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Conflicto: sustantivo femenino plural

OPINIÓN de Degender Communia.- Fue un movimiento internacional de mujeres el que animó la jornada del pasado 8 de marzo. Un largo recorrido, iniciado en distintos momentos y que conoció una verdadera escalada en el último año. Del movimiento Yo decido, en el Estado español, por el derecho al aborto, pasando por las huelgas que en otoño paralizaron Polonia y Argentina, a la oceánica manifestación fucsia al día siguiente de la elección de Donald Trump. Imponentes manifestaciones de mujeres (y no solo) contra la violencia machista y patriarcal, entendida como una de las marcas más significativas que las relaciones de poder de nuestro tiempo dejan en los cuerpos. La naturaleza estructural de la violencia es el terreno de reconocimiento mutuo y de ahí nació la primera flor de este movimiento. No por esto la cuestión de la violencia patriarcal parece abstraerse de las condiciones de vida materiales, de la crítica de la esfera de la producción y de la reproducción social.

En efecto, en las plataformas de casi todos los 59 países del mundo que recogieron el llamamiento a la huelga internacional de mujeres del 8 de marzo, la cuestión de la violencia quedó definida en su profunda imbricación con las condiciones socioeconómicas de los respectivos países y, en particular, con la condición específica de la mujer. Una condición que no se reconstruye a través de la búsqueda de una identidad universal, y menos aún mediante sustracción y balcanización de las identidades particulares, sino que, por el contrario, se caracteriza por la capacidad de acumulación positiva de identidades y reivindicaciones, de exigencia de derechos siempre en términos inclusivos y extensivos a partir, como es natural, de la condición y de las necesidades de las mujeres.

Este movimiento está demostrando, en suma, una vocación transversal y al mismo tiempo universal, acogedor desde el punto de vista de las reivindicaciones hasta el punto de incluir las reivindicaciones de derechos para aquellas mujeres, como las migrantes, que todavía pugnan por reconocerse como sujetos. El reconocimiento de la existencia de una enorme cantidad de mujeres que trabajan en condiciones serviles y de semiesclavitud y la reivindicación para ellas de los derechos de ciudadanía y al trabajo, es en efecto una realidad en muchísimos países. Aunque no se observe de momento una presencia organizada de mujeres migrantes en los movimientos, se entiende de un modo difuso que no puede existir una liberación y una emancipación tan solo parciales.

¿Qué nos enseña la huelga del 8 de marzo?

Una huelga global y social. Este ha sido el rasgo más evidente de la movilización en Italia y en el mundo. Con la particularidad de que ha arrebatado a los sindicados la “exclusiva” de la convocatoria. En Italia, tantísimas siglas sindicales de base han aprovechado después la oportunidad y han intentado organizarla en los lugares de trabajo. Y mientras parece completamente inútil y extraño a los procesos sociales concretos el nacimiento ya casi cotidiano de presuntos sujetos políticos de izquierda, así como algunas manifestaciones y movilizaciones concebidas de modo totalmente identitario, los sujetos sindicales que han sabido aprovechar la oportunidad de esta huelga han demostrado cómo pueden convertirse en un instrumento útil para un conflicto social más amplio y autónomo. En cambio, las organizaciones políticas y sindicales que no quisieron percibir la importancia de aquel movimiento y que lo criticaron e incluso boicotearon, hicieron una elección precisa: decidieron negar la posibilidad del conflicto social por la liberación y la plena autodeterminación de las mujeres.

El movimiento feminista forma parte de una batalla general

La crisis de la deuda, el recorte del Estado de bienestar y de los derechos asociados a la salud y la reducción de los salarios generan otras formas adicionales de violencia contra las mujeres. En un momento en que la feminización se ha convertido en una condición normal del trabajo, las mujeres siguen situándose en la escala más baja entre la población explotada en términos de precariedad, vulnerabilidad y bajos salarios. Los datos sobre las diferencias salariales de género demuestran, en efecto, cómo estas siguen siendo muy altas en Europa y en el mundo; del mismo modo que el acceso a la promoción y la segregación sexual del trabajo todavía constituyen un factor importantísimo.

La huelga del 8 de marzo puso en el centro del análisis los mecanismos que someten la esfera de la reproducción social a las exigencias de la acumulación capitalista. Consiguió abarcar el trabajo productivo y también el reproductivo, el trabajo formal y el informal. Apuntó con el dedo contra la “cadena global del cuidado” como paradigma de los mecanismos de acumulación capitalista. Nos hallamos, en efecto, tanto ante una división entre trabajo reproductivo y trabajo productivo, que atribuye el primero como deber no retribuido a las mujeres, como a una jerarquía dentro de la fuerza de trabajo por la que el género sirve para diferenciar sectores laborales masculinos y femeninos y en la que el trabajo femenino está generalmente menos remunerado.

Esta subordinación también es posible a causa de una devaluación de las mujeres en el plano cultural y simbólico, que da pie a una serie de violencias: sexual, doméstica, económica y obstétrica, incluida la mercantilización de su cuerpo en los medios de comunicación. La vida de las mujeres, por lo que se ve, vale menos que el celo con que los títulos de los diarios justifican los feminicidios. De ahí el lema de “si mi vida no vale, me paro y no produzco”. El plano cultural y el de la explotación están relacionados y la violencia es el instrumento que encadena a las mujeres en una condición subordinada.

En el plano de la raza encontramos un mecanismo análogo que, cuando se enlaza con la condición social de las mujeres, determina diversos niveles de opresión que, por ejemplo, han llevado históricamente a las mujeres negras a separarse del feminismo de las mujeres blancas y burguesas. En este punto, el necesario reconocimiento de las identidades específicas y de las formas de opresión particulares corre el riesgo de generar una excesiva fragmentación, alejándose así del plano universal en que debe situarse necesariamente. La “cadena global del cuidado” es el ejemplo perfecto de este plano universal: las mujeres blancas de los países de capitalismo avanzado, empleadas en el trabajo formal, utilizan a mujeres de extracción social inferior o migrantes para llevar a cabo el trabajo de cuidados que ellas no pueden desempeñar por falta de tiempo o porque se considera inapropiado para una “mujer de carrera”. A su vez, las trabajadoras del cuidado en los llamados países occidentales se ven obligadas a delegar ese mismo trabajo para sus familias en otras mujeres que permanecen en el país de procedencia.

La demanda de justicia retributiva debe implicar por tanto también la exigencia de eliminación de las diferencias basadas en el género y en la raza. Para ello debemos concebir el movimiento con un enfoque transformador que, a partir de las identidades, sepa deconstruirlo para tender a la superación del género, un poco como el socialismo es una tensión para la superación de las clases. Debemos poner en tela de juicio del capitalismo como estructura que genera injusticias, colocando en el centro la transformación de las relaciones de producción y la superación de la división en clases, aspirando a reestructurar las relaciones de reconocimiento y difuminando o eliminando las diferencias entre los grupos.

Por eso no nos interesa el esencialismo feminista, con su sororidad universal, pues queremos favorecer la construcción de alianzas políticas y sociales del movimiento feminista con todos los sectores del mundo del trabajo. Las identidades no deben considerarse fijas y eternas, sino históricamente determinadas y establecidas. Y el conflicto parte de su reconocimiento, pero al mismo tiempo es el instrumento más eficaz para transformarlas. Por esto debemos insistir en la centralidad del conflicto, a través del cual se transforman las identidades. La concreción y eventual aprobación del Plan Feminista Antiviolencia constituye, desde el punto de vista del movimiento, el medio necesario y no el fin. Medio porque permite combinar una serie de puntos y líneas maestras que representan un imaginario feminista contrapuesto al existente. Sin embargo, cada uno de los puntos que plantea corre el riesgo de quedarse en papel mojado si este proceso no viene acompañado de otro.

Por ello es preciso repensar el universalismo en términos inclusivos, dinámicos y autotransformadores. Analizar el capitalismo dentro de los límites que ello impone a la realización de una sociedad en la que el género y la orientación sexual ya no sean fuentes de jerarquías sociales. El feminismo cuya necesidad sentimos debe tener también la capacidad de pensarse como parte de una batalla más general, que sitúe en el centro la cuestión de los derechos sociales y civiles, contra la austeridad y el paro, pero que al mismo tiempo luche contra la instrumentalización nacionalista e islamófoba de la idea de la liberación de la mujer, impulsada por las políticas criminales de la Unión Europea y de Italia en detrimento de las y los migrantes.

A mediados de marzo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dictó sentencia sobre los recursos de mujeres musulmanas (uno en Bélgica y otro en Francia) en torno a la posibilidad de presentarse en el lugar de trabajo con la cabeza cubierta en observancia de su religión. En su sentencia, el tribunal afirma que “una norma interna que prohíbe ostentar de un modo visible cualquier signo político, filosófico o religioso no constituye una discriminación directa”. Así, las empresas pueden prohibir que sus empleados puedan llevar prendas que sean “signos religiosos”, como el velo islámico. Esta resolución del tribunal europeo es el último de una serie de decisiones que, en los últimos años, han constituido verdaderos actos de violencia contra las mujeres migrantes, privadas de la posibilidad de elección y de autodeterminación.

Una batalla, esta, demasiado a menudo combatida en nombre de una supuesta defensa de la libertad de las mujeres, que ha llevado incluso a una serie de feministas y feminismos a alinearse con el Estado y a favor de políticas nacionalistas, permitiendo de este modo utilizar cierto discurso feminista como justificación de medidas y políticas colonialistas, fenómeno que Sara Farris denuncia como “feminacionalismo” en su texto “Femonationalism and the ‘regular’ army of labor called migrant women” (History of the Present, vol. 2, n.º 2, 2012, pp. 184-199).

Estos temas, así como la lucha contra el al decreto Minniti, que restringe todavía más el alcance ya extremadamente exiguo de los derechos de las y los migrantes, son temas y luchas feministas, porque afectan de cera a las condiciones de vida de millones de mujeres que a menudo veremos junto a nosotras en nuestra lucha, pero a las que nos cuesta dirigirnos. Una dificultad debida a una lectura equivocada de lo que significan, en términos de marginación y criminalización, medidas legales de este alcance, que socavan en la base la posibilidad de tener derechos en el plano laboral, político y de ciudadanía.

Al feminismo falsamente universalista, que no duda en aliarse con la islamofobia y el racismo, que contribuye a marginar y acallar las voces de las mujeres migrantes, debemos contraponer otro tipo de feminismo que, entre otras cosas, incluya la crítica antirracista y acoja también a las mujeres migrantes como parte integrante de los procesos de transformación.

28/03/2017

http://www.communianet.org/gender/conflitto-sostantivo-femminile-plurale

Traducción: VIENTO SUR




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