OPINIÓN de Pura María García.- Los irreales tienen sus propios ritos. Son celebraciones precisas, diseñadas como cuadrículas desde un tiempo que parece inmemorial, repetitivas, inflexibles en las formas, ampulosas, aparentemente complejas en su parafernalia pero muy sencillas, extremadamente simples, en su trasfondo.
Los irreales festejan con ellas sus victorias sobre la masa desesperanzada que como Sísifo levanta, cada vez con menos fuerza, la utopía de alcanzar un recodo en el camino de la supervivencia. Acuden a sus ritos también para prepararse antes de arremeter, por enésima vez, contra la libertad y los derechos de los que no son los suyos, de nosotros. Celebran la mentira y la nutren de aplausos y golpes en la espalda. Crecen en sus ritos, embriagados con el murmullo de halagos hipócritas que emanan del enjambre de zánganos irreales que ocupan el centímetro de irrealidad que ha sido adjudicado por el poder a cada uno de ellos.
Los irreales son esos que cohabitan la irrealidad, un mundo, un tiempo, un espacio, definido con vectores a conveniencia. Son los que desconocen nuestra realidad, los que nos desconocen. Los que niegan su represión sobre nuestras bocas y nuestras ideas, sobre nuestro vientre y nuestra voz. Los que niegan nuestra hambre, nuestras heridas taponadas en los pasillos de hospitales que han tomado, al asalto legal de sus leyes interesadas y han convertido en portales esterilizados donde trapichean ganancias millonarias. Son los que nos cachean, cargan contra nuestro cuerpo y se ensañan -porra, vileza y cobardía en mano- con nuestra espalda y nuestros ojos. Son los que negocian con nuestros míseros sueldos, jugando con los tahúres de sindicatos y empresas con consejos de administración clónicos de sus sillones y escaños. Son los que cercenan la educación y la cultura a merced de sus paranoias religiosas, de sus manías persecutorias, de las pequeñas, y graves, venganzas de un ministro contra otro, de un fantoche contra otro, de un indecente con dedo escribiente de decreto contra otro. Son los que ordenan manipular videos, declaraciones, actuaciones, noticias, interrogatorios, detenciones, hematomas, lesiones, cortes de concertina y cifras. Los que mandan borrar datos de ordenadores que huelen a podrido. Son los que gravan nuestra mínima vida con el impuesto terrorista de su presencia y su poder.
Necesitan de sus ritos como los buitres de sus presas, como requiere el exorcista a sus demonios. Organizan actos de poder para adentro, de puertas para adentro. Se llaman, unos a otros, y se dicen al oído cuánto se recuerdan (y cuánto se deben, y cuánto esperan los unos de los otros). Chocan sus manos, sudorosas por el húmedo efecto de la corruptela interminable, antes de sus parlamentos y sus epístolas falaces y tendenciosas. Se sientan sobre sillas con sus iniciales, tapizadas con telas que soportan un día tras otro sus sucias posaderas. Aguardan el desfile ordenado de los irreales designados para liderar a ese ejército de terroristas legitimados por las urnas: del menos poderoso de los poderosos al gurú máximo, a su momentánea deidad (mientras no llega una nueva campaña de su misión evangelizadora contra los malos, los otros), los irreales designados para celebrar cualquier rito de su repertorio, dejan su silla; abandonan a los irreales hambrientos de arengas (y de presentidos sobres y favores); ajustan su boca artificial, esa que es el micrófono que duplica su voz y su mentira; miran sin mirar al fondo de ojos que tampoco miran, que jamás nos miran y encadenan eslabones de palabras vacías y metáforas previsibles que pretenden enardecer el engreimiento y el gen de raza y clan superior que los irreales están seguros de tener en su patético ADN. Aplausos de los irreales que interrumpen a los irreales jefes de su secta. Aplausos y cuchicheos que jurarán, si alguien les preguntase, que jamás pronunciaron. Como en orquesta desafinadamente afinada, un irreal se levantará de su asiento y aplaudirá con fingida emoción. Como una piedra lanzada a un estanque de aguas sucias, un irreal tras otro se alzará a aplaudir lo no escuchado, lo que ni ellos mismos creen los unos de los otros, en concéntricos círculos de deshonestidad.
Los irreales organizan su realidad con eventos rituales que cíclicamente pretenden hacernos recordar dónde está cada quien, dónde estamos, ellos y nosotros, la brecha insalvable y creciente que por su santa soberbia y prepotencia nos separa, al menos mientras dura el efecto de los votos que les aúpa, mientras no llega la víspera de urdir mentiras generales acompañadas del himno electoral que nos aturdirá, de nuevo.
En sus ritos multitudinarios lloran, con el retorcido rabillo de su ojo. Repiten series incontables de falsas genuflexiones. Se ponen la corbata más azul, la mantilla más negra y el rosario más beato. Recuperan los recuerdos más inciertos y manipuladores de su memoria, reconstruida a la medida de “su” realidad y sus deseos. Y halagan, y visten de falsísimas loas, batallas y victorias al signo central de sus ritos. No importa si éste es un irreal vestido de blanco, birrete y mocasines rojos y anillo vaticano, pastor de unos pocos, frustrada deidad que se mira en el espejo de una congregación que habita en santuarios fastuosos y catedrales llenas de vidrieras y vacías de mendigos. Los irreales igual colocan en el centro de sus ritos a Papas y obispos, que solo rezan el Padresuyo, que a cadáveres únicos, adiestrados en vida para ser de la secta de los irreales. Desfilan y esperan el desfile de los otros, de nosotros, seguros de que están, estamos, bien domesticados. Desfilan y esperan que nuestros labios presos besen el anillo de sus líderes o la tapa de madera de sus tumbas, o la bandera con la que intentan ocultar la mentira que ensalzan. Desfilan por pasillos donde se oyen sus viva España o sus pésames amnésicos de la verdad que el muerto lleva escondida en su mortaja. Desfilan acompañados por monarcas con el semblante artificialmente circunspecto, idéntico al que llevan los muñecos de un guiñol especial, el guiñol de la mentira; frente a monarcas ausentados de la realidad de los que no son irreales, de nosotros, que lanzan su bastón y recuperan su visibilidad no cuando mueren inmigrantes o cuando son detenidos manifestantes que buscan reivindicar la dignidad que nos han robado, sino cuando el rito de los irreales lo demanda. Desfilan frente a ellos, frente a reinas con los parpados hinchados, no por llorar a los que no tienen qué llevarse a la boca, a los que no pueden acudir a un hospital o encender una estufa en noches cubiertas con el único techo de la miseria, sino por balbucear y sentir melancolía: les deja uno de los suyos. Desfilan frente a reinas irreales que aprovechan obituarios para pedir fondos a un pueblo que creen su pueblo, a pesar de que éste no se cansa de rechazarlas. Desfilan frente a corruptos irreales que, previamente a entrar a adular al cadáver, maquillaron su inexistente conciencia para ocultar imputaciones, sospechas fundadas y probadas transacciones e hicieron declaraciones de la bondad supuesta, impuesta, de quien ocupa ahora el espacio de madera adornado con coronas majestuosas. Desfilan frente a una bandera tejida con sus hilos y no con los hilos de los otros, de nosotros; una bandera que es, además de absurdo símbolo, guillotina y dique para quienes luchan por ondearla de otro modo y con otros colores.
Los irreales festejan su poder en irreales y cacareadas ceremonias pero ocultan y cargan mortalmente contra los otros, contra nosotros, a la mínima que intentamos pronunciar la palabra DIGNIDAD, arropados por terroristas mediáticos, gestores y orquestadoras de planes retorcidos y adiestrados mentirosos con uniforme.