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Alza de la violencia de género durante los confinamientos

Kristy Siegfried.- Mónica Pérez* conoció a su primer novio cuando tenía 16 años al poco de bajar del autobús en la ciudad fronteriza de Cúcuta (Colombia). Al enterarse de que estaba embarazada, su novio empezó a golpearla e insultarla.

Cuando se puso de parto la dejó en el hospital y la adolescente tuvo que dar a luz sola, lejos de su madre y sus hermanas que estaban en casa en Venezuela.

Seis meses después, empezó una relación con otra pareja. Nos cuenta que todo iba bien hasta la llegada de la COVID-19.

“Creo que tuvo que ver con el confinamiento, que le causó mucho estrés y hacía que estuviera constantemente preocupado por la falta de dinero”, recuerda. “Empezó a hacerme daño y a decirme cosas terribles… No me dejaba usar Facebook ni hablar con mi madre ni mis hermanas. Controlaba la ropa que vestía y hasta quemó muchas de mis prendas”.

A mediados de abril más de la mitad de la población mundial se encontraba en situación de confinamiento y mujeres que, como Mónica, tenían parejas violentas se vieron atrapadas con sus maltratadores y desconectadas del apoyo de sus familias y amigos. A los pocos meses del comienzo del brote ONU Mujeres advirtió sobre la existencia de una Pandemia en la sombra, ya que todos los tipos de violencia contra mujeres y niñas se estaban viendo intensificados, sobre todo la violencia doméstica.

Las mujeres refugiadas y desplazadas se encontraron en una situación de riesgo de padecer violencia de género aún mayor que antes de la COVID-19. La pandemia incrementó su vulnerabilidad.
Véase también: ACNUR advierte que la segunda ola pandémica de COVID está ocasionando más violencia contra las mujeres y las niñas refugiadas

Si bien los datos han tardado en aparecer porque las mujeres desplazadas a menudo temen pedir ayuda o no pueden hacerlo, sí están surgiendo algunas pautas claras. El Ministro de Salud de Colombia informó de un incremento de casi el 40% de los incidentes de violencia de género que afectan a la población venezolana en el país entre los meses de enero y septiembre de este año, en comparación con el mismo período del año anterior.

Rogmalcy Vanessa Apitz es una abogada venezolana de 37 años que ayudó a poner en marcha una fundación sin ánimo de lucro en Cúcuta desde la que se proporciona apoyo a mujeres venezolanas víctimas de la violencia de género. Nos cuenta cómo ella y sus compañeras voluntarias tratan ahora cerca de 100 casos al día, frente a unos 15 casos diarios antes de que comenzara la pandemia.


“El aislamiento producido por el confinamiento se ha traducido en un incremento de la violencia”.

“El aislamiento producido por el confinamiento se ha traducido en un incremento de la violencia”, nos cuenta. “La imposibilidad de salir y ganarse el pan cada día es una enorme fuente de estrés”.

Otros países con importantes poblaciones desplazadas están llegando a las mismas conclusiones. El Grupo Temático Mundial sobre Protección, una red dirigida por ACNUR que agrupa ONG y agencias de las Naciones Unidas que brindan protección a personas afectadas por crisis humanitarias, indicó en agosto que se estaban dando más casos de violencia de género en el 90% de sus operaciones, entre otras en Afganistán, Siria e Iraq. Entretanto, casi tres cuartas partes de las mujeres refugiadas y desplazadas encuestadas recientemente por la organización International Rescue Committee en tres regiones de África denunciaron un aumento de la violencia de género en sus comunidades.


Mary Husuro, refugiada sursudanesa de 26 años, lleva a cabo una sesión de terapia en el campamento de refugiados de Kakuma (Kenya). © ACNUR


Del mismo modo que los niveles de violencia contra las mujeres han aumentado, los confinamientos y demás restricciones al movimiento han dificultado que las sobrevivientes puedan denunciar los abusos y buscar ayuda. A menudo las mujeres refugiadas carecen de acceso a instalaciones de salud pública y otros servicios sociales críticos y tienen que confiar en los servicios disponibles por medio de ONG y agencias de las Naciones Unidas. Pero la COVID ha forzado el cierre de muchos de estos servicios y en los campamentos desde Kenya hasta Bangladesh los trabajadores sociales no han podido visitar a las personas refugiadas ni organizar actividades de prevención.

“En marzo nos dimos cuenta de que no podíamos llevar a cabo nuestras actividades habituales”, dice Gabriela Cunha Ferraz, oficial de violencia de género de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) en el campamento de refugiados de Kakuma, al noroeste de Kenya. “Esto nos forzó a empezar a pensar en nuevos modos de llegar a las personas”.

Ferraz y sus compañeras añadieron una cuenta de WhatsApp a su número de atención telefónica, de modo que las sobrevivientes aisladas en casa junto con sus agresores pudieran intercambiar mensajes en privado con una trabajadora social. También organizaron un programa mensual de radio que se emite en una emisora comunitaria muy escuchada entre las personas refugiadas del campamento. Cada mes el personal abarca temas variados relacionados con la violencia de género y explica a las oyentes cómo pueden acceder a servicios por medio de líneas de ayuda telefónica.

ACNUR y sus organizaciones asociadas están experimentando un proceso similar en todo el mundo para adaptar los programas de violencia sexual de modo que las mujeres puedan seguir accediendo a ellos con seguridad.

En muchos lugares esto ha supuesto pasarse al apoyo en línea y la terapia a distancia. En el Líbano, por ejemplo, el personal de violencia de género pasó de gestionar sesiones de prevención para mujeres refugiadas en espacios físicos seguros, a impartirlas en línea. Las mujeres reciben paquetes de datos de internet que les permiten participar en las sesiones en línea, pero Martin De Oliveira Santos, oficial asociado de protección de ACNUR en el Líbano, reconoció que existen otras barreras para la prestación de servicios remotos.

“Sabemos que en el Líbano los celulares no siempre están en manos de las mujeres; a veces están controlados por sus maridos o sus padres”, nos dijo. “También nos enfrentamos a diversos niveles de alfabetización digital”.

Kosida, refugiada y voluntaria de 19 años, nos explica que muchas de las mujeres refugiadas rohingya que viven en los campamentos del distrito de Cox’s Bazar (Bangladesh) tampoco tienen acceso a celulares desde los que llamar a los servicios de atención telefónica. Por eso Kosida recorre puerta a puerta su bloque dentro del campamento de Kutupalong para compartir información acerca de los servicios disponibles para sobrevivientes de violencia de género. Los confinamientos han hecho más difícil todavía ayudarlas a acceder a un apoyo especializado, pero nos cuenta que el principal problema fue la reticencia de las mujeres a denunciar a sus parejas maltratadoras.


“A las mujeres siempre les resulta difícil denunciar a los hombres”.

“A las mujeres siempre les resulta difícil denunciar a los hombres, protestar o reportarlos, porque dependen de ellos para vivir”, cuenta. “Si las mujeres no son independientes, si no tienen sus propios ingresos, siempre será así”.

Cuando es necesaria una intervención en persona y los confinamientos impiden que los trabajadores humanitarios se muevan por las comunidades, las refugiadas voluntarias como Kosida se convierten a menudo en un vínculo fundamental entre sobrevivientes y servicios de violencia de género.

En Kakuma, Ferraz y su equipo confían en trabajadoras de la comunidad de personas refugiadas que han sido contratadas y capacitadas por una organización asociada, el Consejo Danés para los Refugiados, para ser “sus ojos y sus oídos en la comunidad” mientras sigan en vigor las restricciones por la COVID.

“Se trata de refugiadas que viven en los campamentos y han recibido formación para identificar casos de violencia de género y derivarlos de manera segura”, comenta. “De modo que si existe una denuncia por violencia de género en la comunidad, podemos comprobar la seguridad de la sobreviviente y derivar el caso inmediatamente a una trabajadora social”.

Mary Husuro, refugiada sursudanesa de 26 años residente del campamento de Kakuma, se convirtió en trabajadora comunitaria tras vivir en primera persona una experiencia de violencia de manos de su exmarido. “Pensaba que no había esperanza para mí, pero entonces conocí el Consejo [Danés para los Refugiados] y recibí ayuda y terapia: ahora soy yo la que ayuda a las demás”.

Al comienzo de la pandemia “había mucha violencia [de género], pero las mujeres guardaban silencio por miedo al coronavirus”, nos cuenta.

Explica que, como consecuencia de las labores de concientización que han llevado a cabo ella y otras trabajadoras comunitarias, ahora las mujeres del campamento conocen la ayuda que tienen a su alcance.

Nabila Berm, refugiada siria residente en Jordania, forma parte de un grupo de jóvenes voluntarias refugiadas y jordanas que desarrolla vídeos animados para concientizar sobre la violencia de género. Nos explica que las sobrevivientes en su comunidad tenían el mismo miedo a la hora de pedir ayuda al comienzo de la pandemia.

“No sabían dónde podía acudir. Tenían miedo de trasladarse a casa de una amiga y les preocupaba mucho contagiarse de COVID”, dice, y añade que, aunque ahora se conocen mejor los números a los que se puede llamar para pedir ayuda, el riesgo de violencia ha incrementado en paralelo al empeoramiento de la situación económica.

“Cada vez oigo más casos de mujeres que sufren violencia, porque todo el mundo está en casa y hay menos dinero disponible. La gente está enfadada y frustrada”, dice. “Me preocupa que, como consecuencia de esta situación, vayamos a ver cada vez más casos”.

En Cúcuta, Mónica acabó consiguiendo ayuda cuando una amiga le habló de una ONG local llamada Corprodinco, que gestiona en colaboración con ACNUR un albergue para sobrevivientes de violencia de género. Su novio no la dejaba irse de casa pero, con ayuda de la policía, Corprodinco consiguió que se trasladara al albergue. Allí está recibiendo terapia y aprendiendo nuevas destrezas como la costura, que espera que le permitan valerse por sí misma cuando llegue el momento.

A menudo se pregunta si las cosas habrían sido diferentes para ella si se hubiera quedado en Venezuela, donde su madre y sus hermanas la podrían haber cuidado. “[Mi novio] se aprovechó de que estaba sola aquí en Colombia, sin nadie que me ayudara o me diera apoyo”, dice.

“Intenté irme muchas veces, pero tenía miedo. Como persona que huyó de Venezuela, sé lo que es el hambre y he dormido en la calle, y no quería tener que volver a pasar por eso. Pero las cosas no deben ser así. Nadie debería tener que sufrir violencia doméstica”.

*Su nombre fue modificado para proteger su identidad.

Redactado por Kristy Siegfried con información adicional de Jenny Barchfield en Ciudad de México, Lilly Carlisle en Ammán (Jordania) y Iffath Yeasmine en Cox’s Bazar (Bangladesh).
ACNUR





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