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Dignidad

OPINIÓN de Rafael Fernando Navarro.-  Ya podemos perder el miedo. La izquierda extremista y radical no se ha cansado de decirnos que todo iba mal. La izquierda extremista y radical se ha manifestado por todas las calles y plazas del país inyectando un miedo innecesario. La extrema izquierda radical, antisistema y filoetarra ha sembrado las avenidas de gritos, ha rodeado el Congreso de los Diputados con voluntad de golpe de estado, estilo Tejero. Menos mal que la aguerrida Delegada del Gobierno de Madrid divisó a tiempo los tricornios de noche y charol y, Agustina de Aragón ella, capitaneó sus huestes hasta que derrotado y vencido el enemigo…Y sucedió en Valencia, Sevilla, Coruña…La extrema izquierda radical estaba omnipresente y hasta era de sospechar que recibiera apoyos de los países del Este (Marhuenda, Alfonso Rojo, Merlos, Chaniz todavía no se habían enterado de la caída del muro de Berlín) para contrarrestar la victoria de la santa cruzada de Gallardón y Fernández a cuyo frente marchaba Rajoy, vicario de Aznar, hijo predilecto de ese portento patrio que es el Cid Campeador de Irak.

Y esa izquierda radical y extremista había intoxicado de miedo al pueblo. Y le había hecho creer que había seis millones de parados, que había millones de familias cuyos ingresos mensuales eran nulos, que Caritas tenía que dar de comer a cientos de miles, que los niños se desmayaban de hambre en el colegio porque no habían desayunado, que había gente que se suicidaba porque los bancos le robaban sus casas y no soportaban dormir bajo las estrellas con tres churumbeles, que bastaba tener cuarenta y ocho años para que fueras viejo para un trabajo, que las mujeres debían ser dóciles y mansas y abrirse de piernas ante ciertos jefes porque era señal de que habían renunciado a sus derechos, que había abuelos que tenían que dar de comer a seis con quinientos euros, que los enfermos sufrían la disyuntiva de pagar la luz o comprarse el Seretide 500, que el cuerpo y la maternidad de la mujer era propiedad de un ministerio, que los estudiantes tenían que dejar de serlo, que la justicia era un artículo de lujo como las gulas, que la emigración era la aventura de descubrir el mundo porque era movilidad exterior ( que decía Báñez) y que nada tenía que ver con esa “panda de inmigrantes” (Marhuenda los llama así) que se dejan la carne en las cuchillas. Nosotros somos blancos y podemos por eso ir a Alemania a servir cervezas. Y decían los radicales antisistema de izquierda que nos estábamos quedando sin futuro, que habían deshuesado el ayer y habíamos aniquilado el mañana por la fuga de investigadores, porque los aeropuertos estaban llenos de pañuelos y despedidas, de besos últimos y caricias pálidas. Pero todo era cosa de filoterroristas de izquierdas. La realidad era otra.

Ya habíamos salido del túnel. Ellos nunca quisieron. Nunca les gustó tener que subir los impuestos, que el número de parados aumentara como un cáncer. Mariano Rajoy gritaba que no les gustaba, que lo hacía por responsabilidad histórica, luchando contra sus deseos más íntimos. No era Merkel. Era su conciencia. Ahora ya se veía la luz. Estaba ahí la tierra que había prometido en la campaña electoral. Podía habernos llevado antes, mucho antes, pero la herencia recibida. Todos los males del país se resumían en una sola palabra: Zapatero.

Dentro de poco aparecería el pleno empleo, se revocaría la reforma laboral porque resulta que se había puesto en marcha para crear empleo, pero después de dos años se habían dado cuenta de sólo destruía puestos de trabajo. Se subirían las pensiones un 0,25% para que los viejos pudieran comprarse lo que quisieran y viajar al Caribe y morir en una residencia privada rodeado de capellanes, incienso y mirra. Y todo será como Pons y Cospedal dijeron, porque ellos eran los profetas del bienestar y la alegría.

Voy a suponer que todo eso llega. Voy a creer en promesas mil veces repetidas y dos mil veces incumplidas. Voy a taparme los ojos para no contemplar la desfachatez de Carlos Floriano, al reverencial Pujalte, a Gallardón marchando al puesto que tiene allí.

¿Alguien nos devolverá la dignidad? Porque ser pobre es una indignidad, y estar enfermo, y ser viejo, y ser mujer, y ser investigador, y necesitar de un tribunal, y ser emigrante e inmigrante. Es indigno pasar hambre, ser un parado, ser estudiante, no poder pagar al banco lo que el banco nos quiere robar, tener talento sin dinero, reclamar los derechos de reunión, de expresión, de manifestación, gritar que la calle es del pueblo y nunca de Fraga ni sucesores y albaceas. Y así indefinidamente.

Que nos devuelvan la dignidad. Es la primera expropiación y debe ser la primera restitución. Cuando la muerte se asoma por la arboleda, es urgente sentirse digno para que nos encuentre con la frente alta.




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