OPINIÓN de Joan del Alcàzar
La vida da muchas sorpresas, y la política también. Cuando Salvador Illa
fue nombrado ministro de sanidad, pocos pensaron que iba a ser una pieza clave
en el gobierno de coalición entre el Partido Socialista y Unidas Podemos. Un
político catalán, con mucha experiencia de gestión a la espalda, eso sí; pero
en un ministerio vacío, de competencias, de estructura y de personal. Parecía
que Pedro Sánchez simplemente había cooptado a un miembro cualificado del
Partido de los Socialistas de Cataluña cercano a Miquel Iceta, un hombre fiel y
sin estridencias, para ocupar un ministerio que Pablo Iglesias había rechazado
por considerarlo irrelevante.
Sin embargo, poco después, el maldito virus cambió el escenario sanitario
de España, y el que había sido alcalde de Roca del Vallés se ha convertido en
uno de los ministros clave del actual gobierno. Y no sólo por su capacidad de
gestión, sino por la solvencia que ha demostrado día a día compareciendo, dando
explicaciones y respondiendo a cuanta pregunta se le ha hecho, a veces con las
peores intenciones.
Más allá de sus errores y de sus aciertos en cuanto a la gestión
estrictamente sanitaria, Salvador Illa se ha convertido en un modelo de
político por el que suspira una inmensa mayoría de ciudadanos, aquellos que
detestan las descalificaciones, los insultos, las asperezas, los lamentables
espectáculos a los que los responsables políticos -unos mucho más que otros, no
nos engañemos- nos tienen acostumbrados desde hace ya demasiado tiempo.
Illa debería dar clases particulares a tantos y tantas que no saben hablar
si no insultan; que no saben criticar si no descalifican; que no saben defender
sus posiciones si no es deslegitimando las de los demás. Se las han dicho de
todos los colores, lo han acusado de todo, lo han denunciado, le han agredido
verbalmente casi a diario, pero el ministro tranquilo no ha tenido un mal
gesto, no ha respondido a la agresión con la agresión, no ha perdido en ningún
momento ni las maneras ni el respeto por su interlocutor. Hacen falta políticos
de este perfil, y con urgencia.
Ahora que lo más duro de la pandemia está remitiendo, ahora que el
confinamiento severo está prácticamente superado, ahora que las cifras de
contagios, de ocupación de UVI’s y de muertes parecen bajo control -aunque no
podemos confiarnos en absoluto-, cabe preguntarse quién puede ofrecer un
expediente de actuación política como la del ministro catalán.
Personalmente, he echado la vista atrás y he revisado cosas que yo mismo he
escrito y publicado a propósito de la pandemia. Considero que es un ejercicio
que muchos de los que ahora pontifican sobre lo que se debería y lo que no se
debería haber hecho podrían aplicar a sus declaraciones y a sus
posicionamientos recientes. Quizás así podríamos ser todos más comprensivos,
más benévolos con los que, como Salvador Illa, hace tres meses que están bajo
los focos a diario, dando cuenta y razón de cómo están haciendo su trabajo.
Releo dos columnas que publiqué, una a finales de febrero y la otra a
mediados de marzo; y al hacerlo me reafirmo en una idea, quizás más bien un
sentimiento: tengo la mayor solidaridad hacia aquellos que han estado o están
en lugares clave, en puestos de dirección de aquellas instancias de todo tipo
desde las que se han tenido que tomar decisiones difíciles, terribles a veces,
en la medida que afectaban a miles sino a millones de personas. Uno de ellos,
por supuesto, responde al nombre de Salvador Illa.
¿Quién hubiera querido ser ese hombre que ha tenido que decidir cómo
actuar, qué disponer, qué medidas implantar, qué restricciones establecer, qué
prioridades ordenar? Están los técnicos, los expertos de todo tipo, sí; pero,
al final, las decisiones políticas eran de Illa. Como poco, él es quien tenía
que llevarlas al Consejo de Ministros.
Habría que evaluar con una buena dosis de benevolencia y de comprensión a
este y a todos aquellos responsables que han estado en el puente de mando de
los ayuntamientos, de las consejerías, de los ministerios, de los gobiernos que
han tenido tan grandes responsabilidades en sus manos.
Ahora que el clima de polarización política es máximo, ahora que desde las
filas de las derechas partidarias se quiere hacer tierra quemada de todo, ahora
que se acusa a los responsables de la gestión de la pandemia, se les denuncia
judicialmente, se les investiga de forma entre perversa y torpe [hay que leer
el informe de la Guardia Civil sobre el 8M en Madrid], sería deseable que la
ciudadanía tuviera comprensión, solidaridad y bonhomía con aquellos que todavía
tienen que decidir qué hacer y qué no hacer en asuntos y materias que nos
afectan a todos.
El 29 de febrero pasado -dos meses atrás tan sólo- yo escribía "las
autoridades sanitarias merecen total credibilidad. La situación exige atención
y calma, pero la ciudadanía debe estar convencida de que los protocolos están
funcionando y que todo está bajo control. No es necesaria tanta ansiedad, ni
tratar la alarma sanitaria en los medios de manera monográfica minuto a minuto.
Hay que neutralizar tanto a los intoxicadores como a los mercaderes que siempre
saben sacar partido de las desgracias".
Y añadía: "eso y dejar trabajar a los profesionales es lo que más nos
conviene a todos. No colapsar las urgencias, no ponerse en el peor escenario a
la primera señal de enfermedad, no propagar chismes ni cuentos del hombre del
saco. Nuestra sociedad cuenta con funcionarios especializados para hacer frente
a esta realidad sanitaria. Convendría que los ayudáramos, que no les añadiéramos
ningún problema que podamos ahorrarles".
Sólo dos semanas después, el 14 de marzo, mis palabras ya reflejaban otro
estado de ánimo, menos optimista y confiado; transmitían una mayor preocupación:
"Son días complicados los que estamos viviendo. Se nos ha abierto enfrente
una ventana a lo desconocido, lo impensable, lo inesperado hace simplemente un
par de meses. No es una amenaza tangible, como otras que hemos conocido. No
tenemos ninguna experiencia en gestionar una pandemia vírica, que pensábamos
habían sido desterradas del mundo desarrollado; que si acaso era cosa de países
pobres y atrasados".
A la preocupación añadía una buena dosis de desconcierto: "El país ha
entrado en estado de alarma, las cifras de contagios crecen, las decisiones de
las autoridades van cayendo una tras otra, nuestra vida cotidiana se ha puesto
patas arriba, se han cerrado restaurantes, cafeterías, cines, teatros y museos.
Los centros educativos, desde preescolar a las universidades, han cerrado
puertas sine die, y se nos aconseja permanecer en casa para evitar el contagio
o la transmisión del virus. Todas, absolutamente todas las preocupaciones que
polarizaban la vida pública del país han caído en el cajón de los problemas
secundarios. Hemos descubierto cuántas inercias y cuántos protocolos hemos
tenido que abandonar. Son tiempos difíciles y todo hace pensar que duraderos.
No hay previsiones fiables, ni plazos a cumplir. Hoy por hoy se trata de
resistir, de proteger a los demás y de protegernos, de no colapsar los
servicios sanitarios y de confiar en las autoridades que están guiadas por los
criterios y los informes de los expertos".
En aquella fecha era inimaginable lo que nos esperaba: habíamos empezado el
confinamiento, pero no podíamos imaginar cuánto iba a durar. Y, -que quede
claro- a fecha de hoy, todavía no podemos decir que hemos superado la prueba. El
partido contra el COVID 19 no se ha terminado.
Sí podemos, sin embargo, ya a estas alturas, hacer un primer balance
provisional. Las decisiones de las autoridades, con muchos errores y también
con notables aciertos, han dado -hechas las cuentas-, resultados positivos en
materia sanitaria, en materia social y en materia económica. ¿Por qué,
entonces, tanta crispación, tanta descalificación, tanto insulto, tanta
acusación, tanta deslegitimación como se constata en el escenario político
partidario?
Los que crispan, descalifican, insultan, acusan y deslegitiman lo sabrán.
Ellos y ellas sabrán qué quieren, qué buscan, qué pretenden. Lo imaginamos,
pero hoy no hablamos de eso.
Hoy sabemos que, según la última encuesta de Metroscopia, de la que ha
escrito Enric Juliana, "el 94% de los españoles cree que no es admisible
discutir en el Congreso con formas despectivas o recurriendo al insulto. El 93%
considera que la vida política española está crispada. El 85% opina que la
manera de actuar de algunos políticos constituye un peligro para la
democracia".
No diré nombres de los que por su comportamiento sobran en el escenario
político, pero sí creo que somos muchos los que coincidiremos en que
necesitamos muchos hombres y mujeres con las formas y maneras de Salvador Illa,
un ministro tranquilo, una persona que calma y genera confianza. Ya lo he
dicho: debería poner una escuela en la Carrera de San Jerónimo, de Madrid. Alumnos
necesitados tendría bastantes.