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Luz Arcas, “Toná”





Toná surgió en los viajes a Málaga para visitar a mi padre, bastante enfermo. En su casa, donde me crie, me reencontré con referencias, iconos, símbolos que tenía casi olvidados. Recordé anécdotas y miedos, reconectando con el folclore de mi infancia. Quería bailar un sentimiento que es propio de ese folclore: la muerte como celebración de la vida, la fiesta y la catarsis individual y colectiva.

Estaba trabajando en un nuevo proyecto con las también malagueñas Luz Prado (en la música) y Virginia Rota (en los audiovisuales), cuando les propuse indagar en esa poética compartida. Luz había trabajado mucho sobre los verdiales, folclore malagueño prerromano, probablemente de origen fenicio, que en gran medida ha sobrevivido a las sucesivas colonizaciones culturales y todo intento de domesticación. Virginia, por su parte, acababa de inaugurar una exposición sobre el luto en Andalucía.

La memoria colectiva y los imaginarios populares son cruciales porque nos acogen y nos salvan del individualismo invitándonos a elaborar un relato compartido. Como todo lo relacionado con el pueblo, esta memoria cultural está llena de problemas, sin duda, pero volver a ella, para ensuciarla, renombrarla, y así, vitalizarla, es un acto de libertad frente al totalitarismo cultural o cualquier intención neoliberal de imponer o capturar un sentido, que solo esa colectividad puede administrar performativamente. También es un acto de resistencia contra el intento de nuestro sistema de desterrar y negar la enfermedad, la vejez y la muerte, que nos hace débiles cultural y espiritualmente y por lo tanto, dominables.

En la biblioteca de mi padre me reencontré con una biografía de Trinidad Huertas, La Cuenca, una bailaora malagueña del siglo XIX que se hizo famosa en todo el mundo con un número en el que representaba a una torera en plena faena y que le dio el sobrenombre de La Valiente.

He recuperado otras referencias de mi infancia, como la figura de la Virgen del Carmen, embarcada en procesión por el mar cada 16 de julio, en una fiesta que, como tantas otras del mundo popular, expresan un paganismo y un arcaísmo anterior al catolicismo y que sin embargo éste siempre ha aprovechado para articular sus mitos. También recuerdo cuando un amigo de mi padre nos llevaba de noche a esperar a que se apareciera la virgen entre los olivos. Me interesa la experiencia del milagro como la aborda Pasolini, como Ana Mendieta: la metafísica de la carne, su espectacularidad pobre, el testigo inesperado.

Los milagros están hechos de muchas cosas pero sobre todo, de la necesidad de que ocurran. Su carácter devocional no requiere una estructura formal demasiado elaborada, como dice mi amigo Rafael SM Paniagua «la eficacia de las formas culturales populares es de otro tipo. Su precisión es de otro tipo. Podemos elaborar una creencia a partir de una imagen abyecta, una mancha en la pared, un Cristo mal pintado. La devoción popular se organiza en torno a imágenes malas».

Confieso que el proceso de creación ha sido una liberación. Ojalá lo sea también para el público.

Toná nace de la necesidad de encarnar una identidad amplia, que no pretende definirse esencialmente, ligada orgánicamente a la memoria colectiva y los imaginarios populares, con toda su conflictividad. Una poesía que trasmite la carne, el pulso vital, llenos de rabia y de alegría, también de prejuicios y supersticiones. Un dolor antiguo y fértil que nos construye lentamente, desde la infancia.


Una identidad tan luminosa como oscura, que no se resume en términos de productividad y consumo, sino de derroche físico y poético que se niega a inscribirse en las inercias de la opinión y su euforia, la pose, el protocolo.


Un cuerpo reconciliado con sus fuerzas vitales, entretejido de enfermedad, vejez, muerte, y que se relaciona descaradamente con los símbolos, para ensuciarlos, pisotearlos, renombrarlos, mientras grita: son nuestros, nos pertenecen.

Un cuerpo que no escoge entre creer o sospechar: hermana fe y nihilismo y se repite amar es tener el cielo y ver que el cielo no tiene nada.

*
«La vergüenza es el sentimiento que salvará a la Humanidad» dice el protagonista de Solaris. No será el amor, sino la vergüenza.

Un dolor que es antiguo y fértil: la carne, los cuerpos. La identidad es el misterio que se esconde en cada cuerpo y que surge de la reconciliación íntima con la vergüenza.

Busco en los cuerpos el baile, no la danza sino el baile, su folclore, su herida: cuando la dignidad humana nos convoca y se atreve a pisotear el suelo con la potencia de la vergüenza. La rabia más hermosa, la herida más abierta.
Luz Arcas

https://lapharmaco.com/obras/tona/



La insumisión como misión
Nuria Ruiz de Viñaspre

Luz Arcas “Toná”.

Pese a que mi visión del mundo sea religiosa,
yo no creo en la divinidad de Cristo.

P.P. Pasolini.

Las cosas y las gentes están sacralizadas. El sistema está sacralizado. La sociedad está sacralizada. Somos un producto que funciona dentro de un sistema capitalista y jerarquizado. Somos la histérica sociedad que clama la muerte y después la niega. La misma sociedad que la llora poseída a sus pies dolientes y crucificados, pasea su fe ciega por las calles silenciadas como una comitiva de rituales paganos y después la esconde. Pero en Toná, Luz Arcas la revela, le da espacio y la celebra. Ella es el acto de insumisión cuya única misión es la no misión de ese sistema. Y así, en un acto de resistencia, de resiliencia, ella nos relata otro plan intermundi. Arcas se retira de esa histeria domesticada con un baile de máscaras tribal y primigenio y nos induce a otro mundo sin extremos ni fe ni clavos que nos aten, que desaten, pero más humano, más de carne desatada. Aquí no hay individualidades, hay individuos, y cada uno, cada una era única dentro del trío que formaba entre lazos y flores con Luz Prado y Lola Dolores. Era la fusión étnica venida desde antiguo, pero con final reinterpretado. Ella le ha quitado la máscara al miedo y baila con su cuerpo catártico a la muerte.

La coreógrafa -a veces con tintes preciosamente gamberros- llena de otro fervor el escenario. Una vuelta a su infancia hoy reinterpretada que llena de festividad y del propio espíritu del folclore. Ella habla de la muerte con respeto porque respeta el miedo antiguo, pero aquí Arcas la celebra. Está celebrando la muerte. Celebra el folclore de la muerte como celebra la vida, porque ella es la celebración de lo negro, de la muerte, del llanto, de la virgen. Ella es otra virgen. La campesina con sentido de comunidad. La mujer tribal. La niña fotogénica del pueblo indígena que deshoja nuestras máscaras de cemento y de alquitrán varado.

Con sombrero negro que me lleva a los verdiales y colores en el tinte negro de unos paños que engalanan, Luz se apropia del concepto de lo sacro y lo convierte en otra cosa que fusiona al ser humano y a Dios mezclando la cultura popular, los ritos y las creencias primitivas. Arcas, la santera de sangre, pelo y fuego se fusiona con la naturaleza primera, con la vivo y lo no vivo, adquiriendo multitud de formas en su evolución y partiendo de la fuerza de su cuerpo extenuado. Su cuerpo, que es su territorio, está lleno de respuestas.

Reflejo, denuncia o reinterpretación. Todo a través de su mirada multidisciplinar, así es como consigue Arcas encañonar nuestras férreas mentes, redirigirlas. Un Nuevo Testamento esta pieza sacra de sonidos humanos que confiere a través del cuerpo un nuevo vigor al verbo cristiano. Para Arcas, todo lo cristiano es humano, es carne, es bandera y a la vez es nada. Porque una bandera cuerpo a tierra no es bandera, es telar. Por eso luce la festividad de la muerte en ese paño. Y dando honor a su nombre colorea el negro y el luto que raya lo blasfemo para el acérrimo creyente y el sectario.

Sabemos que un yugo es un instrumento para unir dos bueyes a una yunta. Una pieza de madera que se ajusta al cuello de los animales para tirar de ellos. Pero también es carga pesada, prisión o atadura.  Dominio u opresión que una persona ejerce despóticamente sobre otra. Así comienza la Toná de Luz Arcas, con un yugo sobre la espalda, cargando lo ancestral y bienquerido, pero girando la rueda del destino y haciendo de ese yugo otro instrumento que celebre lo ligero.

Alejada pues de antiguas narrativas, de supuestos consabidos, pero con memoria de niña y esa misma fe en un mismo ojo, la coreógrafa nos propone otra mirada. Su mirada es una ventana sin márgenes a la que todos podemos asomarnos. Estamos ante el milagro de creer sin creer. Ante el milagro del color como esa explicación inocente del misterio real del ser humano. El simbolismo del milagro despojado de su cruz más teológica. La revelación del milagro concebido como magia no como dogma.

Luz es la luz indomesticable. La litúrgica vanguardista a la que sumarse. Otra arquitectura religiosa, la revuelta de los ancestros de la ciudad histérica.

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