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El hambre es un voto

OPINIÓN de Rafael Fernando Navarro.- No sé si España es racista o no. No me refiero a la piel del país, esa piel áspera, dura, de nación milenaria, camino y posada de culturas dispares, contradictorias. Me refiero más bien a la entraña, donde conviven las espinas y las rosas, el abrazo y la distancia, el beso y el odio. Y yo no sé si esa España es o no racista. Allá las encuestas, los sociólogos y los estudios del medio. Uno es calle y la calle tiene palabras distintas, dependiendo de una buena o mala noche, del café mañanero o del resultado de un pagaré.

Lo que tengo claro es que hay políticos camaleónicos que nunca saben qué color les toca y a veces detestan el que deben vestirse en ese momento concreto. Carecen de un centro vital y se mueven dependiendo del estado de su duracell personal. Por eso son capaces de decir lo que no sienten e incluso soltar su vómito en el momento más inoportuno. Políticos que no piensan. Un candidato es como un borracho. Tiene la capacidad de expresar, harto de mítines, lo que no diría nunca en estado de elegido.

La inmigración tiene un fundamento esencial: el mundo es de los seres humanos, de todos los seres humanos. Las fronteras son producto de la organización del egoísmo. Cuando la avaricia sin escrúpulo pone un orden en la convivencia inventa las fronteras y las reviste de orden necesario y disfraza de legalidad la apropiación indebida de la tierra. Y entonces, en la medida de que esto es mío y esto tuyo, siempre quedan los desheredados sin derecho a nada. Son los pobres del mundo. Los que deben gozar su miseria porque de ellos será el reino de los cielos. Con los que se puede ejercer la caridad como desprecio nauseabundo de la justicia.

Alguien se empeña, y lo consigue, en hacernos ver que los inmigrantes deben ser bienvenidos por aquello de que pueden ejercer los trabajos que nosotros, europeos y ricos, no debemos realizar. Por aquello de la demografía. Sus hijos, en el futuro, ayudarán a los pensionistas amados de Fátima Báñez, y en el presente ayudan a la floración de la Seguridad Social y al estado de bienestar que Rajoy desea con toda su alma para la totalidad del país y no para unos pocos como le exige Angela Markel. Los inmigrantes son un maná negro que nos llueve por obra y gracia de un dios bueno que ama a España por sus cruzadas, por su lucha contra las hordas judeo masónicas.

Pero de repente se presentan las elecciones. Y Mato roba la cartilla sanitaria a miles de inmigrantes porque los españoles tenemos derecho a la vida mientras que ellos sólo tienen derecho a la muerte. Una cartulina separa la sepultura anónima del mausoleo de Bankia o Santander. Muerte de la que se encarga el ministerio del interior colocando cuchillas o disparando contra los derechos humanos porque el “fin de buscar una vida mejor no justifica el modo de entrada en nuestro país” como ha dicho Fernández-opus-dei-Fernández. La piel es ilegal.

Y ahora que hay muy poco trabajo pese a la milagrosa reforma del mercado temporal, los inmigrantes son una fuerza que nos disputa el empleo y nos mengua la asistencia sanitaria y la abundancia de hijos son una rémora que arranca el pan de los niños españoles y las ayudas que les regalamos son eso, un regalo al que no tienen derecho alguno. Facilitamos así, de acuerdo a nuestro arraigado cristianismo, la entrada en el reino de los cielos. Y entonces los inmigrantes se convierten en un obstáculo que hay que eliminar.

¿Por qué este cambio de enunciado? Porque se acercan las elecciones municipales, autonómicas y un poco más adelante las generales. Y hay que sintonizar con esa miopía que proclama que los inmigrantes son el conjunto de todos los males sin bondad ninguna, es decir, cumplen todos los requisitos que señala el catecismo católico para ser el infierno. Y el hambre no vota. Mientras que sí pueden sumar papeletas favorables aquellos que tienen el los altares la propiedad privada, que no aceptan la función social de la riqueza, que creen que los potentados tienen el derecho a subirse a las espaldas de los pobres para divisar más cómodamente la tierra prometida de la prepotencia, el orgullo y el dinero. Y eso es lo que busca el alcalde, el presidente o el primer ministro de este país. La desaparición del hambre negra es un voto. Arrinconar la piel negra, rasgada de cuchillas que nos defienden de una invasión, que justifica nuestra legítima defensa frente a otras culturas, otras costumbres, es una promesa electoral que convoca a quienes creen que nos van a arrebatar nuestra riqueza. Francia ha enseñado últimamente la utilidad de ese mensaje excluyente, antihumano y orgulloso de estirpe, de pureza de sangre, de piel blanca y pelo rubio. Y nuestros candidatos, bastantes de nuestros candidatos, tienen muy clara su meta: una alcaldía, una presidencia de comunidad, una jefatura de gobierno. Y esa meta bien vale sacrificar la carne africana, y derramar ante el altar del poder la sangre nunca fraterna, siempre extranjera de quienes sólo piden pan, trabajo, enseñanza, sanidad o un vaso de agua sin parásitos.

Siempre el hambre de unos alimenta los estómagos llenos de otros.




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