SERGIO ORTIZ
Aclaración necesaria:
Estuve leyendo y releyendo artículos varios respecto al mal llamado “Día de la Raza”. O sea sobre la conquista y genocidio español en nuestra América y la Argentina, y la situación siempre difícil, por decir lo mínimo, de los pueblos originarios.
Estaba y estoy muy disgustado con que el gobierno de los Fernández no tomara este tema en absoluto el pasado 12 de octubre, mientras esas comunidades siguen postergadas, reprimidas y demonizadas cuando intentan recuperar sus territorios ancestrales, sobre todo los mapuches en la Patagonia.
Y así fue que en el archivo encontré esta nota mía, publicada en el diario La Arena el 14 de octubre de 2004 y firmada, como lo hacía yo entonces, como “Emilio Marín”.
Entonces tomé la decisión de reproducirla textual, porque la considero de actualidad a pesar de los 17 años transcurridos. Solamente aclaro que Emilio Marín soy yo. Y al final agrego el número actualizado de pueblos originarios en Argentina, porque mi artículo dice 22 y en 2018 las estadísticas del Re.Na.C.I. dicen 34. Todo lo demás lo dejé tal cual. Este es mi modesto aporte al debate. Los fascistas como José Espert, dicen: “Mañana 12 de octubre los seres humanos normales festejamos, como toda la vida, el Día de la Raza”.
DICHOS RACISTAS DEL CÓNSUL ESPAÑOL EN CÓRDOBA
¿Cómo se iba a llamar la plaza sino Isabel La Católica? ¿Cuándo se iban a reiterar los dichos contra los pueblos originarios sino un 12 de octubre? ¿Quién iba a ser el autor de esas palabras de tinte racista sino un funcionario español? Efectivamente, tomando como argumento la celebración del “Día de la Raza”, el cónsul general de España en Córdoba, Pablo Sánchez Terán, se despachó contra las culturas aborígenes diciendo a los contemporáneos que “Mucho peor estaríais o estaríamos bajo los incas”. La polémica quedó servida porque hasta el Inadi pidió el alejamiento del cónsul, aunque no faltaron los españolistas que respaldaron lo actuado por la Cruz y la Espada.
El cónsul Sánchez Terán habló sin pelos en la lengua en la mañana del 12 de octubre, celebrando el día de la hispanidad. “Mucho peor estaríais o estaríamos, bajo las civilizaciones incaicas, aztecas, sioux, apaches o mapuches, que han sido idealizadas por algunos historiadores y antropólogos, cuando es bien conocida su división de castas y su carácter imperialista y sanguinario”, tronó como si recién se hubiera apeado de las carabelas.
Por la enumeración que hizo de aborígenes no hablaba meramente de la conquista ordenada por Isabel La Católica tras los viajes de Cristóbal Colón. No hace falta ser historiador para saber que los sioux y apaches poblaban Norteamérica hasta que el Séptimo de Caballería y los fusiles Remington los hicieron polvo. Desde entonces esas feraces tierras dieron de comer a los farmers y los John Wayne de Hollywood, no más a las tribus de Toro Sentado o Gerónimo.
En las valoraciones del cónsul general hay un tema que podría discutirse, como mera hipótesis histórica: si hubiéramos estado mejor o peor con aquellas civilizaciones autóctonas. Ese es un debate de larga data, que puede continuar.
Pero lo que carece de todo rigor científico es su descalificación de esos pueblos originarios como de carácter “imperialista y sanguinario”. El sistema imperialista no se remonta a tiempos de mayas o aztecas sino que es un fenómeno de principios del siglo XX, con la etapa superior del capitalismo. Dicho en términos burdos, no debemos culpar tanto al marino genovés como a José María Aznar, Rodrigo Rato, Alfonso Cortina (Repsol) y los pulpos Telefónica, Banco Santander, Bilbao Vizcaya, Endesa, etc. El cónsul protege estos intereses, cuya representación diplomática ostenta y disimula levantando el dedo acusador contra los incas. A Sánchez Terán habría que decirle que no se vaya tan lejos en la ubicación del debate: partimos de cuestionar al imperialismo español de nuestros días y no tenemos problema en que la polémica vaya retrocediendo en el tiempo desde allí hasta 1492, si hace falta.
RÍOS DE SANGRE
Las autoridades aztecas o incaicas no eran gobernantes enguantados en terciopelo y es cierto que oprimieron a otras etnias originarias en sus regiones o bien se extendieron y las sometieron. Pero de allí a calificarlas de imperialistas media una gran distancia y tremenda desubicación histórica. Es como si con los criterios de hoy cuestionamos al hombre de las cavernas porque comía carne cruda.
Los devotos de la hispanidad se dicen tributarios de la cultura judeo-cristiana y festejan ser hijos de España porque de ese modo serían nietos de Roma y bisnietos de Grecia. Llegados a ese punto tenemos derecho a preguntarles porqué enrostran a los aborígenes americanos ser la meca imperial y no a Roma, que exportó sus legiones hasta Constantinopla.
Hecha la salvedad sobre lo relativo a las comparaciones atemporales, hay que insistir en que la conquista española fue un hecho violento, sangriento y hasta genocida. Este es el punto que el cónsul de marras no acepta ni hace autocrítica, como no lo hacen el rey borbón Juan Carlos ni la Iglesia Católica.
Algunos hombres de la Iglesia de entonces, como fray Bartolomé de las Casas, denunciaron los métodos de los conquistadores en la isla La Española: “entraban los españoles en los poblados y no dejaban niños ni viejos ni mujeres preñadas que no desbarrigaran e hicieran pedazos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría un indio por medio o le cortaban la cabeza de un tajo. Arrancaban las criaturas del pecho de sus madres y las lanzaban contra las piedras. A los hombres les cortaban las manos. A otros los amarraban con paja seca y los quemaban vivos. Y les clavaban una estaca en la boca para que no se oyeran los gritos. Para mantener a los perros amaestrados en matar traían muchos indios en cadenas y los mordían y los destrozaban y tenían carnicería pública de carne humana...Yo soy testigo de todo esto y de otras maneras de crueldad nunca vistas ni oídas” (pasaje de su “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”).
A lo largo del “Nuevo Mundo”, los indios que resistieron fueron masacrados y los sobrevivientes encadenados al trabajo esclavista con sistemas como la encomienda, la mita y el yanaconazgo. Los barcos repletos de oro y plata hacían sus viajes en una sola dirección: todo para la corona. Aquí morían como moscas los indios laborando en los socavones de las minas o en los cultivos de los encomenderos.
De resultas de esas guerras desiguales de los hombres de a caballo, que usaban la espada y el arcabuz, más los sistemas brutales de explotación y el factor extra de las enfermedades como viruelas y sífilis, murieron unos 70 millones de indígenas. ¿Cómo puede glorificarse semejante genocidio que aportó a la “acumulación primitiva” de las potencias de la época?. Ya advertimos que las comparaciones fuera de tiempo no son científicas. Aquí va una: el Tercer Reich de Adolfo Hitler costó a la humanidad 60 millones de muertes; la Conquista de los reyes católicos al servicio del comercio y finanzas europeas aniquiló a 70 millones de integrantes de pueblos originarios.
Hubo una institución que hizo a las víctimas mirar al cielo mientras otros les metían la mano en el bolsillo o les apuntaban al corazón. Lo pinta este abracadabra: “Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: Cierren los ojos y recen. Cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”.
¿POR CASA CÓMO ANDAMOS?
Denunciar ese genocidio y su sentido mercantilista que benefició a Europa es un punto de partida de la interpretación de esos hechos históricos. La leyenda dorada de una corona española benefactora no resiste el menor análisis. Incluso los conceptos de “raza” han caído en descrédito luego que se demostrara científicamente su inexistencia. El estudio de la cadena del genoma humano no halló diferencias más que de 0.02 por ciento entre personas de piel blanca, morena, amarilla u otras coloraciones. Incluso tampoco fueron significativas las existentes entre los seres humanos y los ratones. Mucho antes que la ciencia diera esa conclusión al debate, la Unesco había dispuesto en 1959 el fin de las celebraciones de la raza por considerar que apenas había diferencias de etnias.
Sin embargo el racismo obstinado aún festeja en círculos gubernamentales del viejo y el nuevo continente, y los medios de comunicación. No son sólo funcionarios madrileños de exportación los que opinan de ese modo. El actual Director del Museo Histórico Nacional, Juan José Cresto, argentino, sostuvo que los españoles encontraron en estas tierras “a unos pobres indios antropófagos en estado de desnudez” (Clarín, 12/10).
Los analfabetos políticos, aún directores de museos, no entienden que la lucha de esos “antropófagos desnudos” –cuyas culturas tenían muchos avances para su época- contra el invasor, aún derrotada, dejó un aporte subjetivo a las campañas posteriores por la emancipación americana. Ese es el factor a rescatar por quienes anhelan una Segunda Independencia, por ejemplo, la heroica resistencia de los Quilmes en tierra Calchaquí en 1667 contra el gobernador tucumano Alonso de Mercado y Villacorta.
Al servicio de esa revolución inconclusa se deben rescatar todos los elementos objetivos que legaron los vencedores de entonces y se puedan aprovechar (desde la lengua hasta técnicas productivas e inversiones).
Mucho más acá en el tiempo, y en nuestro país, se discute sobre la figura de Julio Argentino Roca y la mal llamada “Campaña al Desierto” entre 1879 y 1885 (no había ningún Sahara, del mismo modo como los españoles no descubrieron una América preexistente). Las posiciones están bien polarizadas: la Sociedad Rural y el diario “La Nación” están a muerte con el militar y presidente que tiene su alta estatua en la Capital y Bariloche. Nosotros compartimos la postura de los mapuches y tehuelches, víctimas del Remington y cañones Krupp, como lo ha denunciado entre otros Osvaldo Bayer. Como siempre, no hay una sola historia sino al menos dos: la de los opresores y la de los vencidos.
La discusión detonada por las ofensas del cónsul español estaría justificada si sirve para hablar de los problemas actuales de los aborígenes argentinos. Según estimaciones de la Asociación Indígena de la República Argentina, aquí hay 22 pueblos indígenas, en 860 comunidades, con un total de dos millones de personas. (NOTA 1)
Es evidente que perdura el despojo de la conquista, como se puede apreciar en los desalojos de mapuches a favor del latifundio Benetton en Chubut; la represión a los kolla guaraníes de Orán, por el Ingenio San Martín del Tabacal perteneciente a la estadounidense Seabord corp.; la pobreza extrema de los tobas de Ramón Lista, Formosa, etc. El debate histórico es bueno, pero a condición de no quedarnos en la época de las carabelas sino ver qué hay que hacer aquí y ahora para reparar las injusticias contra nuestros hermanos de pueblos originarios.