OPINIÓN de Joan del Alcàzar
Hace muchos días que los ciudadanos estamos confinados en casa y el cansancio empieza a notarse en las conversaciones que mantenemos por vídeo, por voz o por WhatsApp. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurría dos semanas atrás, ya se ve luz al final del túnel; pero también es evidente que aún queda mucho túnel. Queda mucho y no es cuesta abajo, precisamente, lo que habrá que caminar.
El cansancio por estar encerrados en casa, sin embargo, es casi un lujo para quienes sólo tienen que preocuparse por la sensación de una cierta claustrofobia. Eso no es nada en comparación con los sufrimientos de los que no saben si tendrán o no trabajo cuando puedan salir de casa, de los que no saben si podrán pagar el alquiler o la hipoteca los próximos meses, de los que no saben si cuando todo pase su sector laboral aún tardará meses y meses en reactivarse.
Otros ciudadanos añaden a la fatiga y la incertidumbre el dolor por la pérdida de un ser querido del que no pudieron ni despedirse. Como hay, también, miles de sanitarios que están luchando cuerpo a cuerpo en la trinchera hospitalaria -con demasiado bajas, por cierto- a los que los aplausos de cada atardecer les reconforta, sí, pero no saben si nos olvidaremos de ellos cuando lo peor de la tormenta pase.
¿Nos olvidaremos de exigir a los que gobiernen que deben incrementar la inversión en salud, y que esto deberá hacerse afectando a otras partidas contables? Quizás nos olvidaremos de cómo estamos de agradecidos a los transportistas, a la gente de la limpieza, a la de los supermercados, a los agricultores y a los ganaderos o a la gente de mar. Esperemos que no.
Pero mientras llega el día después, los confinados y los que están a la vanguardia para que la mayoría podamos estar encerrados a cal y canto asistimos a un espectáculo indigno y lamentable, al tiempo que triste y decepcionante. También tan irritante como peligroso. Hablo, claro, de lo que está pasando entre los diversos partidos políticos que representan a la ciudadanía en las diversas instancias de gobierno, pero singularmente en el Parlamento de Madrid.
Que quede claro que no se pueden repartir responsabilidades de forma comparable entre los diversos actores. No, al hablar de respeto y de buena educación no es equiparable la evaluación que merece el Gobierno y la que tenemos que adjudicarle a la oposición. El balance entre unos y otros es abrumadoramente desfavorable para la oposición que toma asiento en los escaños del PP y de Vox.
De los de Abascal y compañía no puede esperarse otra cosa que un discurso y un comportamiento antisistema que rezuma elevadas dosis de odio que ni esconden ni disimulan. Es su estrategia, atacar, atacar y atacar sin descanso a un gobierno al que querrían eliminar para siempre. Ellos son muchos y peligrosos, pero lo más grave es que el PP los secunda -en el fondo y en las formas- en el ataque a todo lo que es la difícil y complicada tarea de gobierno en estos momentos.
Efectivamente, el problema más agudo, el de las aristas más cortantes, es el que presenta el Partido Popular, alimentado ideológicamente por la FAES de Aznar, y representado por Pablo Casado y Cayetana Álvarez de Toledo, zapadores expertos en demolición de la convivencia democrática en la España actual.
En el PP no han digerido aún la moción de censura contra Rajoy y, con el comportamiento que en ellos es tradicional, podemos sentarnos cómodos porque esa digestión, si llega, tardará años. Si llega. Mientras tanto, ni la crudeza de la situación, ni el sufrimiento de millones de personas los incita a aportar nada en positivo. Sólo a intentar erosionar al Gobierno incluso al precio de minar la confianza de los ciudadanos, al precio de desmoralizarlos por un indecente cálculo partidario.
El joven dirigente que figura como líder, al menos el que aparece en público, Pablo Casado, es un hombre de palabra fácil, especialmente de mala palabra. Es persona propensa a la exageración de los déficits de los demás y al enaltecimiento de las virtudes propias. Además, es capaz de acusar ferozmente a los otros de defectos o insuficiencias que él mismo sufre o comete, pero que esconde sin ningún rubor. Si en algo destaca verdaderamente el líder del PP es en la versatilidad para insultar a sus adversarios. Ha demostrado sobradamente que está capacitado para trenzar un insulto tras otro hasta llegar a conseguir repertorios escandalosos que harían palidecer al más grosero de los bribones de taberna portuaria.
En la última sesión de control al Gobierno no llegó a hilvanar la casi veintena de insultos que dedicó Pedro Sánchez hace unos meses, pero tampoco fue suave su actuación. En una durísima intervención en la que se sintió capaz de exigirle a Pedro Sánchez que "el peso del coste de la crisis caiga sobre el Estado" y, al mismo tiempo, que "rebaje los impuestos", Casado le dedicó al Presidente unas palabras que quedarán para siempre en el libro de sesiones del Congreso: "Usted no merece el apoyo de la oposición. Su arrogancia, sus mentiras y su ineficacia son un cóctel explosivo para en España".
Casado no explica cuáles son las pretensiones actuales del PP. ¿Hacer caer ahora al Gobierno de Sánchez, para hacer qué? No hay otra mayoría posible. ¿Convocar elecciones? No. O sí, a medio plazo. La conclusión más lógica es que están pensando en el día después. Quieren desgastar y desgastar al Gobierno para hacerlo caer en cuanto amaine la tormenta, para hacerse con el botín de los restos del naufragio.
El Gobierno habla ahora de reeditar aquellos Pactos de La Moncloa de 1977. Más allá de si la idea -o el nombre de la idea- es buena, mala o regular, es imposible que personas que están insultando sin descanso y personas que están recibiendo tan graves insultos puedan pactar nada que no sean los padrinos para batirse a primera sangre al amanecer.
El Gobierno no debería caer en la trampa que le ponen cada día delante las derechas extremas, porque tiene que dedicarse a gobernar y a sacar el país adelante. Y sacar el país significa sacar a la gente, del hospital y de la cola de las oficinas del paro.
Cada vez hay más distancia entre lo que son comportamientos habituales en el escenario de la política partidaria y lo que son los convencionales en el escenario en el que vivimos la mayoría de los ciudadanos. Ya era una distancia abismal antes la pandemia, pero día a día aún se ensancha más.
¿Cómo es posible que millones de personas cansadas y atemorizadas tengan que soportar el espectáculo de falta de respeto y de educación elemental con el que las derechas españolas se prodigan y nos martirizan cada día?
¿Es que no pueden hacer una oposición radical sin recurrir al insulto y la descalificación? ¿Así es como se comportan en su vida cotidiana, así gestionan sus discrepancias con otras personas de su entorno? Pues si es así, en la vida particular ya verán cómo lo hacen y quién los aguanta, pero en la vida pública convendría que cedieran el lugar a otros. Convendría que no castigaran más a una población que muy mayoritariamente quisiera que todos empujaran en la misma dirección para salir del pantano.
Hace muchos días que los ciudadanos estamos confinados en casa y el cansancio empieza a notarse en las conversaciones que mantenemos por vídeo, por voz o por WhatsApp. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurría dos semanas atrás, ya se ve luz al final del túnel; pero también es evidente que aún queda mucho túnel. Queda mucho y no es cuesta abajo, precisamente, lo que habrá que caminar.
El cansancio por estar encerrados en casa, sin embargo, es casi un lujo para quienes sólo tienen que preocuparse por la sensación de una cierta claustrofobia. Eso no es nada en comparación con los sufrimientos de los que no saben si tendrán o no trabajo cuando puedan salir de casa, de los que no saben si podrán pagar el alquiler o la hipoteca los próximos meses, de los que no saben si cuando todo pase su sector laboral aún tardará meses y meses en reactivarse.
Otros ciudadanos añaden a la fatiga y la incertidumbre el dolor por la pérdida de un ser querido del que no pudieron ni despedirse. Como hay, también, miles de sanitarios que están luchando cuerpo a cuerpo en la trinchera hospitalaria -con demasiado bajas, por cierto- a los que los aplausos de cada atardecer les reconforta, sí, pero no saben si nos olvidaremos de ellos cuando lo peor de la tormenta pase.
¿Nos olvidaremos de exigir a los que gobiernen que deben incrementar la inversión en salud, y que esto deberá hacerse afectando a otras partidas contables? Quizás nos olvidaremos de cómo estamos de agradecidos a los transportistas, a la gente de la limpieza, a la de los supermercados, a los agricultores y a los ganaderos o a la gente de mar. Esperemos que no.
Pero mientras llega el día después, los confinados y los que están a la vanguardia para que la mayoría podamos estar encerrados a cal y canto asistimos a un espectáculo indigno y lamentable, al tiempo que triste y decepcionante. También tan irritante como peligroso. Hablo, claro, de lo que está pasando entre los diversos partidos políticos que representan a la ciudadanía en las diversas instancias de gobierno, pero singularmente en el Parlamento de Madrid.
Que quede claro que no se pueden repartir responsabilidades de forma comparable entre los diversos actores. No, al hablar de respeto y de buena educación no es equiparable la evaluación que merece el Gobierno y la que tenemos que adjudicarle a la oposición. El balance entre unos y otros es abrumadoramente desfavorable para la oposición que toma asiento en los escaños del PP y de Vox.
De los de Abascal y compañía no puede esperarse otra cosa que un discurso y un comportamiento antisistema que rezuma elevadas dosis de odio que ni esconden ni disimulan. Es su estrategia, atacar, atacar y atacar sin descanso a un gobierno al que querrían eliminar para siempre. Ellos son muchos y peligrosos, pero lo más grave es que el PP los secunda -en el fondo y en las formas- en el ataque a todo lo que es la difícil y complicada tarea de gobierno en estos momentos.
Efectivamente, el problema más agudo, el de las aristas más cortantes, es el que presenta el Partido Popular, alimentado ideológicamente por la FAES de Aznar, y representado por Pablo Casado y Cayetana Álvarez de Toledo, zapadores expertos en demolición de la convivencia democrática en la España actual.
En el PP no han digerido aún la moción de censura contra Rajoy y, con el comportamiento que en ellos es tradicional, podemos sentarnos cómodos porque esa digestión, si llega, tardará años. Si llega. Mientras tanto, ni la crudeza de la situación, ni el sufrimiento de millones de personas los incita a aportar nada en positivo. Sólo a intentar erosionar al Gobierno incluso al precio de minar la confianza de los ciudadanos, al precio de desmoralizarlos por un indecente cálculo partidario.
El joven dirigente que figura como líder, al menos el que aparece en público, Pablo Casado, es un hombre de palabra fácil, especialmente de mala palabra. Es persona propensa a la exageración de los déficits de los demás y al enaltecimiento de las virtudes propias. Además, es capaz de acusar ferozmente a los otros de defectos o insuficiencias que él mismo sufre o comete, pero que esconde sin ningún rubor. Si en algo destaca verdaderamente el líder del PP es en la versatilidad para insultar a sus adversarios. Ha demostrado sobradamente que está capacitado para trenzar un insulto tras otro hasta llegar a conseguir repertorios escandalosos que harían palidecer al más grosero de los bribones de taberna portuaria.
En la última sesión de control al Gobierno no llegó a hilvanar la casi veintena de insultos que dedicó Pedro Sánchez hace unos meses, pero tampoco fue suave su actuación. En una durísima intervención en la que se sintió capaz de exigirle a Pedro Sánchez que "el peso del coste de la crisis caiga sobre el Estado" y, al mismo tiempo, que "rebaje los impuestos", Casado le dedicó al Presidente unas palabras que quedarán para siempre en el libro de sesiones del Congreso: "Usted no merece el apoyo de la oposición. Su arrogancia, sus mentiras y su ineficacia son un cóctel explosivo para en España".
Casado no explica cuáles son las pretensiones actuales del PP. ¿Hacer caer ahora al Gobierno de Sánchez, para hacer qué? No hay otra mayoría posible. ¿Convocar elecciones? No. O sí, a medio plazo. La conclusión más lógica es que están pensando en el día después. Quieren desgastar y desgastar al Gobierno para hacerlo caer en cuanto amaine la tormenta, para hacerse con el botín de los restos del naufragio.
El Gobierno habla ahora de reeditar aquellos Pactos de La Moncloa de 1977. Más allá de si la idea -o el nombre de la idea- es buena, mala o regular, es imposible que personas que están insultando sin descanso y personas que están recibiendo tan graves insultos puedan pactar nada que no sean los padrinos para batirse a primera sangre al amanecer.
El Gobierno no debería caer en la trampa que le ponen cada día delante las derechas extremas, porque tiene que dedicarse a gobernar y a sacar el país adelante. Y sacar el país significa sacar a la gente, del hospital y de la cola de las oficinas del paro.
Cada vez hay más distancia entre lo que son comportamientos habituales en el escenario de la política partidaria y lo que son los convencionales en el escenario en el que vivimos la mayoría de los ciudadanos. Ya era una distancia abismal antes la pandemia, pero día a día aún se ensancha más.
¿Cómo es posible que millones de personas cansadas y atemorizadas tengan que soportar el espectáculo de falta de respeto y de educación elemental con el que las derechas españolas se prodigan y nos martirizan cada día?
¿Es que no pueden hacer una oposición radical sin recurrir al insulto y la descalificación? ¿Así es como se comportan en su vida cotidiana, así gestionan sus discrepancias con otras personas de su entorno? Pues si es así, en la vida particular ya verán cómo lo hacen y quién los aguanta, pero en la vida pública convendría que cedieran el lugar a otros. Convendría que no castigaran más a una población que muy mayoritariamente quisiera que todos empujaran en la misma dirección para salir del pantano.