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Tristeza y vértigo por la desazón generalizada: nadie tenía Plan B

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- Es domingo y el sol ha vuelto a salir, como ayer, a pesar de un día tan turbulento como el viernes, aquel en el que el Senado de España aprobó aplicar el punitivo artículo 155 de la Constitución después que la mitad del Parlamento de Cataluña declarara la independencia. Está claro que el sol va a la suya, que no siente ni padece, que ni se irrita ni se asusta por lo que vivimos el viernes.

Otra cosa son las personas. Estas si experimentan sentimientos y sensaciones, y creo no engañarme si afirmo que son más que muchas las que a raíz de lo que pasó el viernes 27 estamos a estas alturas afectadas por un sentimiento de tristeza y por una sensación de vértigo. Aún más, algunos nos hemos quedado sin respuesta, resultando de ello una evidencia: que tampoco nosotros teníamos un Plan B.

La tristeza, entiendo, es la consecuencia propia de quien ha experimentado un fracaso, una pérdida, una decepción. El vértigo, a su vez, es una especie de angustia, una cierta sensación de asfixia, un hormigueo de miedo, incluso de pánico, resultante de la incertidumbre de un peligro no necesariamente explícito. Padecemos por ser conscientes del fracaso rotundo e indiscutible de la política y de los políticos que nos representan como ciudadanos. Padecemos por el vértigo de haber entrado en un terreno nunca pisado, un territorio en el que no se sabe muy bien qué puede pasar y del que no sabemos salir.

A estas alturas, al parecer, desde el nacionalismo catalán se ha hecho lo que a su juicio estaban obligados a hacer, obedeciendo, afirman sin descanso, el mandato del pueblo de Cataluña. Más allá de cuán discutible es la supuesta orden emitida el 1 de octubre, el abuso del concepto de pueblo resulta más que preocupante. Quién es el pueblo? Quien no forma parte de ese pueblo? Es fácil deducir que para el núcleo dirigente del independentismo los ciudadanos que no son soberanistas no entran dentro del grupo pueblo de Cataluña. Cuánto avanzaríamos si en lugar de hablar de un difuso y ambiguo pueblo de Cataluña habláramos de los ciudadanos de Cataluña, como hizo cuarenta años atrás Josep Tarradellas, entendiendo por tal todos aquellos que viven y trabajan en Cataluña y quieren sentirse catalanes.

Paralelamente, desde el Senado de España también se ha hecho lo que, dice la mayoría de los senadores, estaban obligados a hacer, obedeciendo, afirman sin descanso, lo dispuesto en la Constitución de 1978. Entiendo que desde los estados mayores los partidos que han apoyado la aplicación del artículo 155 no ha habido ni visión estratégica, ni han aparecido unos líderes capacitados para abordar la situación catalana como el problema político que es, y no como una cuestión puramente legal, institucional y de orden público. Los que han dicho sí a la aplicación del artículo 155 parecen no entender que, equivocados o no, hay muchos miles de personas en Cataluña que sólo se sienten vinculados a España por imperativo legal.

Ninguno de los dos grupos -el Parlamento catalán y el Senado- transmite la idea de entender en profundidad la situación, y es bastante fácil concluir que están improvisando los movimientos sobre el tablero. Ni los dirigentes soberanistas, ni los del 155 parecen saber qué puede pasar mañana. Resistir, los primeros, ¿a la espera de qué exactamente? Decretar medidas, los segundos, es una cosa, pero ejecutarlas y hacerlas efectivas es otra. La tozudez de Puigdemont, por un lado, no está generando más que rechazos internacionales. El gobierno Rajoy, en la orilla opuesta, ya ha dejado claro hasta qué punto son torpes, destacando entre ellos el inefable ministro Zoido. Ahora es la vice presidenta quien tiene que hacerse con el control político de Cataluña, y teniendo en cuenta los antecedentes de su gestión no resulta fácil augurarle mucho éxito.

Puigdemont anuncia que él no se siente destituido, y Rajoy y su gobierno quieren neutralizarlo a él y a todos quienes con él se empeñan en desobedecer el 155. ¿Qué pasará mañana? Me causa mucha desazón pensar que, en resumidas cuentas, nadie sabe qué puede pasar a partir del lunes.

Un servidor tampoco sabe hacia dónde tirar, ni qué hacer. Afortunadamente, no soy ciudadano de Cataluña y, por tanto, no tengo que resolver nada vital ante la aplicación del 155. Como funcionario del Estado no me veo entre la espada y la pared, como si se verán miles de funcionarios catalanes mañana mismo.

Me pregunto, sin embargo, ¿qué haría yo si viviera en Cataluña? Y no encuentro una respuesta firme y clara. He quedado huérfano de referencias. Ni estoy de acuerdo con la DUI ni con el 155, pero no sé dónde estoy realmente, ni qué debería hacer. La posición que yo defendía caducó el viernes a mediodía en Barcelona.

Es cierto que el sol ha vuelto a salir hoy domingo, pero lo veo con la desazón de quien se siente superado por una realidad tozuda y, parece, irresoluble; una realidad que me mantiene dentro de un callejón oscuro y estrecho del que no sé cómo salir. Eso sí, no estoy solo y algo parece evidente en estos momentos: nadie tenía Plan B.




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