OPINIÓN de Raúl Wiener, Perú.- Un ejercicio de memoria para saber de dónde venimos y adonde vamos.
La gran concentración no es una novedad de estos años. En realidad fue en los 90 cuando existió un sistema político que estaba concentrado por los cuatro costados y que se expresada en un grupo político hegemónico que tenía el control de todos los órganos del Estado (y si alguno se le empezaba a escapar de las manos, lo resolvía con algún forzamiento como ocurrió con el Tribunal Constitucional de Aguirre Roca); que tenía el completo poder de coerción a través de las fuerzas armadas, la policía y los servicios de inteligencia; que dominaba los circuitos de la información, sometiendo a los medios privados, dirigiendo sicosociales y campañas de demolición de adversarios; y un sistema de elecciones que debía asegurar la reelección permanente.
Eso existió y no puede ser olvidado. Pero su originalidad no estaba en la dictadura cruda que se compuso después del golpe de Estado, sino en la manera como se le perfeccionó durante la adecuación semiparlamentaria monitoreada por la OEA y supervisada por Hernando de Soto, que se cristalizó en el llamado Congreso Constituyente Democrático (CCD), que abrió un espacio para que los denominados “partidos democráticos” ingresaran en condición de minorías fragmentadas y sin posibilidades de ganar.
Entre 1993 y 2000, los partidos que se opusieron al autogolpe y los que votaron por el no en el referéndum constitucional del 93, terminaron ingresando por el aro de los perdedores resignados, que se hicieron más resignados después que perdieron abrumadoramente la primera reelección de 1995.
En el 2000, bajo el esquema de la interpretación auténtica con el que Fujimori violó su propia constitución para permitirse una segunda reelección, los partidos y los sectores no dictatoriales discutieron el sentido de participar en un escenario dominado por el régimen. Pero los partidos de todas maneras se fueron dispersos a probar suerte, afirmando que no se trataba de armar una alternativa, por eso ni siquiera intentaron unificarse en torno a una candidatura fuerte, sino de no dejarle todos los puestos del parlamento al fujimorismo y mantenerse vivos dentro de este sistema.
Ni Andrade, ni Castañeda, ni Toledo, ni el APRA, el PPC y las demás organizaciones querían una pelea frontal con Fujimori. Pero el enfrentamiento vino, cuando después de la demolición uno por uno de los candidatos con mayor apoyo (primero Andrade, luego Castañeda), para lo que sirvió la prensa chicha y los medios domesticados, la fuerza misteriosa del descontento y del reclamo democrático se filtró finalmente hacia Toledo escapando de la trampa del poder fuerte y la oposición fragmentada. Así se generó una grave crisis política que duraría todo ese año, hasta la fuga del dictador y el destape de la corrupción superlativa del régimen.
Lo que parecía indestructible se quebró, pero los partidos ganadores no quisieron abolir hasta la raíz el orden que había sido descabezado, y fue así que en vez de constituir un gobierno que preparase al país para una nueva etapa, con todos los significados que eso tenía: nueva Constitución, reorganización de las Fuerzas Armadas y la Policía, revisión de todos los videos y documentación sobre la corrupción, revisión de los contratos de privatización, al buen Paniagua sólo le permitieron articular una transición hacia elecciones más confiables en la que el presidente y su partido no tenían ninguna posibilidad de quedarse (se escogió como presidente provisional al congresista que había entrado con la menor votación).
Una manera de apreciar el significado de ese momento histórico, era advertir que el fujimorismo siguió enganchado a la transición, a pesar de que su jefe estaba fugado y varios de sus cuadros estaban presos o perseguidos, conscientes de que de lo que se trataba en la transición era de evitar el colapso de estructuras que ellos mismos habían creado y que difícilmente podrán reconstruirse sin una intensa movilización social de un país que en esa situación estaba claramente levantado contra el viejo régimen que acababa de ser derrotado.
El cambio del Gatopardo
Es de esta forma que llegamos al cambio de siglo celebrando la recuperación del derecho a elegir, aunque no tuviéramos tanto que escoger delante de nosotros; e ilusionados sobre el cambio gradual que se prometía, que no cambió casi nada, y que mantuvo las piezas claves: la Constitución, el modelo económico y la correlación política del instante de la caída del autoritarismo. Los vencedores eran los dispersos del día anterior, los que la dictadura había tratado con la punta del pie y que habían sido en muchos casos complacientes con el opresor. Reemplazar al poder concentrado por partidos dispersos, enemistados entre sí, construyó la otra cara del mismo sistema, en el que nadie es mayoría, los que ganan son aplastados en la siguiente elección, las instituciones son capturadas por los actores y se enfrentan unas con otras, surgen nuevas corrupciones, etc.
Para la vieja derecha del poder económico y mediático, hubo una victoria indudable en contener la energía social de final de los 90, en los límites de una transición mediocre e insatisfactoria para todos, que sin embargo no amenazaba sus intereses. Pero eso no les ha quitado la nostalgia del tiempo en que todo parecía controlado y nada resultaba de sorpresa. El caso Humala, ha sido el extremo de esta cadena, porque en su victoria estaba contenida una exigencia mucho más clara y perentoria de transformaciones, que la clase dominante volvió a contener, pero con ello mismo llevó el sistema al mínimo de credibilidad. La pregunta urgente, después de Humala, es si se puede tolerar otro desafío de este tipo, o si es tiempo de reconcentrar el poder.
Lo que está en juego
Cuando el grupo El Comercio, compra EPENSA, no se está apoderando solamente del 80% del mercado (lo que es además una cifra arbitraria que favorece al cuasi-monopolio), sino que está planteando la necesidad de reunir el poder en una sola mano y acabar con la fragmentación política, que no significa que hayan muchos partidos o movimientos disputándose pedacitos del Estado, sino que no hay nadie que manda con la suficiente contundencia con que ellos quisieran. La señal de que es la hora de concentrarse ha salido de fuera de los partidos. Y como para que nos traguemos el mensaje completo, hemos empezado a ver como se puede llevar al gobierno, el Congreso, el Poder Judicial y el resto del Estado, de las narices con el mecanismo de una prensa fuerte.
Esto se aprecia facilito en la conducta del nuevo Fiscal de la Nación, que emula muy bien a Humala, ya que primero sacó su elección a troche y moche y soportó los titulares, editoriales, columnas e informaciones sesgadas con las que lo atropelló el grupo El Comercio por casi medio año. Pero una vez en el puesto está caminando por donde le indican sus nuevos amigos del viejo grupo periodístico (que sin embargo no pierden opinión de apalearlo para hacer sentir su precariedad), lo que se demuestra en particular con su viaje a Cajamarca a tratar con Yanacocha la situación de Gregorio Santos, y en otros casos en los que está haciendo lo que le dicen. El tipo de Fiscal que esperaban conseguir con Pablo Sánchez y no lo lograron.
El que quiera entender, que entienda. Lo que el poder económico y político está planteando es un “liderazgo” que se fusione con sus intereses y su lógica de dirigir las cosas. Algo así como: si usted no quiere terminar de “cosito”, póngase la camiseta de El Comercio-CONFIEP, toda completa. Y hay varios candidatos dispuestos a hacerlo, empezando por Alan García.