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Violencia en las calles. De Santiago de Chile a Barcelona

OPINIÓN de Joan del Alcàzar.- Desde Hong Kong a Quito, desde París a Caracas, desde Barcelona a Santiago de Chile, la violencia explícita ha aparecido en estas ciudades durante los últimos meses con una dureza insospechada. Nos han sorprendido las imágenes de los fortísimos enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad, el número de heridos y detenidos, así como los destrozos en las calles y en edificios e instalaciones públicas y privadas.

Los seis casos citados se han producido en tres continentes distintos y tienen poco que ver en cuanto al origen que los provocaron. Mientras que los chalecos amarillos parisinos aparecieron cuando el presidente Macron anunció un incremento del precio del combustible, y lo justificó como un avance hacia la economía verde, en Ecuador también fue una decisión del presidente Lenin Moreno de subir los costes de la gasolina en un país que es productor de petróleo. En Caracas los problemas sociales y los políticos van de la mano, el desabastecimiento y la inflación, junto con la incapacidad de gobierno y oposición para negociar una salida del callejón en el que se encuentra el país. En Hong Kong la explosión en las calles se produjo para exigir la retirada del proyecto de ley de extradición a China, que podría ser la primera entrega de la aplicación en la ciudad autónoma de las leyes de la República Popular, lo que los habitantes de Hong Kong rechazan de forma abrumadora.

Los dos casos más recientes, los de Santiago y otras ciudades chilenas y el de Barcelona y otras ciudades catalanas, tienen orígenes radicalmente distintos. En Cataluña lo que hay detrás es un problema político que hay que conectar a que aproximadamente la mitad de la ciudadanía apoya la independencia del territorio y la otra mitad no; un problema que hace tiempo entró en un callejón sin salida y que se ha intensificado exponencialmente al dictarse la sentencia de casi cien años de cárcel para los líderes del independentismo, quienes ya llevan más de dos años privados de libertad. En Chile, la chispa del incremento del precio del transporte suburbano en Santiago ha hecho emerger, según explica el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), una queja de rabia, profunda y arraigada en la sociedad chilena, porque una parte muy sustancial de ella se siente víctima de un mal trato histórico y sistemático –en el trabajo, en la calle, en todas partes- por parte de la gente de mayores ingresos.

Si fijamos el foco sobre lo que ha pasado -y no ha acabado- en Santiago y en Barcelona, encontramos que la violencia se ha mostrado tan intensa como insospechada. Con todo, ambos casos no pueden compararse ni en cuanto a la extensión del conflicto, ni en cuanto a las actuaciones de las fuerzas de seguridad [que en el caso chileno hizo declarar al Presidente que el país estaba en guerra, algo de lo que se retractó después], ni en cuanto a los daños materiales provocados por los manifestantes, ni tampoco en cuanto al balance de víctimas. Este es un apartado esencial respecto a la distancia que separa la violencia en las calles de Chile de la de las de Cataluña: veinte muertos y una cifra desmesurada de heridos graves han dibujado un escenario que ha hecho recordar a muchos la llamada época de las protestas, que se desarrollaron a mediados de los años ochenta, contra la dictadura de Pinochet.

En Chile, los manifestantes han sido, como en Cataluña, de dos tipos: los pacíficos, los absolutamente mayoritarios, y los violentos, una minoría en los dos casos, pero incomparablemente más agresivos y ultra violentos los latinoamericanos que los ibéricos. En Chile y en Cataluña las protestas han sido contra los gobiernos respectivos, pero en Cataluña los manifestantes, también los violentos, han contado al menos con la comprensión del gobierno de la Generalitat, y no han sido pocas las evidencias incluso de cierta complacencia con ellos por parte del presidente Torra.

Las contradicciones también son de destacar. En Chile, el presidente del gobierno fue desmentido por la máxima autoridad militar en aquella barbaridad sobre que Chile estaba en guerra. En Cataluña, el mismo gobierno de la Generalitat ha alentado a los manifestantes a salir a la calle, a cerrar aeropuertos y autopistas, y a la vez ha enviado a los Mossos, la policía autonómica, a restablecer el orden. En algunas de estas operaciones se han cometido abusos de fuerza que merecen ser investigados. La paradoja catalana ha llegado al clímax cuando el Presidente Torra y otros miembros de su Gobierno han puesto el punto de mira sobre su propio consejero de orden público y sobre la propia policía catalana, y no sobre los violentos.

En resumidas cuentas, puestos a sacar conclusiones sobre estas dos experiencias violentas -incomparables, como se ha dicho, en muchos aspectos-, también hay que decir que permiten alcanzar algunas bien interesantes.

La primera es que en varios momentos las explosiones de violencia han sido tan fuertes y tan aparentemente carentes de reivindicación concreta, que han parecido más bien un tipo de protestas primitivas en las que el objetivo no era tanto la obtención de un beneficio político o social, sino que se trataba de una descarga de rabia acumulada.

Destaca también la juventud de muchos de los participantes en los enfrentamientos con la policía, en ambos casos, el chileno y el catalán, con una presencia comprobada de menores. Tal vez por la juventud de muchos de los participantes se explique el atrevimiento a la hora de desafiar a los agentes especiales de la policía, vestidos como RoboCops, a los que insultaban, provocaban y atacaban con una ferocidad inaudita.

La magnitud de la protesta chilena no admite comparación, pero hay que reconocer que las dos muestras de violencia explícita van a condicionar el presente y el futuro inmediato de las sociedades implicadas: la chilena, la catalana y, también, la española. El gobierno de Sebastián Piñera sufre una erosión de la que le va a ser difícil recuperarse, mientras que las elecciones españolas del próximo 10 de noviembre -en un escenario polarizado por lo que está pasando en Cataluña- van a permitir medir qué efectos provoca en la configuración del Parlamento de Madrid que saldrá de las urnas.

Más allá de las repercusiones a corto plazo, las más coyunturales, es imaginable esperar que a medio plazo disturbios como los que hemos vivido, como siempre pasa, provocarán una reacción pendular que beneficiará a los partidarios del orden e, incluso, el incremento del apoyo al recorte de las libertades en beneficio de la seguridad. Ahora, el papel de las redes sociales, con la difusión, manipulada o no, de las imágenes y las noticias de violencia en las calles refuerzan la posición de aquellos que se ubican en las posiciones más reaccionarias.

Una última conclusión para finalizar. Es frecuente que desde las posiciones políticas progresistas se debata sobre la bondad ética y política de protestas como las referidas, incluso de las violentas. Olvidando, incluso, que en cualquier estado democrático el monopolio del uso de la violencia corresponde a los aparatos de seguridad, siempre supeditados a las autoridades civiles elegidas democráticamente. No es tan habitual que se debata sobre el peso de los amplios sectores de la ciudadanía que participan de la idea de que es necesario mantener el orden público al precio que sea, lo que los sitúa objetivamente en el campo partidario de la derecha y la extrema derecha. Con los resultados que, en cuanto a la conformación de mayorías parlamentarias, es imaginable esperar.

Es por ello que aquellos que, desde posiciones progresistas, se alegran y festejan estas explosiones de violencia en las calles, deberían pensárselo dos veces antes de celebrarlas con tanto entusiasmo.






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