OPINIÓN de Eduardo Madroñal
“¿Qué piensas que ha sido de los
jóvenes y de los ancianos?” Walt Whitman.
¿Por qué no pueden
existir héroes viejos, ancianos poderosos que con sus acciones y con su lucha
cambian la realidad? Por ejemplo, Don Quijote, un viejo con una locura libre y
revolucionaria.
Cuando se define a la
vejez solo como la falta de juventud, considerándola como una enfermedad, sin
ver en ella nada positivo, presentándola como algo que debemos temer y casi
ocultar, se está tomando partido, separando y enfrentando a jóvenes y viejos.
Lo que se transmite es considerar a la vejez como una edad que nada puede
aportar, que no es “productiva” y solo constituye una carga para la sociedad.
Cuando todo se reduce al beneficio, quien ya no puede ser objeto de
explotación, no solo es prescindible, sino que es una carga -en el apartado de
pérdidas- que es necesario recortar reduciendo su pensión y los cuidados que
recibe.
Frente a esta visión
mezquina -que se difunde desde quienes ostentan el poder- existe una corriente
mucho más poderosa de solidaridad y reconocimiento del conjunto de la sociedad
hacia sus mayores. Es atávica, con raíces de siglos, pero también muy moderna,
enfrentando cuestiones rabiosamente actuales.
En el gran arte tenemos
muchos ejemplos que expresan esa sensibilidad, presentándonos viejos fuertes,
hermosos y activos, y no únicamente pasivos y decrépitos, tejiendo lazos
irrompibles de unidad y solidaridad entre todas las edades y generaciones.
Valores y enseñanzas que, en obras incluso realizadas hace siglos, adquieren
una prodigiosa modernidad.
En la pintura
Con esa mirada limpia,
libre de prejuicios, y por ello poderosa, Velázquez ve grandeza en jóvenes y
viejos. A Velázquez le interesa solo los viejos pobres, elevándolos,
convirtiéndolos en modelos del gran arte.
Esa “Vieja friendo
huevos”, donde el color y la composición resaltan su figura, serena y clara
sobre un fondo oscuro y espeso. Entregada a una actividad cualquiera en una
casa cualquiera, que puede pasar inadvertida pero que la mirada de Velázquez la
convierte en una imagen casi totémica. Ese “Aguador de Sevilla”, con la cara
ajada por los años y el vestido roto, pintado como un gigante que ocupa
majestuoso el centro del cuadro.
Y en ambos casos,
Velázquez coloca la figura de un joven, casi un niño, ayudando a la vieja a
freír los huevos, recibiendo la copa del aguador. Ambos, jóvenes y viejos,
están unidos en la misma acción. Y es inconcebible verlos separados o
enfrentados.
En el cine
Nomadland, la película
que triunfó en la última edición de los Óscar, es una historia de una belleza
profunda y conmovedora, que tiene como protagonistas a los pensionistas
estadounidenses deglutidos tras haber sido devorados durante décadas de
explotación laboral. El crack del 2008 dejó a muchos de ellos sin pensión y sin
casa, transformados en nómadas obligados a viajar de punta a punta del país en
busca de trabajo, sea cosechando fruta o sirviendo de mano de obra barata a
Amazon.
No los trata únicamente
como víctimas con las que solidarizarse. No los mira por encima del hombro sino
cara a cara. Y, frente a la ferocidad de unas élites -con los fondos privados
de pensiones a la cabeza- que los han expulsado violentamente, retrata la
grandeza de las relaciones de unidad y solidaridad que se desarrollan entre
ellos.
Pero en el cine
norteamericano existen también viejos activos, poderosos, héroes. Su representante
es Clint Eastwood, que a sus 90 años sigue ofreciéndonos magistrales pedazos de
cine. El William Munny de “Sin perdón”, el pistolero retirado y declarado
inservible que lo desarbola todo cuando desata su furia. O Walt Kowalski, el
obrero jubilado de “Gran Torino”, capaz de establecer una nueva unidad con
quienes había combatido como enemigos.
En la prosa
La literatura está llena
de estos ancianos que, presentados como cercanos a la muerte, en realidad
desbordan vida. Están en Cervantes, que escribe el Quijote cuando ya contaba 58
años, ya un anciano a principios del siglo XVII. Consciente de que “el tiempo
es breve” y “las ansias crecen”, y por ello declara “llevar la vida sobre el
deseo que tengo de vivir”. Capaz de contemplar el mundo con una humanidad que
muy pocos han podido alcanzar.
García Márquez, en La
Mancha caribeña que es Macondo, con esa Úrsula Iguarán de “Cien años de
soledad”, anciana matriarcal, fundadora y pilar de todo un clan, ejemplo de
“las mujeres que sostienen el mundo en vilo para que no se desbarate”. Ese
“coronel que no tiene quien le escriba”, ejemplo de dignidad justamente terca,
que conserva en su vejez la negativa a renunciar a sus anhelos. O ese “amor en
los tiempos del cólera”, la pasión entre dos viejos que viven intensamente.
Y en la poesía
Neruda en la “Oda a la
edad” nos desvela que, frente a quienes miden la edad en años, “todos los
viejos llevan en los ojos un niño, y los niños a veces nos observan como
ancianos profundos”.
Y nuestro universal y
siempre vivo Lorca canta en un poema al “viejo hermoso Walt Whitman” en “Poeta
en Nueva York”. Frente a la imagen tétrica de la vejez, la “Oda a Walt Whitman”
celebra a ese “anciano hermoso como la niebla”.
El propio Walt Whitman
celebra una libertad combativa, libre de toda culpa y pecado, exaltando la
“expansión de la juventud. ¡Elasticidad siempre hacia delante!”; y celebrando
al mismo tiempo la “vejez que se alza magnífica”, la “bienvenida, inefable
gracia de los días de ocaso”.
Frente a quienes desde la
mezquindad del beneficio consideran la vejez inútil y prescindible,
justificando los ataques a quien previamente han deshumanizado, el gran arte
nos ofrece una visión revolucionaria porque toma partido por la vida, uniendo
en una misma sensibilidad a todas las edades.
“Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman/ he dejado de ver tu barba llena de
mariposas”
Federico García Lorca.
Eduardo Madroñal Pedraza