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El arte como ejercicio de la memoria en el estallido social

OPINIÓN de Alejandra Pinto.- La Primavera de Chile, Octubre 2019, nos remite directamente a una realidad e inmanencia en la cual se ha visto expuesto el descontento ante la inequidad, la desigualdad flagrante y la injusticia neoliberal de un Chile, cuna del neoliberalismo, que ha estado en el foco del acontecer internacional.

La ignominia que cuerpos resilientes y pensantes han padecido desde que la Dictadura de Perrochet impuso a sangre y sable el imperio neoliberal, se expresó en la revuelta callejera de corte insurreccionalista que puso en jaque el silencio en el cual muchas veces fuimos cómplices y, otras tantas, activas resistentes.

En este caso, fueron jóvenes quienes se alzaron, sin el miedo atávico de quienes padecimos el horror dictatorial, para re trazar el rumbo de un devenir que el capitalismo, en su capacidad reptil de sobreponerse a sus crisis, había marcado como deriva natural de una forma que el silencio solo sacramentaba. Sin embargo, en esta lectura, resulta importante oscilar pendularmente entre el juego de dos generaciones. Por un lado, los cuerpos jóvenes, insurrectos y sin miedo; y, por otro, la racionabilidad y los argumentos de cuerpos viejos que, aunque con miedos inscrito en sus biografía, se conjugaron para dotar de fuerza y motivos a un movimiento que se entreteje en un circuito de memoria y fuerza.

El resurgimiento de una rebeldía compartida entre los comunes ha jugado el papel de detonante de un descontento con las formas de vida neoliberales y, más concretamente, con las desigualdades atávicas de un Chile colonial que no tiene resueltas las carencias históricas que se vuelven evidentes y flagrantes en el cotidiano de las vidas que el capital reclama para sí.

En esta revuelta insurreccional uno de sus vectores es la capacidad expresiva y creativa de un sujeto no politizado en términos de ideologías sino, más bien, en términos de la elocuencia de poner el cuerpo y su visceralidad en el centro de lo público, tensionando, de este modo, la relación entre lo público y lo privado.

Cuando el feminismo decía: “lo personal es político”, la historia de la revuelta en Chile le ha dado la razón insurreccional en tanto lo que se ha manifestado es la expresión de afectos, sentimientos y emociones ligados a la legitimidad de lo orgánico. La denuncia de las múltiples violencias a las cuales el neoliberalismo nos somete, ha sido pareja y horizontal, poniendo en la escena de lo común la necesidad de recuperar, no solo la dignidad de la vida humana sino el propio valor de la misma.

Se ha acuñado la idea de que la revuelta debe durar “hasta que valga la pena vivir”. Esta radicalidad de la demanda, lleva a evidenciar las diferentes dimensiones de la opresión neoliberal a través de un constatar la constricción que ejerce sobre la vida de cuerpos orgánicos y humanos la violencia del capital. La denuncia sobre la precarización de la vida material bajo las condiciones de un sistema y sus personeros que secó los ríos, exfolió la tierra y con ello a sus diferentes hijos/hijas y entidades que se ven reducidos a recursos humanos y naturales al servicio del lucro de unos pocos con una legitimidad instituida y avalada por la Constitución del Dictador; son el centro de cualquier articulación posible en torno al futuro de esta revuelta

El arte ha jugado un papel indispensable para manifestar esa oscilación entre la memoria y la fuerza. La memoria inscrita en los cuerpos vividos y biográficos de miles de chilenos y chilenas que vivieron la represión de la Dictadura, ha sido traslapada de algún modo afectivo en la acción insurreccional de quienes, siendo jóvenes sin el pasado dictatorial, encarnaron la huella de la rebeldía y resistencia que no vivieron. Resuena en esa memoria no biográfica el efecto erótico como telón de fondo de la necesidad de un continuo afectivo donde la herramienta fundamental es la capacidad de reformular aquellas consignas que el arte callejero se ha encargado de mostrar.

Reverberan en la práctica, muchas veces sin oficio, de quienes han confeccionado carteles y pancartas, demandas de un mundo afectivo cuyo principal vehiculizador es la creatividad aplicada a la difusión de imágenes, consignas y manifestaciones que visibilizan material y simbólicamente la expresión de un pueblo que ahonda en su memoria de dignidad y lucha política, que de este modo, se vuelve vital.

El arte como articulador del mundo afectivo y expresivo se vuelve un recurso de primera mano para sostener y fundamentar una libertad creativa que ha sido transversal y que ha ocupado diferentes soportes para manifestar la crítica radical a las formas opresivas de la vida neoliberal.

La proliferación de pancartas y rayados se conjuga con la creatividad de la formulación de cantos, gritos y consignas que expresan una puesta en escena de motivaciones y críticas que apuntan a visibilizar cuerpos descontentos con la vida que llevan y usan en su expresión los recursos de un arte de raigambre crítica que descansa en la memoria de los pueblos en lucha.

En los cerros de Valparaíso se escuchaba entre sus quebradas un canto épico del cantautor Víctor Jara, El Derecho de Vivir en Paz, que articulaba en aquellas letras y melodías una vigencia de las razones por las cuales la dignidad humana, en este caso, austral de miles de chilenos y chilenas, sigue teniendo sentido en tanto se trata del propio valor de la vida ejercida como vivencia biográfica e histórica.

Los rayados “chorizos” en los cuales se expresa la locuacidad que los mass media ocultan en su ejercicio cotidiano y que, sin embargo, existe en tanto continuidad de una hebra crítica y rebelde en el sentir de vidas concretas, biográficas e históricas,; hilvanan la necesidad de recuperar la vida cotidiana y desanclarla de la deriva del neoliberalismo.

El neoliberalismo ha sido derrotado en Chile, su más ferviente devoto y su conejillo de indias. En la cuna misma del experimento neoliberal se manifestó el límite histórico que tienen las posibilidades de que el capitalismo propicie vidas vivibles.

La contestación ancestral al colonizador se aunó con la tradición de resistencia obrera y, en este caso de la revuelta en Chile, se sumó a la “choreza” de quienes se cansaron del descaro de la desigualdad y de las formas de vida que el capitalismo neoliberal tuvo y tiene instauradas como si fueran “naturales”. En este trozo de territorio la dignidad se quiere volver costumbre y las consignas y demandas del arte callejero dan cuenta de ello. La legitimidad de cuerpos que no quieren seguir siendo “zona de sacrificio”, se expresa en consignas, rayados y recursos creativos que tensionan la idea de “arte” en tanto producto de seres sensibles, los artistas, y al que se accede a través del refinamiento y el oficio.

Las potencialidades del arte se desarman y se recuperan en la revuelta a través de la herencia del oficio y del uso de recursos que sostienen la manifestación de una crítica rebelde al servicio de la vida.

De este modo, el arte ya no es un producto para acabar en el museo sino un ejercicio háptico de la consciencia orgánica que la vida reclama. La utilización de técnicas y medios que expandan, afirmen y legitimen la protesta, nos lleva a cuestionar el pretendido lugar del arte a través del atisbo y bosquejo de una finalidad que compete directamente al ámbito de la vida, su dignidad y su posibilidad de ser vivida. Es, entonces, más que un arte social o político, una forma de recuperación por parte de los comunes de un medio de expresión de verdades vitales que, en la deriva del capitalismo, han sido enajenadas y adosadas a especialistas que las han vaciado de su dimensión viva.

La posible articulación entre revuelta y arte se sostiene a partir de la tríada con la memoria. Estos tres ángulos de un triángulo no equilátero se tensionan a partir de la acción insurreccional que puso en el vértice de ellos el equilibrio precario de lo no acabado y que se sostiene a partir de la puesta en escena de la afectividad visceral de cuerpos que se resisten y se rebelan a las formas de vida naturalizadas por el capitalismo neoliberal.





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