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Rutina

OPINIÓN de Rafael Fernando Navarro.- La rutina es lo opuesto a la creación. La primera es la mera repetición de actos sin contenido de espontaneidad. No brota de los adentros, sino de la mera costumbre repetitiva. El cangilón del pozo es una costumbre del agua. Al fondo está el manantial, el vientre de la tierra donde brota y se hace vida para la primavera del mundo.

El ser humano es creación o se convierte en cangilón acostumbrado a hurgar en el tiempo convirtiéndolo en pasado sin conseguir transformarlo en historia.

Uno lleva en la sangre huellas de botas, de sables, de montañas nevadas, de Isabel y Fernando y tiros en la nunca. Cuando las viudas de pañuelo negro hasta que la muerte nos junte. Cuando el brazo en alto como mussolinis importados. Cuando usted no sabe con quién está hablando.

La habíamos deseado tanto que no tuvo más remedio que llegar. Como fruto de una tromboflebitis, como temblor de un parkinson que nubla los pulsos, como consecuencia de una conciencia llena de sangre. Vino ella. No fue Juan Carlos Primero, ni Adolfo Suárez, ni la conjunción de Carrillo con el genio militar dominante. No. No fueron las circunstancias urdidas entre los políticos. Fue el pueblo, el que había sufrido el silencio, la represión, los tiros al aire que mataban trabajadores que se manifestaban en el asfalto, estudiantes muertos por pura casualidad. Y los que desde su vida de españoles de nevera y seiscientos habían llamado a gritos a la democracia. Aquellos políticos se encargaron de plasmar el deseo más ardiente de libertad, de exigencias de derechos, de capacidad de manifestarse, de criticar, de mostrar su descontento, derecho a la palabra, al grito, a la exigencia. Pero fue el pueblo.

Habíamos salido de la rutina infame de una dictadura. Y lo estrenábamos todo como un novio, como un domingo de ramos o un corpus. Todo olía a ropa limpia, a membrillo de armario perfumado cuando no existía el lowe. Empezamos a crear preocupación. Por ofertar derechos, por una sanidad universal, por unas pensiones que hicieron del viejo un jubilado, por una enseñanza que daba la posibilidad de acceder a una formación universitaria al que iba en Mercedes o en metro, del que vestía a medida o era hijo de piropos de andamio. Y sobre todo empezamos a sentirnos libres, sin cadenas, sin espadas sobre la cabeza. El otro era un compañero, no un comisario de escalera o de barrio.

Han pasado treinta y tantos. Vamos siendo mayores. Tenemos toses mañaneras, obstrucciones pulmonares de tabaco y más tabaco, crujido de huesos al despertar y sexo de tarde en tarde porque también los muslos y las caricias se han ido arrugando y decayendo, tal vez como la democracia. Nuestros hijos ven como natural lo que es fruto de mucha sangre. Son libres porque otros mordimos los tacones que nos pisoteaban. Pueden reunirse porque nos escoció tanta soledad. Pueden hablar porque nos envenenaron de silencio y miedo.

Hemos caído en la rutina. Hemos abandonado por completo nuestra capacidad creadora y la hemos entregado como monopolio de los políticos. Nos hemos acomodado en el sofá y que inventen otros, como diría Unamuno. Y los otros se aprovechan de nuestra ausencia. Y manejan el dinero de forma que florezca sobre la miseria de una mayoría el bienestar de una minoría. Y el enfermo ya no es un paciente sino un cliente que se vende al mejor postor, una mercancía que se apropia la sanidad privada porque tiene dinero para comprar el dolor y hacer negocio con la muerte de viejos improductivos o de terminales que exigen que alguien les cure a bajo precio de su hepatitis C.

Pero a nuestros delegados les duele sobre todo la libertad. Y entonces se ataca y cerca a los sindicatos, se amputan derechos laborales, de reunión, de expresión. Y se pone coto sobre todo a la libertad. Y encima se nos quiere hacer creer que es por nuestro bien, para nuestra seguridad, para un confort existencial del que carecemos y que ellos nos otorgan bondadosamente. Los dictadores son manipuladores de conciencias, suplantadores de nuestra libertad y aseguran hacerlo para nuestro bien. Nosotros debemos desprendernos de nuestro quehacer porque los políticos administran así mejor nuestra tranquilidad. Y con esta falacia nos convencen de que debemos agradecerles el esfuerzo que les cuesta mantenernos seguros, cuando en realidad lo que están haciendo es arrancarnos unos derechos que costaron sangre y dolor en el pasado.

¿Es posible que en plena democracia se promulgue una LEY MORDAZA? ¿Es posible que se sancionen con penas económicas y de prisión el ejercicio de derechos inalienables? ¿Y la ciudadanía calla, se resigna, apostata de esos derechos? Tal vez hemos caído en la rutina y desde esa rutina abdicamos de nuestra capacidad creadora y nos rendimos con espíritu de complicidad con quienes han visto la posibilidad de regresar a una ayer oscuro, plomizo, invernal.




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