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Cuatro años después, la deshumanización de los rohinyás se acentúa

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Foto Pau Miranda

Cuatro años después de la violenta campaña del ejército de Myanmar contra los rohinyás en el estado de Rakhine –que provocó un éxodo masivo de población– unos 900.000 personas refugiadas rohinyás viven en Bangladesh y 154.00 en Malasia. En los tres países, los apátridas rohinyás son discriminados, estigmatizados como portadores de enfermedades o delincuentes, y se les niegan los derechos básicos y el acceso adecuado a servicios, incluida la atención médica, reporta MSF.

En el contexto de la pandemia de COVID-19 y su impacto socioeconómico, los gobiernos de los países que acogen a refugiados rohingya han recurrido a estrategias aún más severas para marginar a esta comunidad, deshumanizándola en el discurso público y culpándola de la propagación del virus.

La mayoría de los rohingya consideran que su hogar está en Myanmar, pero tanto los sucesivos gobiernos del país como las comunidades que viven en el estado de Rakhine les han negado el derecho a regresar a casa. Los pocos aliados que tienen en la región y los gobiernos que defienden sus derechos a nivel mundial han demostrado poca capacidad para ayudarlos a encontrar una solución a largo plazo a su difícil situación: regresar a casa en condiciones de seguridad y dignidad o buscar la protección adecuada en otro lugar.

En Bangladesh, las autoridades están bloqueando los esfuerzos humanitarios para mantener la infraestructura o para proporcionar la asistencia humanitaria y los servicios de protección necesarios, lo que ha provocado el deterioro de las condiciones en los campos de Cox's Bazar. Para los refugiados, esto significa que no pueden vivir con dignidad, salud y seguridad. Las consecuencias médicas de estas políticas deshumanizadoras se ven cada vez más entre los pacientes que Médicos Sin Fronteras (MSF) trata en los campos, tanto físicos como mentales.

Los campos, que inicialmente eran un lugar de refugio para los rohingya que huían de la persecución, son cada vez más como una prisión. Esto, la falta de una solución a largo plazo, y la exposición constante a factores estresantes como el miedo y la incertidumbre, se está cobrando un alto precio en su salud mental, especialmente entre los jóvenes que viven su situación actual en los campos como una sentencia de por vida que ofrece pocas esperanzas de futuro o perspectivas de vida.

Entre los adolescente vemos más fuerte las cuestiones relacionadas con la depresión. Como perdieron sus posibilidades de escolarización y tampoco pueden trabajar, ven que incluso si está situación cambia y en el futuro pueden salir del campo de refugiados o volver a Myanmar, que es lo que quieren, ya su futuro está cortado, perdido”, explica Sandra Zanotti, responsable de Salud Mental de MSF en el hospital Goyalmara, cerca del campos de Cox’s Bazar. “Es una población muy herida y lastimada, por más que la situación cambie en el futuro, ellos ya ven un impacto permanente en sus vidas”.

Los equipos de MSF también tratan muchas enfermedades relacionadas con las malas condiciones de vida: enfermedades respiratorias y enfermedades transmitidas por el agua debido a una vivienda y saneamiento deficientes. Las autoridades de Bangladesh deben permitir urgentemente mejoras en la infraestructura humanitaria dentro de los campos.

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