OPINIÓN de Ilka Oliva Corado
¿Era lo que se imaginaban? Les pregunto a los migrantes indocumentados que voy conociendo en el camino. No. Me contestan seguros. Pero ya estamos aquí y hay que hacerle gancho porque allá no hay nada. Terminan reafirmando desolados. La angustia, el miedo, la ira, la tristeza son emociones que acompañan a los migrantes indocumentados en su día a día. Todo aflora en sus miradas de orfandad, en sus voces quebradas. Con los años de estadía en el país de llegada el migrante indocumentado va aprendiendo a respirar, acoplándose a ese resuello de agonía perenne porque vive en un limbo emocional debido a su constante nostalgia por los que se quedaron, a su situación legal , al cansancio del trabajo de hasta tres turnos por día y a la falta de derechos laborales. Su condición de peón no cambia. Pero peor es allá porque no hay nada. Ese allá de la patria, de la tierra de uno, del nido, donde está la raíz, los lazos emocionales y afectivos, duro que allá no haya nada para el que trabaja de sol a sol y duro también que en el país de llegada, no exista más que como mano de obra barata.
Quien los viera al salir del trabajo haciendo largas filas en los supermercados latinoamericanos para depositar sus remesas para sus familiares en sus países de origen. Puntual, con una responsabilidad milimétrica. ¿Les sobra dinero? Muy poco, casi nada. Apenas van al día con todos los gastos de sobrevivencia, porque también pagan alquiler, luz, agua, teléfono, comida. Y caminan como autómatas, con la única misión de enviar remesas para que los de allá puedan ir a la escuela, para que coman los abuelos, para la medicina de sus padres, para la leche de los niños. Y uno los ve todavía, sacando dinero de los propios pellejos secos, curtidos por el sol, de los huesos astillados, armando cajas para enviar encomiendas con regalos para los suyos. Si se pudiera definir la ternura en un acto de amor sería ese uno de ellos. Al final no importa lo que vaya en esa encomienda, es el hecho, es la intención, es el tiempo que se tomaron para comprar, doblar, decorar.
Y son culpados porque se fueron y no están presentes, pero son las bases, las columnas y los techos que sostienen los hogares de los países de origen. Porque es así, son los migrantes los que sostienen a Latinoamérica con sus lomos como de yunta de bueyes, jornada tras jornada, año tras año. Y lo aterrador de todo es que día con día siguen saliendo miles de allá, de la tierra de uno donde no hay nada, porque necesitan ir a buscar comida para los suyos a tierras lejanas, muy lejanas que se parecen al olvido.
Como si no fuera suficiente lo que le toca vivir al que se va en la migración forzada, un día lo sacuden en el limbo y le amarran las manos y los pies y lo meten a una cárcel como si fuera un criminal para luego deportarlo con lo que lleva puesto, a su país de origen donde lo espera la nada de la que salió huyendo. Y encima esa nada que lo excluyó, que lo violentó desde su etapa de gestación obligándolo a vivir sin recursos: en la pobreza, señalado como un apestado, por su origen, su condición social, su género, su etnia, su identidad sexual, lo recibe con la misma patada en el culo con la que se fue.
Si la vida del migrante indocumentado es dura, es desolador el retorno del deportado. Regresa del limbo a otro limbo peor, donde no hay nada. Ningún sistema organizado desde el Estado que invite al retorno, que provea trabajo, un sistema de salud, educativo, la devolución de las tierras que se robaron las oligarquías. La devolución vaya, de los recursos naturales a sus respectivos dueños. El deportado además de sufrir la humillación de ser tratado como un criminal durante su trayecto de migrante en tránsito, en el proceso de deportación del país de llegada y estadía y; posteriormente el de recibimiento en el país de la nada que lo obligó a irse, es maltratado por sus paisanos, sus hermanos los mismos que han sobrevivido gracias las remesas que envían las masas de migrantes indocumentados que se fueron huyendo en la migración forzada. La ingratitud dicen que viene de arriba hacia abajo, pero está en todos lados, en todos los niveles de la sociedad, es una raíz profunda que se expande en cada poro del ser humano y emerge rauda cuando se trata de humillar a quien nos ha dado de comer, a quien no ha abrigado, a quien con su sangre, su sudor, su nostalgia y su inmenso sacrificio ha mantenido no solo a una familia, a un país pero a un continente a flote. Tendrían que besarles los pies y las manos y ni así.
Loor a los migrantes indocumentados de todos los tiempos.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva Corado @ilkaolivacorado
¿Era lo que se imaginaban? Les pregunto a los migrantes indocumentados que voy conociendo en el camino. No. Me contestan seguros. Pero ya estamos aquí y hay que hacerle gancho porque allá no hay nada. Terminan reafirmando desolados. La angustia, el miedo, la ira, la tristeza son emociones que acompañan a los migrantes indocumentados en su día a día. Todo aflora en sus miradas de orfandad, en sus voces quebradas. Con los años de estadía en el país de llegada el migrante indocumentado va aprendiendo a respirar, acoplándose a ese resuello de agonía perenne porque vive en un limbo emocional debido a su constante nostalgia por los que se quedaron, a su situación legal , al cansancio del trabajo de hasta tres turnos por día y a la falta de derechos laborales. Su condición de peón no cambia. Pero peor es allá porque no hay nada. Ese allá de la patria, de la tierra de uno, del nido, donde está la raíz, los lazos emocionales y afectivos, duro que allá no haya nada para el que trabaja de sol a sol y duro también que en el país de llegada, no exista más que como mano de obra barata.
Quien los viera al salir del trabajo haciendo largas filas en los supermercados latinoamericanos para depositar sus remesas para sus familiares en sus países de origen. Puntual, con una responsabilidad milimétrica. ¿Les sobra dinero? Muy poco, casi nada. Apenas van al día con todos los gastos de sobrevivencia, porque también pagan alquiler, luz, agua, teléfono, comida. Y caminan como autómatas, con la única misión de enviar remesas para que los de allá puedan ir a la escuela, para que coman los abuelos, para la medicina de sus padres, para la leche de los niños. Y uno los ve todavía, sacando dinero de los propios pellejos secos, curtidos por el sol, de los huesos astillados, armando cajas para enviar encomiendas con regalos para los suyos. Si se pudiera definir la ternura en un acto de amor sería ese uno de ellos. Al final no importa lo que vaya en esa encomienda, es el hecho, es la intención, es el tiempo que se tomaron para comprar, doblar, decorar.
Y son culpados porque se fueron y no están presentes, pero son las bases, las columnas y los techos que sostienen los hogares de los países de origen. Porque es así, son los migrantes los que sostienen a Latinoamérica con sus lomos como de yunta de bueyes, jornada tras jornada, año tras año. Y lo aterrador de todo es que día con día siguen saliendo miles de allá, de la tierra de uno donde no hay nada, porque necesitan ir a buscar comida para los suyos a tierras lejanas, muy lejanas que se parecen al olvido.
Como si no fuera suficiente lo que le toca vivir al que se va en la migración forzada, un día lo sacuden en el limbo y le amarran las manos y los pies y lo meten a una cárcel como si fuera un criminal para luego deportarlo con lo que lleva puesto, a su país de origen donde lo espera la nada de la que salió huyendo. Y encima esa nada que lo excluyó, que lo violentó desde su etapa de gestación obligándolo a vivir sin recursos: en la pobreza, señalado como un apestado, por su origen, su condición social, su género, su etnia, su identidad sexual, lo recibe con la misma patada en el culo con la que se fue.
Si la vida del migrante indocumentado es dura, es desolador el retorno del deportado. Regresa del limbo a otro limbo peor, donde no hay nada. Ningún sistema organizado desde el Estado que invite al retorno, que provea trabajo, un sistema de salud, educativo, la devolución de las tierras que se robaron las oligarquías. La devolución vaya, de los recursos naturales a sus respectivos dueños. El deportado además de sufrir la humillación de ser tratado como un criminal durante su trayecto de migrante en tránsito, en el proceso de deportación del país de llegada y estadía y; posteriormente el de recibimiento en el país de la nada que lo obligó a irse, es maltratado por sus paisanos, sus hermanos los mismos que han sobrevivido gracias las remesas que envían las masas de migrantes indocumentados que se fueron huyendo en la migración forzada. La ingratitud dicen que viene de arriba hacia abajo, pero está en todos lados, en todos los niveles de la sociedad, es una raíz profunda que se expande en cada poro del ser humano y emerge rauda cuando se trata de humillar a quien nos ha dado de comer, a quien no ha abrigado, a quien con su sangre, su sudor, su nostalgia y su inmenso sacrificio ha mantenido no solo a una familia, a un país pero a un continente a flote. Tendrían que besarles los pies y las manos y ni así.
Loor a los migrantes indocumentados de todos los tiempos.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva Corado @ilkaolivacorado