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Acabada la maratón, ¿habrá que seguir corriendo?

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- El 6 de marzo de 2015 comenzó la campaña electoral para las elecciones andaluzas que se celebraron el día 22. Tras éstas, vinieron otras tres convocatorias electorales: las locales y autonómicas [en mayo], la de Catalunya [en septiembre] y las Legislativas [en noviembre]. 2015 fue una maratón para todos, para los ciudadanos, para los aparatos de los partidos y para los políticos en general. Transcurridos dos meses y medio desde las de noviembre, tras los dos intentos fallidos de Pedro Sánchez para constituir gobierno, se corre el riesgo de tener que decirle a la ciudadanía dos cosas: 1) no saben ustedes votar, así que tendrán que repetir el proceso; 2) señoras y señores, ustedes creerían que se había acabado la maratón [electoral], pues no: tienen que seguir corriendo.


Nadie, ningún partido quiere elecciones, pero en su incapacidad de pacto encastillados en sus propios intereses, en su empeño en no transigir para que nadie les acuse de traicionar esencias, pudiera ser que, unos por otros, nos viéramos convocados a las urnas a finales de junio.

Ese inmenso esfuerzo, ese derroche absurdo de energías, además, apenas serviría de nada. No hay ningún analista que sostenga la idea de un posible vuelco electoral que simplificara la aritmética parlamentaria. No es previsible un incremento de votos al PP, antes al contrario con un cadáver como candidato; más bien cabe imaginar que prosiga un lento transvase de su capital electoral hacia Ciudadanos. No está fundada la idea de una alteración sustantiva de la correlación de fuerzas entre el PSOE y Podemos: el férreo marcaje de la cúpula conservadora del partido puede perjudicar el tirón de liderazgo que ha conseguido Pedro Sánchez, por una parte; mientras que por otra, la intransigencia, la soberbia y las puestas en escena discutibles de Pablo Iglesias pueden restarle apoyos en el sector menos radical de sus votantes. Finalmente, nada hace pensar en cambios sensibles en el apoyo a los partidos de fuerte implante regional: ni los nacionalistas vascos o catalanes, ni ERC, ni Compromís, ni las Mareas gallegas. Conclusión: unas nuevas elecciones podrían ser un largo, extenuante y carísimo [en todos los sentidos, también el económico] viaje a ninguna parte. Una llamada a las urnas que volviera a dejarnos en el punto en el que quedamos en diciembre de 2015.

Los políticos profesionales se dedican a eso, pero los ciudadanos tienen sus propios problemas particulares o familiares, y no se les puede pedir una atención continuada a la situación política que es la propia de un período electoral. La fatiga política puede ser muy nociva para todos, tanto más si a ella unimos la desconfianza en la capacidad de las instituciones para abordar los problemas generales, para resolver las tensiones y los conflictos sociales inherentes a una sociedad compleja como la nuestra.

Estos dos últimos meses han sido políticamente agotadores. La tensión partidaria ha estado y está muchos puntos por encima de lo aconsejable. Ha habido debates y confrontaciones de buen nivel que han servido para percibir con nitidez las virtudes y los defectos tanto de las fuerzas políticas como de sus dirigentes más visibles. También se han vivido situaciones que mejor hubiera sido evitar. Los insultos y las descalificaciones que en ocasiones se prodigan los profesionales de la política no son fáciles de digerir por los ciudadanos comunes; acusaciones y ofensas que en la vida real de cualquiera son muy serios, parece que son moneda corriente en la esfera política, lo que genera el distanciamiento de aquellos que no comprenden esas dinámicas. La corrupción, desbocada y golpeando particularmente al Partido Popular, acusado desde la fiscalía de ser una asociación criminal no hace sino ahondar el alejamiento de los electores.

¿Qué pueden hacer los partidos ante este escenario tan poco halagüeño? Pues todo el mundo lo sabe: aceptar que los ciudadanos les dieron en diciembre pasado un sudoku difícil, que no puede ser resuelto de la forma que hasta hoy era habitual: con pactos sencillos. Se imponen, pues, dos cosas: realismo e innovación. Sin ellas, el resultado está cantado. Y es malo.

PSOE y Ciudadanos van a negociar conjuntamente con el resto de las fuerzas políticas el apoyo o la abstención para conseguir investir a Pedro Sánchez y constituir, así, un ejecutivo en minoría que habría de recurrir más adelante a pactos de geometría variable para desarrollar su acción de gobierno. Es más que razonable esa decisión. No podría ser de otra forma, si quieren tener un nivel de eficacia deseable. El Partido Popular está y estará en coma inducido mientras no se deshaga de Rajoy, como Albert Rivera les ha dicho con una claridad que ha sorprendido a muchos. Podemos no puede entrar en ese gobierno por razones obvias y de coherencia, pero sí podría convertirse en la oposición de izquierdas, y con su capacidad de diálogo con las fuerzas periféricas jugar un papel de envergadura que, objetivamente, redundaría en su afianzamiento como fuerza política de gobierno a futuro.

Los soberanistas catalanes, por su parte, tienen su propio plan de ruta, pero su mayoría en el Parlament de Catalunya es frágil. Quizá debieran evaluar la solidez de su posición actual ante un hipotético cambio en la correlación de fuerzas en Madrid, o también del agotamiento de su gente. De la misma manera, los españolistas que no quieren ver la fuerza social del nacionalismo del Principat, debieran reflexionar sobre esa posición tan castiza del sostenella y no enmendalla. Algunas cosas importantes han cambiado en Cataluña, y no querer verlas es entre infantil y suicida.

En cualquier caso, cada cosa a su tiempo. Que ya se ha perdido bastante. Lo primero es conseguir constituir un gobierno viable que no será el que le gustaría a ninguna fuerza política concreta. Para ello, los convocados a discutir, a negociar y, en su caso, a pactar, debieran tener una cosa clara: deben respetar a los ciudadanos, y no les pueden decir que no han sabido votar y que tienen que volver a hacerlo.

A un maratoniano que ha llegado a meta, los jueces de carrera no pueden pedirle que siga corriendo cuarenta y dos kilómetros más.







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