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Desde el ángulo izquierdo: el problema no es [solo] la bandera

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- El Secretario General del PSOE apareció hace unos días sobre un escenario dominado por una enorme bandera española, inmensa, inacabablemente grande, sobre la cual se recortaba su agraciada figura. Presenciamos en ese acto un golpe de timón estético-político que, a buen seguro, removió en sus sentimientos a tantos de sus militantes actuales. Consciente de la falta de consenso o, mejor dicho, del poco afecto que esa enseña despierta entre las gentes ubicadas en la izquierda política, los socialistas se han dedicado a explicar por activa, pasiva y perifrástica el porqué de tamaño vuelco. A unos les convencerán más, a otros menos, como es lógico. Lo que no parece nada claro es que ese reposicionamiento vaya a ser bien digerido por el grueso de su seguidores, sean militantes o votantes. Especialmente en lo que podemos llamar la España periférica.

Hace ya casi 40 años, en 1977, el Comité Central Ampliado del Partido Comunista de España decidió, ―por 169 votos a favor, ninguno en contra y 11 abstenciones―, tras un tenso y complejo debate que duró dos días, que la bandera bicolor ondearía en adelante en todos los actos del Partido, junto a la bandera roja con la hoz y el martillo. En los días sucesivos, las distintas organizaciones del PCE reunieron a su militancia para dar a conocer el acuerdo, explicarlo como algo necesario para el avance de la democracia y como una muestra más del sentido de Estado de los comunistas.

Uno de los jóvenes militantes que participó en más de uno de aquellos actos, cuenta una anécdota que todavía hoy, cuatro décadas más tarde, le dejó aturdido. Al acabar la reunión, muy multitudinaria y con muchas intervenciones, un viejo comunista que acababa de reincorporarse al Partido tras la recientísima legalización le dijo: “camarada, hablas muy bien, pero no te he entendido nada”. Nuestro joven amigo, identificado con la idea de la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura, que eran muro de carga del proyecto eurocomunista, no supo responder ante el reproche del anciano.

Hubiera querido hablarle de cómo compartía sus sentimientos de rechazo hacia aquel emblema que el franquismo había convertido en una representación de sí mismo, de cómo para él y para su propia familia era de difícil aceptar aquella decisión del Comité Central. Hubiera querido insistir con mayor claridad en lo que había dicho desde la mesa: la importancia de la visión estratégica del Partido; lo esencial que era avanzar en el establecimiento pleno de las libertades, en la lucha por la amnistía para sacar a los presos de las cárceles, y en la realización de elecciones libres para avanzar y afianzar la democracia. Seguramente no hubiera servido de nada, y el resultado hubiera sido la misma incomprensión entre dos militantes de tan distintas coordenadas. Un discurso muy racional, algo frío, razonablemente lógico, se contraponía a los sentimientos y la humillación que al anciano le generaba la bandera oficial. Se le había comunicado que por puro realismo político se abandonaba la bandera Tricolor, la republicana, aquella por la que muy probablemente él mismo había luchado contra el fascismo.

No se trata, por supuesto, de trazar ningún paralelismo entre aquella decisión del PCE en 1977 y la del PSOE actual, pero parece evidente que, más allá de lo que una extensa nómina de intelectuales, políticos, periodistas y publicistas repiten estos días, la bandera española consagrada en la Constitución de 1978 deja mucho que desear en cuanto al afecto y a la identificación que se supone deben provocar estas enseñas. Cuanto menos en la España periférica.

No, la bicolor no es una bandera de consenso; o no tanto como lo es en la mayoría de los países. Escudos aparte [que tienen su importancia, a qué negarlo], la derecha y la extrema derecha han patrimonializado la bicolor desde siempre como símbolo de una determinada forma de entender España. En consecuencia, los sectores sociopolíticos que están más allá de los territorios conservadores no sintonizan con ella con normalidad. Se dice que esta fractura es cosa de viejos, y que los jóvenes carecen de los traumas que afectan a sus mayores. ¿Seguro? ¿Traumas no y afecto sí, o simple aceptación administrativa?

¿Y si el problema no fuera la bandera, con dos colores o con tres, sino lo que ese pedazo de tela representa? ¿Y si pasa con la enseña lo que ocurre con el himno llamado nacional? ¿Por qué cien mil personas [de procedencia periférica, eso sí] congregadas en un campo de fútbol se conjuran para hacerlo inaudible, imponiéndose a la potente megafonía? ¿Son todos unos separatistas, hijos de la anti-España? ¿No será que para muchos lo que falla es la propia España y no tanto sus símbolos?

El reconocido periodista conservador José Antonio Zarzalejos escribía estos días que “es preciso que la izquierda rompa prejuicios –como hizo Sánchez- e incorpore la simbología constitucional y que la derecha no se pase de frenada acaparándola o constituyéndose en guardián de sus esencias”. En su opinión “volver al debate sobre la exhibición de la bandera española en un acto como el que protagonizó Pedro Sánchez y el PSOE el domingo pasado es un grave anacronismo, por un lado, y, por otro, un debate contraproducente cuando el secesionismo catalán va quemando etapas. Los comunistas lo superaron antes, incluso, de que se proclamase la Constitución de 1978”.

Han pasado casi cuarenta años de aquel pleno ampliado del Comité Central del PCE y podríamos especular sobre en qué medida se han cubierto las expectativas que se generaron en torno a la idea de una España más inclusiva, más abierta, más plural, más amable con sus ciudadanos. Ahora, lo que es ahora, sabemos [cuanto menos desde la periferia] que vivimos en una España que se reconoce mayoritaria y casi agresivamente monolingüe, que no sabe valorar su riqueza y su complejidad cultural, que es gobernada con mayoría absoluta por un partido que se mofa de los muertos republicanos que todavía están en las cunetas y que tiene como objetivo educacional españolizar a los niños catalanes [y valencianos, y vascos, y mallorquines, y gallegos, claro].

El problema, pues, no solo son la bandera o el himno. El problema real, de fondo, es lo que representan: una realidad compleja y tozuda que no puede ser abordada y resuelta exclusivamente desde la racionalidad política, como se está intentando hacer de nuevo ahora. Como dicen J. Romero y A. Furió en la presentación de su Historia de las Españas, muchas de estas cuestiones se alojan en el cuadrante de las emociones. Quizá por ello, alguien podría responder hoy día a Pedro Sánchez o a José Antonio Zarzalejos, por citar solo dos nombres, en paralelo con lo dicho por aquel anciano comunista hace cuarenta años: señores, hablan ustedes muy bien, pero no les entiendo.




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