OPINIÓN de Antonio Hermosa.- Las elecciones municipales del pasado 30 de marzo en Turquía han
legitimado una vez más el bonapartismo de Erdogan, su política autoritaria y
populista y la industria de corrupción surgida al calor de ella. El primer
ministro turco, que no participaba en la carrera electoral, planteó desde el
principio sin embargo las municipales como una especie de referéndum en torno a
su persona. Y ha ganado. Ahora, este Alá
venido a menos y este Mahoma venido a
más, este ídolo de sí mismo que truena contra las ratas de la oposición, rebaja a traidores
a quienes se le enfrentan, rebautiza como complots
o calumnias las denuncias por
corrupción, tiene de nuevo vía libre para seguir adorándose a sí mismo y
amenazar a los idólatras por no caer
de rodillas ante el nuevo dios.
Desde luego, no le costará trabajo –en realidad, ya lo ha hecho-
justificar mediante su democrática
victoria la racionalidad de su quehacer político, y reprochar a los perdedores natos, como considera a sus
rivales, el no aceptar los dictados del “pueblo”; voluntariamente olvidará, una
vez más, que no hay democracia donde el Estado de Derecho queda abolido: donde
la administración se mueve según su arbitrio, los derechos humanos peregrinan
hacia otras tierras, la oposición es ninguneada y el poder judicial instrumentalizado
y politizado; y también que el pueblo
que le vota, con ser tan numeroso, lo es -casi- siempre menos que el que no le
vota; que aun cuando le votara el pueblo en su totalidad, con la actual
Constitución, no estaría legitimado para intervenir en la prensa, manipular los
medios de comunicación, cerrar las redes sociales o vejar, descalificar,
discriminar, chantajear o amedrentar a quienes no aceptan comulgar con sus
ruedas de molino, cada vez más grandes y cada vez más repartidas por territorios
ajenos a la vida pública.
Con todo, la realidad es más obstinada que la ficción; y cuando, a
pesar de la piadosa comprensión de sus correligionarios hacia sus actos
ilegales y violentos, a pesar de su pulcro silencio respecto de la corrupción
que emponzoña la vida de la democracia en Turquía –tan mediterránea, por cierto, en eso como una buena porción de las
restantes geografías ribereñas-, Erdogan constate que la comprensión culpable
de su mayoría legitima sus desmanes pero no soluciona sus efectos, que la
venganza crea enemigos entre los adversarios y la intolerancia los radicaliza
en lugar de integrarlos en un proyecto común, no tardará en comprobar que la
soberbia no disimula la soledad, que los vicios de su política se trasladan,
como quizá diría aquí Tocqueville, tranquilamente a las instituciones y los
problemas, pudriéndose, no hacen sino acelerar el ocaso del sistema social. Es
decir, no tardará en comprobar que no ha
habido elecciones, esto es, que las elecciones no han servido para nada en relación con el déficit democrático que
asola a la sociedad turca.
Sí es posible, desde luego, que el único aspecto de las relaciones del
gobierno con la oposición siga funcionando
bien. En el sureste, en efecto, la renovada victoria de los kurdos del Partido por
la Paz y la Democracia –el escaparate por el que el Partido de los Trabajadores
del Kurdistán se asoma a la escena política en Turquía- probablemente reforzará
sus bazas para seguir negociando la paz con el gobierno, por lo que bien cabe
augurar que el alto el fuego actualmente en vigor se mantendrá. No es esto cosa
de poca monta, máxime cuando se recuerda que hasta ayer la cárcel, la tortura y
la muerte eran las moradas preferidas por el gobierno de turno, los de Erdogan
incluidos, para los sospechosos de pertenencia, simpatía o militancia kurdas.
Con todo, no es un camino de rosas lo que le espera si la verdad y el discurso
poselectoral de Erdogan, cuyo primer gran tema era precisamente el de la nueva
unidad nacional a imponer bajo su liderazgo, guardan algún tipo de relación.
El trato al resto de la oposición -ese frente amorfo de maquinadores que en conjuras
internacionales y todo han conspirado para alejarle de su trono-, en cambio, lo
ha dejado bien clarito en ese mismo discurso: “los perseguiremos hasta sus
madrigueras. La hora de la limpieza ante la justicia ha llegado”. Y ya se sabe
cómo se las gasta alguien que, basándose en fundadas sospechas, pero en ninguna
norma, de que una gran mayoría de los fiscales y policías implicados en la
denuncia y persecución de los delitos con los que se acusaba al gobierno,
comprendidas la familia y la persona de su presidente, ha cambiado de destino
en un santiamén a miles de ellos; o que ordena cerrar Twitter o You Tube, con
más éxito en el segundo caso que en el primero, porque por ahí corren
informaciones, bulos sin duda, que
arruinan su reputación aireando presuntamente la verdad. Y no olvidemos las
presiones para echar a periodistas de sus medios, las facilidades para su
encarcelación, las medidas adoptadas para su retención en prisión sin juicio,
el caso Ergenekon, etc.
Por su parte, esa misma oposición, cabe presumir, habrá aprendido que
se debe cambiar de discurso y de estrategia. El movimiento del clérigo islámico
Gülen, antiguo aliado de Erdogan y su partido, paga ahora en sus propias carnes
su propia medicina mafiosa, en tanto verifica que su alta influencia en la
sociedad turca que se le supone no da para apartar a la masa islámica de su partido y de su líder natural. Los
otros dos miembros de la alianza anti-AKP, nacionalistas ambos y extremista de
derechas uno de ellos, el Partido de Acción Nacionalista (MHP), deberán
aprender a hacer política en lugar de regalarse uno (el Partido Republicano del
Pueblo, CHP), con su noble pedigrí kemalista y el otro persiguiendo sus
fantasmas identitarios, y fiar al material incandescente de unas grabaciones
calculadamente filtradas a la prensa el grueso de su artillería contra Erdogan. Y el CHP, además, quizá aprenda
igualmente que su unidad con los otros dos desvae una política opositora que
apueste por el laicismo o la recuperación de los derechos humanos, entre otros
objetivos, como el saneamiento de la economía, la neutralidad de las
instituciones o la abolición de los delitos contra el honor de la madre Turquía.
Desde lo alto de su relegitimado pedestal posiblemente Erdogan mirará
con desdén y rabia renovados a esa oposición perpleja y desorientada, incapaz
ni en alianza ni por separado de constituir una alternativa a su poder, y
acariciará una vez más su sueño de sultán,
consistente de reunir en una sola persona, Él,
las figuras del primer ministro y del presidente, y situándose así al margen de
la ley, ese estorbo para los elegidos.
No obstante, sus sueños unitarios y la prevista
grandeza histórica aún deben lidiar con problemas clave para el futuro de
Turquía, como la marginación de los alevíes (el quince por ciento de la
población), o la integración del Movimiento-Gezi
en las instituciones –uno de los grandes desafíos para la oposición laica-, que
en Turquía parece nacido para quedarse, y al que no arredra el contubernio
entre autoritarismo, corrupción y musulmanía,
ni el cacique-califa que
disimuladamente lo representa. Y es que la victoria electoral de Erdogan, a lo
que ciertamente ha llevado a Turquía es a una vieja polarización religiosa
envuelta en una nueva polarización social, los dos retos que la sociedad civil
plantea a un sistema político cada vez más autoritario en el centro y más
anómico en la periferia, vale decir, también él mismo polarizado. Males que
ninguna complicidad religiosa, ni ninguna rendición al líder, culto de la
personalidad incluido, pueden curar. Por obcecado que se quiera el primer
ministro turco, por sumiso que le sea su rebaño, no le está permitido ignorar
que el drama que se perfila ante él no es sólo la suerte de la democracia, que
ya parece echada, sino el jaque a la mismísima paz social, es decir, la
reaparición del fantasma más poderoso de la historia turca reciente: el de la
violencia política, al que nada se le
resiste.
En ese abismo, la responsabilidad de Erdogan, aunque principal, no es
la única. La parte del pueblo que en
su fideísmo le ha otorgado un cheque en blanco, es decir, ha avalado su
bonapartismo y su corrupción, es corresponsable del futuro inmediato del país.
Hay desde luego motivos sobrados para que los sufragios suníes se decanten por su partido, que es el de Erdogan, aunque
el hecho de votar religiosamente en
masa por él corrobora que aún son más una tribu
que un electorado moderno. Pero cuando esa misma tribu confunde al partido con
la persona de su líder y lo identifica místicamente con él, entonces ya no hay
excusas que valgan y se demuestran reos de un mercenarismo político que camufla
su interés en la fe y vende su conciencia al mejor y único postor.
Confiemos en que la necesidad convoque en su auxilio a la cordura y no
se fíe en última instancia en Alá la garantía de la resolución de los
conflictos, porque entonces, me temo, no se tardaría en ver al fantasma de la
historia contemporánea turca hacer otra vez su entrada en la escena política
vuelto nuevamente real.