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Coca-Colas, Marlboro y niños muertos en playa

OPINIÓN de Pura María García.- Hace tan solo dos semanas, en una playa turca, aparecía muerto AYLAN KURDI. No era el único niño muerto que dejaba su rastro negro sobre el agua: su hermano perdió la vida de la misma, e intolerable forma.

Su cuerpo inerte estaba sobre la arena, dándonos la espalda, con el mismo gesto que Europa, y nosotros, repetimos cada día, desde hace mucho, cuando giramos la cara para fingir que no sabemos, que no vemos, que ignoramos la injusticia y la crueldad que se adhiere, y lastra mortalmente, a los pies de quienes huyen de la muerte.

En los días en que los titulares construían la existencia de Aylan, quien necesitó la muerte para dejar de ser uno de los invisibles e ignorados de Europa, aparecían junto a su fotografía anuncios, repetidos por enésima vez, de niños como él, pero vestidos con sudaderas de marca, mochilas sofisticadas y sonrisas tan artificiales como ridículamente impersonales. Ellos, los niños que se manipulan como modelo de niños de Europa, practicaban el absurdo, cansino y consumista momento de la vuelta al cole. Aylan se mostraba de espaldas, con sus pequeñas manos vacías, vacías incluso de arena, vacías incluso de nada.

Muchos observamos la fotografía con los ojos entreabiertos, con esa mirada que es la traducción en el cuerpo de una huida que no puede hacerse con los pies, pero se hace ingenua e inútilmente con la mirada. Muchos lo hicieron tapándose la boca con la mano, en un intento de ahogar entre los dedos una exclamación de ira, rabia, incomprensión o conmoción. Muchos cubrieron su boca, ignorantes de que ese gesto también denota nuestro servilismo a una sociedad que nos ha ido domesticando hasta hacernos creer que expresar, expresarnos, es un rasgo de debilidad, de humanidad que no podemos permitirnos. Muchos, todos, de un modo u otro, nos quedamos a medio camino de hacer, reaccionar y sentir como Aylan y la situación requerían.

Los niños están a un lado y a otro de los conflictos armados, un eufemismo absurdo de la palabra GUERRA y GENOCIDIO. Son soldados, empuñando un arma cargada, por adultos, de manipulación sobre su aún tierna e inexistente conciencia y son muertos, cuerpos mutilados, rostros convertidos en las silabas de la palabra guerra. Y somos nosotros, los adultos, quienes hemos colocado a cada uno de esos niños en un lado u otro de la guerra, de la muerte.

En los últimos 10 años, han sido asesinados en guerras y conflictos, unos 2 millones de niños. Más de 4 millones malviven con minusvalías y secuelas en su cuerpo; más de 12 millones de niños intentan sobrevivir, errantes, lejos de un hogar que ya han perdido; más de 1 millón intentan aprender a ser huérfanos y a vivir sin la mínima esperanza y más de 10 millones de niños sufren traumas psicológicos de importancia considerable.

La foto de Aylan tuvo el eco que tiene cualquier noticia en este mundo nuestro que ha sustituido las entrañas por bolsillos y tarjetas visa, un eco tan inmediato como efímero e hipócrita, sostenido a duras penas en el tiempo: dos semanas. Las dos semanas necesarias para autoengañarnos y creer que en nuestro ADN permanece aún el gen de la solidaridad y el de la reacción ante la injusticia, el tiempo justo para que, tras él, vuelvan los anuncios de la vuelta al cole, la auto hipnosis de la liga de futbol, la moda otoño invierno, las campañas para que compremos un buen coche para huir de nuestras miserias y las que tienen como objeto sembrar el odio entre nosotros y el despertar del puto sentido patrio.

Nosotros, desde Europa, no vemos heroicidad ni valentía a ese tener que abandonar su casa para sobrevivir. No vemos mérito alguno en sus vidas, al contrario, decimos en voz alta que “son personas normales, ingenieros, abogados, profesores…” y se nos ve el plumero ¿necesitamos insistir en su normalidad porque en el fondo les creemos delincuentes y escoria?

Los padres de Aylan, y miles de padres como ellos, no viajan, huyen eligiendo una de las dos únicas opciones que para ellos hay en la ruleta rusa que les apunta, por obra y gracia de los señores que se enriquecen con las guerras: morir en su tierra en guerra o morir en un viaje temerario y suicida. Los padres de Aylan, y los padres como ellos, no viajan, buscan la mínima supervivencia. Navegan en barcazas no para invadirnos, como hemos hecho nosotros en su tierra, sino para buscar la libertad, la innegociable libertad a la que tienen indiscutible derecho.

Mientras, nosotros, en Europa, como gilipollas, bebemos cocacolas y fumamos malboro (para sentir un instante fugaz de estúpida “libertad”…















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