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Bangladés: Así se vive en el campo de refugiados más grande del mundo

Hasina, Fátima y Mohamed son tres de los 620.000 rohingyas que sobreviven en el inmenso campo de Kutupalong-Balukhali, en el sureste del país. Aquí, la vida es muy dura: los pozos de agua escasean, hay que caminar horas para conseguir leña y los refugios son muy frágiles. La llegada del monzón ha empeorado las condiciones, pero volver a Myanmar no es una opción.


Hasina, Fátima y Mohamed son tres de las más de 620.000 personas refugiadas rohingyas en Bangladesh que ahora viven en Kutupalong-Balukhali, un inmenso campo instalado en las colinas del distrito de Cox’s Bazar.

Forzadas a huir el año pasado de la violencia extrema en Myanmar, los tres viven con sus familias en el campo 18, una parte de Kutupalong. No se conocen, pero comparten un destino incierto y una experiencia traumática vivida en el país vecino.

La vida aquí es dura y complicada, en condiciones de máxima precariedad. Así como las ciudades se dividen en distritos, lo hace también el gigantesco campo de Kutupalong-Balukhali. Formado actualmente por 22 pequeños campos, sigue creciendo a diario. Una carretera cruza el campo de norte a sur: permite que las personas puedan desplazarse y facilita la entrega de ayuda entre incontables colinas.

Ubicado en el suroeste de Kutupalong-Balukhali, el campo 18 se creó para aliviar la superpoblación existente en el este y con la previsión de que llegarán más refugiados rohingyas. Con sus caminos escarpados y serpenteados a través de hileras de refugios apretadísimos, el 18 alberga a más de 29.300 rohingyas. Es el ‘hogar’ de unas 6.500 familias, incluidas las de Hasina, Fátima y Mohamed.

Hasina: una lucha diaria

Hasina tiene 35 años y es viuda. Después de que asesinaran a su esposo en Myanmar, escapó con sus cinco hijos (dos niños y tres niñas). Algunos parientes viven en el mismo camino que ella y pueden ayudarle, pero todos los días son una lucha.

Para empezar, el punto de agua más cercano ya no funciona: Hasina tiene que desplazarse hasta otra zona para conseguir agua. También necesita leña para cocinar, pero sus hijos son muy pequeños y le asusta mandarlos al bosque a por madera.

No quedan árboles en los alrededores; para encontrar alguno se puede tardar unas tres horas a pie. Algunos rohingyas que viven en otros campos tuvieron más suerte: les dieron unas pequeñas estufas de gas. Pero no es el caso de Hasina.

La llegada del monzón solo le traerá más problemas. Le preocupa que su refugio no soporte las lluvias torrenciales y los fuertes vientos provocados. Su vivienda, como todas las demás, es pequeña y endeble. Construida a base de palos de bambú atrancados en la tierra y finos tallos tejidos a modo de paredes, está enteramente cubierta de plástico. Es el material del que disponen y que les han dado los trabajadores humanitarios.

Fátima: huir (otra vez)

Fatima Khatun vivía en el superpoblado campo 16 y fue forzada a ir al 18, más al oeste. Para ayudarle a establecerse, recibió un kit con suministros para vivienda e instrucciones de cómo armarla. Pero Fátima, también viuda, no era capaz de construir su refugio ella. Así que pidió ayuda al Maji (un líder rohingya encargado del sector del campo donde vive) y este envió a unos voluntarios para echarle una mano.






En octubre pasado, Fátima escapó a Bangladesh con sus cuatro hijos de 3, 7, 9 y 11 años respectivamente. No era su primera vez en el país: ya en 1992, huyó de Myanmar, donde las autoridades sometían a los rohingyas a trabajos forzados.

Terminó pasando dos años en un campo en Bangladesh y, cuando regresó a su pueblo de origen, comprobó que su casa había sido destruida. Su familia y ella construyeron una nueva, pero el año pasado, por segunda vez, tuvo que huir de Myanmar. Quedarse allí no era una opción.

Mohamed logra trabajar

Aunque la mayoría de las necesidades básicas de los refugiados están cubiertas, la distribución de la ayuda puede ser desigual. Así, algunos rohingyas son capaces de encontrar trabajo informal, y logran mejores condiciones de vida. Es el caso de Mohamed Eleyas, obrero.

Ahora, Mohamed trabaja a menudo. Ha podido conseguir un teléfono y, de vez en cuando, llama a su hermano. En su pueblo birmano, Mohamed era el propietario de una tienda de comestibles, pero lo ha perdido todo. Los soldados quemaron su tienda y su casa fue reducida a cenizas.






Obviamente, su casa en el campo 18 es mucho menos cómoda. Cuenta con una cocina con un horno de gas en el piso de tierra y dos cuartos, donde la única decoración es un tapete para rezar. Hay una fuente de agua cerca, una gran ventaja. En algunos campos nuevos como el 20, por ejemplo, muchas familias no son tan afortunadas y tienen que caminar lejos hasta llegar a los escasos pozos y letrinas.

Cinco hospitales, 10 puestos y tres centros 24/7

No obstante, los 22 campos que forman Kutupalong-Balukhali cuentan con varias instalaciones médicas. Aquí hemos abierto cinco hospitales, diez puestos de salud y tres centros médicos que brindan servicios en los distintos campos 24 horas al día y siete días por semana. Cuando uno de los dos hijos de Fátima enfermó, lo trajo a nuestra clónica del campo 18 para que fuera examinado. El pequeño tenía paperas.

De media, consultamos a una media de 150 personas al día. Las enfermedades más comunes son diarrea e infecciones respiratorias y cutáneas.

Asistencia médica, distribución de alimentos y artículos de primera necesidad como mosquiteras y bidones, excavación de pozos para suministrar agua… la ayuda humanitaria llega de muchas formas a Kutupalong-Balukhali, el campo de refugiados más grande del mundo. Pero se necesita mucha ayuda más de forma urgente.




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