imperfecto de todos ellos; los del primer grupo de la panoplia ética terminan un día por evaporarse de las personas que, sin mucho mérito en algunos casos, los ostentaban frente a los desprotegidos por la carencia de los mismos; los del segundo, por su parte, pueden cambiar fácilmente de manos volviendo pobre al rico de antaño e impotente al otrora poderoso. En cambio, la educación es un valor que se crea mientras se practica al surgir de la interrelación actual de los sujetos, que establece jerarquía en un contexto previo de igualdad, y que, al transmitirse, no sólo no abandona a quien lo da, sino que no raramente lo enriquece con el trasvase de conocimientos.

Por no hablar –en quinto lugar– de la importancia de la educación para la política. Es ahí, en el ámbito público, donde nos humanizamos, donde demostramos nuestra condición de humanos en el trato con los demás de las cuestiones concernientes a todos, y donde, por defecto, más se percibe la contradicción que preside la moralidad existente, al enarbolar el principio de la superioridad del espíritu frente al cuerpo y, no obstante, confinar a su agente, la razón, a una región subsidiaria del proceso educativo, y en todo caso relegada frente a aquél.

La calidad del bien constituido por la paideia no ofrece, pues, ninguna duda. Su valor es, literalmente, supremo. Con él, la razón, que con la moderación se ha hecho fuerte en la vida privada y en las relaciones interpersonales, realiza asimismo la armonía entre los diversos intereses de los miembros que constituyen una ciudad, es decir, la hace una, como querrá Platón. Es nada menos que un nuevo “modo de vida” lo que surge con ella. Empero, y sin solución de continuidad, en el mismo párrafo en el que Pitágoras decanta las virtudes públicas de la educación leemos lo siguiente: “En efecto, es en su modo de vida en lo que los hombres se diferencian de los animales, los griegos de los bárbaros, los libres de los esclavos, los filósofos de los hombres comunes” (cursivas mías).

Así pues, la educación no sólo acarrea la singularización de la especie humana en el mundo de la naturaleza frente a la animal; existen tres tipos más de humanización intrahumana que configuran otros tantos sistemas de dominación; y que, al sustanciar el dominio, reintroducen por así decir el reino de la naturaleza en el reino del hombre: lo naturalizan. Pitágoras no supo ver que la virtud puede devenir necesidad y que por lo mismo, como más tarde nos recordará Montesquieu, también ella tiene necesidad de límites. Y el filósofo, como se ve, el gran benefactor de la comunidad para el sabio de Samos, empieza ya ahí a configurarse como un mundo aparte en el interior de la misma.

Con todo, los males generados por lo bueno afloran incluso allí donde el dominio queda oculto ante las flores del bien, es decir, donde la igualdad y el equilibrio despuntan socialmente como armonía. El lector habrá notado sin duda que en la exposición de los temas con los que Pitágoras ilustra a sus alumnos saltamos del primero al tercero. En el segundo de ellos, al que dedicaremos el resto del texto, se centra en otro tópos clásico del helenismo: la amistad, ese instrumento sin el cual incluso el mismísimo Aristóteles retuviera inviable la consolidación de la polis.

Les dice aquí Pitágoras: “en el trato mutuo, obrarían más afortunadamente si jamás se erigían en enemigos de sus amigos, y si se hacían lo más rápidamente posible amigos de sus enemigos (…)”. La amistad es pues una base de la armonía pública, una armonía que en las palabras siguientes parece coquetear con el ideal de la amabilidad universal; llegados a ese punto mágico, en efecto, la realización del ideal haría casi innecesarias las leyes, y con ellas la propia política. Pero ahí radica, precisamente, el nudo gordiano que el filósofo no supo cortar. Intentaré explicarme.

¿Es posible siquiera concebir una amistad como la preconizada: es al menos deseable? Con independencia de las delicias con las que se construya el concepto de amistad y de las vivencias por cierto únicas que depara a los amigos, lo cierto es que la intensidad del lazo que forja entre ellos es directamente opuesto a su universalización: los amigos, para ser buenos, esto es, para serlo, han de ser pocos. Y aceptado semejante dogma, a lo máximo que el ideal permite aspirar es a una sociedad configurada como una marea de grupos de amigos. Ahora bien, y aun prescindiendo de la facilidad con la que un grupo de amigos llega a revelar hostilidad a otro grupo en grado proporcional al afecto que sus miembros se dispensan entre sí; y prescindiendo, con mayor razón, de que tal tendencia puede extremarse y dar como consecuencia un Aquiles tierno hasta lo inimaginable con Patroclo e inhumano hasta lo inimaginable con los troyanos porque uno de ellos le dio muerte en justo combate; aun prescindiendo de todo eso, digo, ¿es deseable?

Una sociedad basada en una suerte de amabilidad o benevolencia universal es una sociedad que ha aniquilado en su seno el pluralismo, es decir, el cúmulo de diferencias que nos individúan como seres humanos y la legitimidad de tales diferencias. Y, naturalmente, sus consecuencias: tanto los conflictos que ineludiblemente surgirán en sus mutuas relaciones como el mecanismo civilizador de su pacificación no violenta. Lo que se adivina al final del recorrido soñado, de ser posible, es la pesadilla de la uniformidad humana y el conjunto de monstruos que ya Tocqueville o Arendt señalaran, y que en cualquier caso pasan por el sepelio del individuo y de la libertad, por un lado, y de la democracia –la política de ambas– por otro.

Tal es el mal incrustado en el bien de la amistad, la promesa de totalitarismo –la política de la uniformidad– que anuncia. Deberíamos por tanto ser conscientes de a qué jugamos cuando intentamos atribuir a la ética un peso político, porque corremos el riesgo de hundirnos con sólo botar el barco. Deberíamos, en otras palabras, hacer el bien cuando es posible, y saber entrar en el mal cuando es necesario, como nos dijo hace ya 500 años Nicolás Maquiavelo. Y en ello resumió el arte de la política.


*Antonio Hermosa es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla.




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