OPINIÓN de Gisela Brito.- 2018 es un año clave en la historia política de Colombia. El próximo 27 de mayo el país concurrirá a las urnas en una contienda presidencial histórica por ser la primera del posconflicto. Para comprender el contexto de esta elección clave es preciso tener en cuenta cuatro elementos fundamentales que caracterizan la política colombiana y ordenan la competencia electoral:
Élites. El sistema político colombiano presenta una alta concentración del poder en un reducido grupo de familias tradicionales, una élite cerrada y socialmente homogénea. A diferencia de sus vecinos Ecuador y Venezuela, y de la mayor parte de los países de la región, en Colombia nunca se produjo un proceso emancipador en el que las élites se vieran forzadas a abrir espacio a las demandas de los sectores populares para incluirlas en su proyecto de país. Lo que más cerca estuvo de eso fue la emergencia del liderazgo popular de Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en 1948, cuando era candidato presidencial, desató el ciclo de violencia que recién ahora comienza a cerrarse. Por el contrario, los mismos apellidos se repiten de generación en generación ocupando los espacios de máximo poder político, totalmente vedados para el resto de la población. Eso explica que a pesar del ciclo de crecimiento de la economía y de la estabilidad democrática, Colombia sea el segundo país más desigual en la región más desigual del mundo.
Abstención. El reverso de tal concentración de poder en pocas manos es el desencanto estructural de la ciudadanía colombiana con la política. Las instituciones colombianas atraviesan una crisis de legitimidad de larga data, que se expresa en datos contundentes: tres de cada cuatro colombianos se declaran insatisfechos con el funcionamiento de la política en su país[1], nueve de cada diez tienen una opinión negativa sobre los partidos políticos y cinco de cada diez se declaran “apolíticos”[2]. Existe una mayoría silenciosa de ciudadanos que no se siente interpelada o que encuentra obstáculos para participar de los procesos electorales. En las últimas seis elecciones presidenciales fueron más los electores que no acudieron a las urnas que los que sí lo hicieron (en promedio el 46 %). Sumado a ello, el Estado colombiano no tiene capacidad plena de garantizar los derechos políticos de líderes sociales y dirigentes políticos, y tampoco el derecho al sufragio a todos los ciudadanos, como lo viene documentando la Misión de Observación Electoral (MOE) en reiterados informes. Asesinatos de líderes sociales y dirigentes políticos se suman a otros hechos de violencia registrados en la campaña electoral, entre ellos, el atentado que sufrió el candidato Gustavo Petro en la ciudad de Cúcuta [3]
Un factor clave de la política colombiana es el miedo y los significantes construidos en torno al conflicto armado.
Maquinarias. La competencia electoral está dominada por redes clientelares que administran el poder político. En buena parte del territorio, los partidos funcionan principalmente como “sellos” para avalar candidaturas y como el sostén económico de cacicazgos locales que manejan discrecionalmente el acceso a los cargos. Son las famosas “maquinarias” de los partidos políticos. Pero en Colombia ese concepto no alude sólo a las estructuras organizadas de los partidos en los territorios y su capacidad para movilizar el voto con sus militantes de base. Maquinaria es un eufemismo para referirse al engranaje de compra de votos y reparto de cargos a través de otras prácticas fraudulentas que están demasiado naturalizadas entre analistas y medios de comunicación dominantes.
En mayo el “voto de maquinaria” tendrá un peso relevante que no se ve reflejado en los sondeos. Los resultados de las legislativas dejan algunas pistas al respecto. No obstante, ese peso debe relativizarse en tanto en cuanto presidenciales y legislativas no son elecciones de naturaleza equiparable. Mientras que en las segundas, el vínculo directo en el territorio hace que la transacción sea más efectiva -ya sea por una coacción más controlada o por promesas de mejoras locales que afectan el día a día de los electores-, en las presidenciales es esperable que los electores definan su voto en función de otros factores.
Violencia. Un factor clave de la política colombiana es el miedo y los significantes construidos en torno al conflicto armado. Las etiquetas ideológicas han sido históricamente utilizadas por las élites colombianas para incidir negativamente en la demarcación de las identidades políticas. En particular, la etiqueta de la “izquierda”, que a lo largo de las últimas siete décadas ha servido para estigmatizar las ideas progresistas ubicándolas todas en una cadena de significantes negativos (izquierda-guerrilla-violencia-Venezuela-castrochavismo-populismo-miedo) que han mostrado una alta efectividad para expulsar del espacio público los debates fundamentales de la democracia colombiana. Eso no implica que no aniden en la sociedad ideas y valores progresistas[3]. La colombiana no es “una sociedad de derecha”, como difunde habitualmente el mainstream politológico. Lo que hay es una orfandad política de ese espectro ideológico que, hasta ahora, no ha encontrado cómo articularse en una identidad política que lograra sortear el estigma de la violencia. Y es que en Colombia la violencia ha sido el gran disciplinador social utilizado para eliminar la diferencia, de manera tal que la crítica a lo establecido equivale a situarse en una zona de peligro físico y estigma social.
A partir de Álvaro Uribe, el miedo a la guerrilla y a la izquierda fue mutando e imbricándose con el miedo al “castrochavismo”, concepto acuñado por el expresidente para referirse al vecino país, Venezuela y que en la práctica sirve para trazar una frontera política y englobar todo un conjunto de ideas de lo que resulta no deseable para Colombia: desde el socialismo y el comunismo hasta la crisis migratoria que afecta la frontera colombo-venezolana, pasando por la guerrilla y sus supuestos planes ocultos para alcanzar el poder. El castrochavismo tiene la potencia de la sencillez. Sirve para explicar y justificar que todo lo que no es uribismo es malo, oscuro, diabólico. En torno a estas ideas Uribe construyó y sostiene su liderazgo. Su discurso caló tan hondo que en cada elección los candidatos tienen que pasar el filtro del “castrochavismo” y explicar si sus propuestas programáticas traerán o no esta desgracia a Colombia.
Una elección clave
En toda contienda electoral existen temas clave, ejes que ordenan el campo de la disputa. Esta será la primera elección de la Paz. Por primera vez el fantasma de la guerra no estará presente de manera explícita en una contienda electoral presidencial, pero los ecos de la guerra aún siguen resonando: el conflicto con el ELN continúa abierto y la implementación de los acuerdos con las FARC-EP no está garantizada. Y es que la firma de la paz no desactiva por sí sola los mecanismos disciplinadores vigentes en la sociedad colombiana. El miedo caló demasiado hondo en las percepciones de la ciudadanía: todavía hoy, el 64 % de los colombianos piensa que la mejor estrategia para acabar definitivamente con la guerrilla no es la salida negociada sino la derrota militar. En el caso de Venezuela, más de la mitad cree que Colombia está en riesgo real de convertirse en “otra Venezuela”.
Sobre esa base es que la derecha colombiana acumula décadas de experiencia en estructurar campañas electorales en torno al miedo y la violencia como mecanismo efectivo para eludir, en el debate electoral, los fracasos sociales de un modelo económico excluyente y de un sistema político carcomido por la penetración del crimen organizado.
La fuerte polarización a la que se orienta esta contienda electoral favorece a priori a los abanderados de la guerra, porque su campo electoral es tradicionalmente más amplio que el de la izquierda. Pero también es el contexto más propicio para el crecimiento de la candidatura de Gustavo Petro. Frente a ello, la derecha intentará colocar el eje de la disputa en el miedo al avance del progresismo, y centrará la campaña, como acostumbra hacer, “en contra de” y no a favor de un proyecto propio.
“Petro nos da miedo” [4]. En esta campaña Uribe y su candidato buscan situar a Petro como “un peligro para Colombia”, apuntando nuevamente al miedo como factor movilizador del electorado. La estrategia de los sectores conservadores es apelar al alto índice de rechazo que genera una candidatura de izquierda para impedir que el exalcalde de Bogotá pase la primera vuelta. Para ello, los sectores conservadores tienen plan A y plan B, Duque y Vargas Lleras. Uno apoyado por Uribe, y el otro por el partido del presidente Santos. El escenario ideal para la derecha sería repetir el del 2014, con una segunda vuelta entre ambos sectores. En ese caso, el factor miedo podría volverse nuevamente en contra del uribismo forzando a buena parte de los votantes a elegir “el mal menor” para seguir perpetuando una alternancia lampedusiana que permite una formidable estabilidad en la dominación de las élites colombianas.
Gustavo Petro será por segunda vez el candidato presidencial del universo de la izquierda, luego de ser ratificado en la consulta del 11 de marzo en la que enfrentó al exalcalde de Santa Marta. Lo significativo no es tanto el resultado de la consulta sino el caudal de votos que Petro obtuvo y que fortalecen su posicionamiento de cara a la primera vuelta. A casi tres meses de las elecciones, consiguió 2.849.331 votos. Ese caudal de votos representaría alrededor de un 19 % de en la elección de mayo, considerando el padrón actual y bajo el supuesto de que la participación se ubicara en el promedio histórico del 44 %. Si a eso se suman los votos que obtuvo su contendiente en la consulta, el porcentaje base de apoyos para la opción progresista podría ubicarse alrededor del 23 %, similar a la máxima votación obtenida por una candidatura de izquierda en la historia colombiana, la que alcanzó Carlos Gaviria en 2006, cuando Uribe fue reelecto en primera vuelta. Todos los sondeos recientes ubican a Gustavo Petro como un candidato competitivo con altas probabilidades de pasar a segunda vuelta.
En el contexto de Colombia, el sólo hecho de que un candidato como Gustavo Petro pase a segunda vuelta constituiría una hazaña electoral y política.
Política de la vida vs. política de la muerte. La campaña del exalcalde de Bogotá pugna por instalar como eje de la elección el sentimiento anti-establishment de los ciudadanos comunes contra las élites. En su relato, el Estado colombiano está cooptado desde siempre por una élite corrupta que bloquea el desarrollo, privilegiando los intereses económicos de una minoría que mantiene al país sumido en la exclusión.
Petro es un candidato atípico en términos de los “manuales de moda” del marketing político. Lejos de discursos y performances prefabricados, Petro asume el rol de candidato-profesor, explica la historia del país y se posiciona como un referente intelectual al estilo Melenchon o Sanders. Su campaña de infundir esperanza como antídoto al miedo está siendo profundamente efectiva en interpelar a los jóvenes. Es el contrapunto perfecto de Iván Duque, siempre impostado y sujeto al guion de su padrino político.
En sus discursos, Petro asocia violencia a desigualdad social, y reemplaza el eje izquierda-derecha, que no le resulta favorable, por el de política de la muerte versus la política de la vida. Así confronta la política de la élite tradicional con la que propone una “Colombia Humana” -tal el nombre de su movimiento- donde introduce fuertemente la agenda medioambiental para un modelo de desarrollo sostenible. Para contrarrestar su asociación en el imaginario al fantasma “Venezuela/castrochavismo”, se desmarca buscando igualar los resultados del modelo extractivista venezolano con la propuesta económica de las élites colombianas.
En el actual contexto de deslegitimación de las instituciones, Petro representa y canaliza el sentimiento de hartazgo generalizado con la política tradicional colombiana. Tras sufrir un atentado durante un acto en la fronteriza ciudad de Cúcuta, su gira nacional no se aminoró, sino que parece tomar cada día más impulso en las plazas públicas de todo el país. En cada acto de fondo se escucha el cántico de las multitudes desafiando a las maquinarias: “a mí no me pagaron, yo vine porque quise”. Acto tras acto, Petro alimenta la retórica épica de lucha ciudadana contra el poder político de las élites.
En el contexto de Colombia, el sólo hecho de que un candidato como Gustavo Petro pase a segunda vuelta constituiría una hazaña electoral y política. Para crecer, su principal desafío de aquí en adelante será lograr movilizar el voto joven para sacarlo del abstencionismo y atraer al segmento de potenciales votantes que comparte con el exgobernador de Antioquia, Sergio Fajardo. Se trata del segmento de electores con una opinión positiva de Petro y que podrían llegar a votarlo, pero que a la hora de elegir se inclinan por el antioqueño. A ese objetivo se orienta la elección de Ángela María Robledo, actual diputada del Partido Verde y de perfil progresista, como fórmula presidencial de Gustavo Petro.
En definitiva, el crecimiento de Petro en las próximas semanas en parte depende de que Fajardo deje de aparecer como una opción viable, una tendencia que se viene observando en los últimos sondeos y que podría seguir profundizándose. Ello no es descartable, porque si bien Fajardo es el candidato a priori, mejor posicionado en términos de imagen y transversalidad del voto, su propia condición de indefinición ante temas clave y las tensiones internas en su coalición lo desdibujan y hacen esos apoyos más endebles.
En este contexto abierto, con el trasfondo de la transición hacia la paz, el crecimiento de la candidatura de Petro y el entusiasmo que genera entre los más jóvenes son un buen augurio para el progresismo colombiano y pueden abrir la posibilidad de despertar a la política a esa mayoría silenciosa que hasta ahora parece resignada. La campaña electoral termina en junio, pero la verdadera disputa política por superar el marco del miedo y la violencia apenas está comenzando.
Notas
[1] http://www.celag.org/estudio-opinion-publica-colombia/
[2] http://www.celag.org/colombia-elecciones-presidenciales-2018-segunda-encuesta-de-opinion/
[3] http://www.celag.org/colombia-2018-silencio-y-exterminio/
[4] Un interesante estudio de 2014 da cuenta de la disociación que existe entre la auto-identificación ideológica y el nivel de apoyo a ideas frecuentemente asociadas al progresismo y al conservadurismo. https://wsr.registraduria.gov.co/IMG/pdf/Ubicacion_Ideologica_de_los_Colombianos.pdf
[5] https://voces.com.co/gustavo-petro-nos-da-miedo-dijo-alvaro-uribe-velez/
Gisela Brito
Investigadora de CELAG
Élites. El sistema político colombiano presenta una alta concentración del poder en un reducido grupo de familias tradicionales, una élite cerrada y socialmente homogénea. A diferencia de sus vecinos Ecuador y Venezuela, y de la mayor parte de los países de la región, en Colombia nunca se produjo un proceso emancipador en el que las élites se vieran forzadas a abrir espacio a las demandas de los sectores populares para incluirlas en su proyecto de país. Lo que más cerca estuvo de eso fue la emergencia del liderazgo popular de Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en 1948, cuando era candidato presidencial, desató el ciclo de violencia que recién ahora comienza a cerrarse. Por el contrario, los mismos apellidos se repiten de generación en generación ocupando los espacios de máximo poder político, totalmente vedados para el resto de la población. Eso explica que a pesar del ciclo de crecimiento de la economía y de la estabilidad democrática, Colombia sea el segundo país más desigual en la región más desigual del mundo.
Abstención. El reverso de tal concentración de poder en pocas manos es el desencanto estructural de la ciudadanía colombiana con la política. Las instituciones colombianas atraviesan una crisis de legitimidad de larga data, que se expresa en datos contundentes: tres de cada cuatro colombianos se declaran insatisfechos con el funcionamiento de la política en su país[1], nueve de cada diez tienen una opinión negativa sobre los partidos políticos y cinco de cada diez se declaran “apolíticos”[2]. Existe una mayoría silenciosa de ciudadanos que no se siente interpelada o que encuentra obstáculos para participar de los procesos electorales. En las últimas seis elecciones presidenciales fueron más los electores que no acudieron a las urnas que los que sí lo hicieron (en promedio el 46 %). Sumado a ello, el Estado colombiano no tiene capacidad plena de garantizar los derechos políticos de líderes sociales y dirigentes políticos, y tampoco el derecho al sufragio a todos los ciudadanos, como lo viene documentando la Misión de Observación Electoral (MOE) en reiterados informes. Asesinatos de líderes sociales y dirigentes políticos se suman a otros hechos de violencia registrados en la campaña electoral, entre ellos, el atentado que sufrió el candidato Gustavo Petro en la ciudad de Cúcuta [3]
Un factor clave de la política colombiana es el miedo y los significantes construidos en torno al conflicto armado.
Maquinarias. La competencia electoral está dominada por redes clientelares que administran el poder político. En buena parte del territorio, los partidos funcionan principalmente como “sellos” para avalar candidaturas y como el sostén económico de cacicazgos locales que manejan discrecionalmente el acceso a los cargos. Son las famosas “maquinarias” de los partidos políticos. Pero en Colombia ese concepto no alude sólo a las estructuras organizadas de los partidos en los territorios y su capacidad para movilizar el voto con sus militantes de base. Maquinaria es un eufemismo para referirse al engranaje de compra de votos y reparto de cargos a través de otras prácticas fraudulentas que están demasiado naturalizadas entre analistas y medios de comunicación dominantes.
En mayo el “voto de maquinaria” tendrá un peso relevante que no se ve reflejado en los sondeos. Los resultados de las legislativas dejan algunas pistas al respecto. No obstante, ese peso debe relativizarse en tanto en cuanto presidenciales y legislativas no son elecciones de naturaleza equiparable. Mientras que en las segundas, el vínculo directo en el territorio hace que la transacción sea más efectiva -ya sea por una coacción más controlada o por promesas de mejoras locales que afectan el día a día de los electores-, en las presidenciales es esperable que los electores definan su voto en función de otros factores.
Violencia. Un factor clave de la política colombiana es el miedo y los significantes construidos en torno al conflicto armado. Las etiquetas ideológicas han sido históricamente utilizadas por las élites colombianas para incidir negativamente en la demarcación de las identidades políticas. En particular, la etiqueta de la “izquierda”, que a lo largo de las últimas siete décadas ha servido para estigmatizar las ideas progresistas ubicándolas todas en una cadena de significantes negativos (izquierda-guerrilla-violencia-Venezuela-castrochavismo-populismo-miedo) que han mostrado una alta efectividad para expulsar del espacio público los debates fundamentales de la democracia colombiana. Eso no implica que no aniden en la sociedad ideas y valores progresistas[3]. La colombiana no es “una sociedad de derecha”, como difunde habitualmente el mainstream politológico. Lo que hay es una orfandad política de ese espectro ideológico que, hasta ahora, no ha encontrado cómo articularse en una identidad política que lograra sortear el estigma de la violencia. Y es que en Colombia la violencia ha sido el gran disciplinador social utilizado para eliminar la diferencia, de manera tal que la crítica a lo establecido equivale a situarse en una zona de peligro físico y estigma social.
A partir de Álvaro Uribe, el miedo a la guerrilla y a la izquierda fue mutando e imbricándose con el miedo al “castrochavismo”, concepto acuñado por el expresidente para referirse al vecino país, Venezuela y que en la práctica sirve para trazar una frontera política y englobar todo un conjunto de ideas de lo que resulta no deseable para Colombia: desde el socialismo y el comunismo hasta la crisis migratoria que afecta la frontera colombo-venezolana, pasando por la guerrilla y sus supuestos planes ocultos para alcanzar el poder. El castrochavismo tiene la potencia de la sencillez. Sirve para explicar y justificar que todo lo que no es uribismo es malo, oscuro, diabólico. En torno a estas ideas Uribe construyó y sostiene su liderazgo. Su discurso caló tan hondo que en cada elección los candidatos tienen que pasar el filtro del “castrochavismo” y explicar si sus propuestas programáticas traerán o no esta desgracia a Colombia.
Una elección clave
En toda contienda electoral existen temas clave, ejes que ordenan el campo de la disputa. Esta será la primera elección de la Paz. Por primera vez el fantasma de la guerra no estará presente de manera explícita en una contienda electoral presidencial, pero los ecos de la guerra aún siguen resonando: el conflicto con el ELN continúa abierto y la implementación de los acuerdos con las FARC-EP no está garantizada. Y es que la firma de la paz no desactiva por sí sola los mecanismos disciplinadores vigentes en la sociedad colombiana. El miedo caló demasiado hondo en las percepciones de la ciudadanía: todavía hoy, el 64 % de los colombianos piensa que la mejor estrategia para acabar definitivamente con la guerrilla no es la salida negociada sino la derrota militar. En el caso de Venezuela, más de la mitad cree que Colombia está en riesgo real de convertirse en “otra Venezuela”.
Sobre esa base es que la derecha colombiana acumula décadas de experiencia en estructurar campañas electorales en torno al miedo y la violencia como mecanismo efectivo para eludir, en el debate electoral, los fracasos sociales de un modelo económico excluyente y de un sistema político carcomido por la penetración del crimen organizado.
La fuerte polarización a la que se orienta esta contienda electoral favorece a priori a los abanderados de la guerra, porque su campo electoral es tradicionalmente más amplio que el de la izquierda. Pero también es el contexto más propicio para el crecimiento de la candidatura de Gustavo Petro. Frente a ello, la derecha intentará colocar el eje de la disputa en el miedo al avance del progresismo, y centrará la campaña, como acostumbra hacer, “en contra de” y no a favor de un proyecto propio.
“Petro nos da miedo” [4]. En esta campaña Uribe y su candidato buscan situar a Petro como “un peligro para Colombia”, apuntando nuevamente al miedo como factor movilizador del electorado. La estrategia de los sectores conservadores es apelar al alto índice de rechazo que genera una candidatura de izquierda para impedir que el exalcalde de Bogotá pase la primera vuelta. Para ello, los sectores conservadores tienen plan A y plan B, Duque y Vargas Lleras. Uno apoyado por Uribe, y el otro por el partido del presidente Santos. El escenario ideal para la derecha sería repetir el del 2014, con una segunda vuelta entre ambos sectores. En ese caso, el factor miedo podría volverse nuevamente en contra del uribismo forzando a buena parte de los votantes a elegir “el mal menor” para seguir perpetuando una alternancia lampedusiana que permite una formidable estabilidad en la dominación de las élites colombianas.
Gustavo Petro será por segunda vez el candidato presidencial del universo de la izquierda, luego de ser ratificado en la consulta del 11 de marzo en la que enfrentó al exalcalde de Santa Marta. Lo significativo no es tanto el resultado de la consulta sino el caudal de votos que Petro obtuvo y que fortalecen su posicionamiento de cara a la primera vuelta. A casi tres meses de las elecciones, consiguió 2.849.331 votos. Ese caudal de votos representaría alrededor de un 19 % de en la elección de mayo, considerando el padrón actual y bajo el supuesto de que la participación se ubicara en el promedio histórico del 44 %. Si a eso se suman los votos que obtuvo su contendiente en la consulta, el porcentaje base de apoyos para la opción progresista podría ubicarse alrededor del 23 %, similar a la máxima votación obtenida por una candidatura de izquierda en la historia colombiana, la que alcanzó Carlos Gaviria en 2006, cuando Uribe fue reelecto en primera vuelta. Todos los sondeos recientes ubican a Gustavo Petro como un candidato competitivo con altas probabilidades de pasar a segunda vuelta.
En el contexto de Colombia, el sólo hecho de que un candidato como Gustavo Petro pase a segunda vuelta constituiría una hazaña electoral y política.
Política de la vida vs. política de la muerte. La campaña del exalcalde de Bogotá pugna por instalar como eje de la elección el sentimiento anti-establishment de los ciudadanos comunes contra las élites. En su relato, el Estado colombiano está cooptado desde siempre por una élite corrupta que bloquea el desarrollo, privilegiando los intereses económicos de una minoría que mantiene al país sumido en la exclusión.
Petro es un candidato atípico en términos de los “manuales de moda” del marketing político. Lejos de discursos y performances prefabricados, Petro asume el rol de candidato-profesor, explica la historia del país y se posiciona como un referente intelectual al estilo Melenchon o Sanders. Su campaña de infundir esperanza como antídoto al miedo está siendo profundamente efectiva en interpelar a los jóvenes. Es el contrapunto perfecto de Iván Duque, siempre impostado y sujeto al guion de su padrino político.
En sus discursos, Petro asocia violencia a desigualdad social, y reemplaza el eje izquierda-derecha, que no le resulta favorable, por el de política de la muerte versus la política de la vida. Así confronta la política de la élite tradicional con la que propone una “Colombia Humana” -tal el nombre de su movimiento- donde introduce fuertemente la agenda medioambiental para un modelo de desarrollo sostenible. Para contrarrestar su asociación en el imaginario al fantasma “Venezuela/castrochavismo”, se desmarca buscando igualar los resultados del modelo extractivista venezolano con la propuesta económica de las élites colombianas.
En el actual contexto de deslegitimación de las instituciones, Petro representa y canaliza el sentimiento de hartazgo generalizado con la política tradicional colombiana. Tras sufrir un atentado durante un acto en la fronteriza ciudad de Cúcuta, su gira nacional no se aminoró, sino que parece tomar cada día más impulso en las plazas públicas de todo el país. En cada acto de fondo se escucha el cántico de las multitudes desafiando a las maquinarias: “a mí no me pagaron, yo vine porque quise”. Acto tras acto, Petro alimenta la retórica épica de lucha ciudadana contra el poder político de las élites.
En el contexto de Colombia, el sólo hecho de que un candidato como Gustavo Petro pase a segunda vuelta constituiría una hazaña electoral y política. Para crecer, su principal desafío de aquí en adelante será lograr movilizar el voto joven para sacarlo del abstencionismo y atraer al segmento de potenciales votantes que comparte con el exgobernador de Antioquia, Sergio Fajardo. Se trata del segmento de electores con una opinión positiva de Petro y que podrían llegar a votarlo, pero que a la hora de elegir se inclinan por el antioqueño. A ese objetivo se orienta la elección de Ángela María Robledo, actual diputada del Partido Verde y de perfil progresista, como fórmula presidencial de Gustavo Petro.
En definitiva, el crecimiento de Petro en las próximas semanas en parte depende de que Fajardo deje de aparecer como una opción viable, una tendencia que se viene observando en los últimos sondeos y que podría seguir profundizándose. Ello no es descartable, porque si bien Fajardo es el candidato a priori, mejor posicionado en términos de imagen y transversalidad del voto, su propia condición de indefinición ante temas clave y las tensiones internas en su coalición lo desdibujan y hacen esos apoyos más endebles.
En este contexto abierto, con el trasfondo de la transición hacia la paz, el crecimiento de la candidatura de Petro y el entusiasmo que genera entre los más jóvenes son un buen augurio para el progresismo colombiano y pueden abrir la posibilidad de despertar a la política a esa mayoría silenciosa que hasta ahora parece resignada. La campaña electoral termina en junio, pero la verdadera disputa política por superar el marco del miedo y la violencia apenas está comenzando.
Notas
[1] http://www.celag.org/estudio-opinion-publica-colombia/
[2] http://www.celag.org/colombia-elecciones-presidenciales-2018-segunda-encuesta-de-opinion/
[3] http://www.celag.org/colombia-2018-silencio-y-exterminio/
[4] Un interesante estudio de 2014 da cuenta de la disociación que existe entre la auto-identificación ideológica y el nivel de apoyo a ideas frecuentemente asociadas al progresismo y al conservadurismo. https://wsr.registraduria.gov.co/IMG/pdf/Ubicacion_Ideologica_de_los_Colombianos.pdf
[5] https://voces.com.co/gustavo-petro-nos-da-miedo-dijo-alvaro-uribe-velez/
Gisela Brito
Investigadora de CELAG