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La nostalgia de Hilarión

OPINIÓN de Ilka Oliva-Corado

Salió del segundo turno a las tres de la tarde, ha trabajado de 5 a 10 de la mañana en una mueblería cortando madera y de 11 de la mañana a las 3 de la tarde el segundo turno, limpiando oficinas.  En su camino para el tercer turno donde trabaja de ayudante de mesero en un restaurante libanés se detiene en un supermercado mexicano para enviar su remesa semanal a su familia en San Sebastián, Retalhuleu, Guatemala, es domingo en donde vive todos los días de la semana los trabaja por igual.  

Una enorme fila lo espera en el supermercado, siempre hay gente enviando remesas a cualquier hora cualquier día de la semana, siempre está el volumen del radio a todo lo que da con música mexicana, huele a carne frita, a pocos pasos hay otra fila esperando comprar los tacos de carne de coche que son la especialidad de la casa. Ve apiladas las cajas de aguacate maduro que se irán en un santiamén, es lo que más compra la gente los fines de semana  y los  tamales en bolsa que venden maleteados, también maleteadas venden las hojas de nopal, cosa que nunca deja de asombrarlo pues en Guatemala no se comen, las vio una vez que fue a Zacapa, enormes plantas de cactus que nadie tocaba y resulta que en donde está los mexicanos los compran como quien compra un rimero de tortillas o una bolsa de pan, parecieran el conqué y no un acompañamiento en el plato de comida.

Al principio, de recién llegado a Hilarión le llamaba la atención que la gente ponía remesas, recargaba tarjetas de teléfono en sus países de origen, cambiaban sus cheques y dejaban hasta el último centavo entre el supermercado y la licorería de al lado, nunca imaginó que pasarían tantos años y que él haría una rutina tan similar a la de esas personas que vio cuando recién llegó a ese lugar donde neva en   la época en la que los árboles de mango están a todo lo que dan en su pueblo natal.

Hilarión emigró cuando recién cumplió 17 años, con tres hijos por mantener dejó a su esposa y a los niños en casa de sus suegros y prometió regresar en dos años, si le iba bien y llevar dinero para comenzar un negocio, han pasado 25 años desde entonces, le falta por graduar de la universidad al último de sus hijos y al último de sus hermanos, no piensa regresarse hasta que lo logre.  En Guatemala trabajaba en las fincas de caña de azúcar, si le revisaran el cuerpo todavía le encontrarían  en la piel las tunas de la caña que como espinas se entierran hasta lo más profundo, en esas fincas se pasó la infancia y la adolescencia trabajando con sus papás y sus tíos, durmiendo en galeras y comiendo una vez al día, ganando  sólo para el pasaje de ida y vuelta a su pueblo,  no sabe leer ni escribir porque la escuela nunca fue una opción para la pobreza de su familia, tenía que ayudar a sus papás en la crianza de sus hermanos pequeños.  Se ha dado cuenta que en la fila esperando para enviar sus remesas hay tantos como él, a cargo de papás, abuelos, hermanos pequeños e hijos, cuando conversa con ellos resultan con historias similares, no importa de qué lugar de Latinoamérica lleguen, ahí hay hasta bisnietos de los braceros. Hilarión se enteró de la existencia de los braceros cuando un día hace varios años se fue a tomar unas cervezas con un joven después de que ambos enviaron sus remesas, su bisabuelo había sido bracero. No era el único con una carga familiar en la espalda, era la mayoría de migrantes indocumentados, por eso es que no se regresaban en dos años como pensaron al principio. Como él también cargan fotos de los hijos y en sus teléfonos celulares, no los vieron crecer, pero lograron criarlos con el envío de remesas. Y también conoció en el transcurso de los años a tantos que nunca han contado a sus familias en sus países de origen cómo viven realmente en Estados Unidos, él nunca le ha contado a su familia que renta un espacio en un sótano de una casa en donde viven quince indocumentados más.

Hilarión sale del supermercado, ese día no ha estado tan frío, el sol se ha dejado ver por momentos y las temperaturas no son tan deprimentes y desesperantes, respira el aire fresco que por un segundo le llevó el aroma del corozo y de los mangos tiernos de los árboles en su natal San Sebastián, se pregunta mientras conduce hacia su tercer trabajo si los otros migrantes también extrañarán como él cuando el sol se asoma entre el cielo plomizo el invierno estadounidense. 



Ilka Oliva-Corado

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