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Sartre, Menéndez Pidal y la crisis de los misiles de Cuba

OPINIÓN de Carlos Taibo 

Conocí a Alfonso Sastre con ocasión de una de las semanas de filosofía que organiza en Pontevedra el Aula Castelao. Antes había leído una parte significada de la obra del dramaturgo y un libro delicioso titulado Lumpen, marginación y jerigonça. Aunque ya sé que Sastre tiene fama de hombre crudo y de opiniones intempestivas, no es ésa la imagen que extraje de mi experiencia personal. Me pareció, antes bien, alguien muy equilibrado, de juicio mesurado y extremadamente cortés en las formas.

 

Invoco el nombre de Sastre porque me sirve para ilustrar algo que a buen seguro le ha pasado a la mayoría de ustedes: una frase trivial adquiere a nuestros oídos un significado especial si la situamos en alguna circunstancia excepcional, como puede ser, sin ir más lejos, una anécdota escuchada en labios de otra persona.

En este caso la anécdota cuenta que en 1962, al amparo de la crisis de los misiles de Cuba, nuestro hombre y Juan Antonio Bardem, el director de cine, acudieron a la casa madrileña de don Ramón Menéndez Pidal, el filólogo, para solicitar que éste firmase un manifiesto en favor del desmantelamiento de la base norteamericana de Torrejón. El argumento sustentador del manifiesto era fácil de entender: si se producía un intercambio nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y una bomba atómica caía sobre Torrejón, la ciudad de Madrid se evaporaría (ya sé que esto último no nos parecería hoy necesariamente una mala noticia, pero entonces, y de manera sorprendente, lo era). Aunque Menéndez Pidal tenía a la sazón 93 años —el lector desmemoriado se ha ocupado, por una vez, de certificarlo—, conservaba al parecer intactas sus facultades mentales. Lo cierto es que, según el testimonio de Sastre, leyó con atención el manifiesto y dijo, supongo que con voz atiplada, algo así como lo siguiente: “Pues verán ustedes. Si hay un intercambio nuclear entre las dos grandes potencias, no sé para qué va a servir que firmemos este manifiesto. Y, si no lo hay, tampoco le veo mayor utilidad”.


Fue entonces cuando Sastre pronunció, o al menos pensó, la frase que un servidor anunciaba: “Dios mío. Cuánta razón tiene este hombre. No sé cómo no se nos había ocurrido antes”. Bardem, al parecer más ducho en estos menesteres, le preguntó a don Ramón en dónde quedaba entonces el honor de los intelectuales. Parece que alguna fibra sensible debió tocar en el filólogo, quien se limitó a pedir a sus interlocutores que le dejasen el manifiesto para leerlo de nuevo y darle una vuelta a la cuestión. Obviamente no lo firmó. Las cosas como fueren, cuánta razón tenía este hombre. Cómo no se les habría ocurrido antes.

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