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Dajla

Yo nací en el fondo del mar. Lo supe tiempo después cuando viajaba desde Argel a Tinduf para visitar  los campamentos de refugiados saharauis. Estábamos en 1978 y la tripulación del avión, argelina, me permitió viajar en cabina. Desde allí arriba la vista es impresionante. El desierto es como un gran mar al que le han vaciado el agua. Hay una vegetación caprichosa, dunas, montículos, se atisba o intuye vida debajo de la arena…Y en un punto donde este mar sin agua se junta con el gran mar, el océano Atlántico, allí, en el Sáhara, hay una pequeña población, Villa Cisneros, actual Dajla, donde nací y viví hasta los seis años.



Mi padre, un aviador militar y mi madre, maestra, decidieron irse allí a vivir y a trabajar en la década de 1950. Tenían 4 hijos, en Sáhara nacimos otros tres y luego vendría otra más, ya en España.  Una tribu entera, vamos.

Un fuerte con la Legión, un pabellón de oficiales con una piscina de agua salada, un pequeño aeropuerto, donde trabajaba mi padre, un puerto marítimo, un banco, una iglesia y una escuela, donde daba clases mi madre, constituían junto a unas decenas de casas blancas el hábitat de las familias españolas  que residíamos allí representando a la potencia colonizadora, España.

Sin que hubiera una línea física divisoria, hacia el interior se extendían las jaimas en las que vivía con sus tradiciones y su cultura el pueblo saharaui, el auténtico propietario de ese territorio.

El pueblo saharaui es un pueblo que tiene dignidad y orgullo, hospitalario y generoso. Y muy pacifico. Nunca ha agredido a nadie y no ha ocupado un territorio que no fuera suyo.

Camellos, como es bien conocido, pero también gacelas, incluso alguna hiena, son los animales que vi desde que nací. Junto a una vegetación escasa y un cielo inmenso.

Nos llegaban desde Canarias en avión los alimentos frescos. Y al ser muy rica en pesca esta parte de la costa, en casa no faltaba nunca el pescado ni tampoco el marisco. Entre mis recuerdos está el de  que de pequeña me era más familiar la langosta que la carne. Recuerdo también una pequeña plaga de langostas, esos insectos migrantes que viajan en grupo. Las ventanas de casa se protegieron con maderas para evitar que entraran y el ruido que producían al golpear contra estas maderas era ensordecedor.

Un dorado anaranjado era el color de la tierra bañada por un inacabable sol. Y los cielos nocturnos eran una inmensidad de estrellas. Así era Villa Cisneros, hoy Dajla.

Cuando empieza la década de 1960 toda la familia nos trasladamos a Madrid. Tengo que decir que mi madre y toda su familia son vascas. Y eso también pone un punto de exotismo de rareza o diferencia en un país como España donde todo era uniforme. En la casa de mi madre se hablaba euskera, dentro de casa porque fuera estaba prohibido. Y los colores luminosos del Sáhara se convertían en el verde de la frondosa vegetación de Euskadi; ya no había un techo de estrellas sino cielos muy frecuentemente encapotados. Y  la inmensidad del desierto contrastaba con la inmensa belleza de una pequeña ciudad como Donosti.

En Madrid, mis hermanas y yo íbamos a un colegio de monjas. En esa época, la enseñanza estaba dominada por la Iglesia Católica y los colegios segregaban por sexo. Si me preguntaran cuál era el color de Madrid en esa época diría que un triste gris, monocolor. Madrid era la capital de la dictadura y las diferencias no se admitían. Todas las personas teníamos que ser blancas, católicas, heterosexuales. Y si no lo éramos teníamos que parecerlo.

Procediendo de un mundo plural, diverso, multicolor, no es extraño que al entrar en la Universidad me uniera a los movimientos estudiantiles contra la dictadura y me adhiriera a organizaciones juveniles clandestinas. Y eso fue precisamente lo que me permitió volver al Sáhara y reencontrarme con mi pueblo.

Fue en 1978 y no fue en Villa Cisneros sino en Tinduf (Argelia), donde se habían instalado los campamentos de refugiados saharauis.

¿Qué había pasado?

En noviembre de 1975, pocos meses antes de la muerte del dictador Franco, el Gobierno de España decidió ceder el dominio de un territorio que no era suyo a Mauritania y Marruecos. Mauritania se retiró pero el rey de Marruecos organizó una marcha para ocupar militarmente el Sáhara, expulsando de su tierra a sus legítimos dueños, que se vieron obligados a refugiarse en otro país (Argelia) donde instalaron los campamentos de refugiados. Y  una parte de ese pueblo del Sáhara vive desde entonces en estos campamentos donde la vida es dura, no es fácil. Y hay que recordar que España lleva casi 50 años tapándose los ojos y mirando para otro lado.

En 1978 pude visitar estos campamentos. Se acababa de constituir la RASD (República Árabe Saharui Democrática) y hubo una gran celebración en la que predominó la solidaridad internacional, también la de los pueblos de España. Fue un reencuentro emocionante y emotivo. Varios de los representantes polisarios eran de Dajla y habían aprendido a leer con mi madre. La recordaban perfectamente y sentían gran aprecio por ella. Fue como reencontrarme con mi tierra. No era Dajla pero sí era un regreso hacia ese pueblo y a aquella gente con la que habíamos convivido.

Desde entonces, nunca he dejado de apoyar su lucha. He regresado en varias ocasiones a los campamentos, he apoyado en conferencias y congresos su causa, he participado en campañas de recogidas de fondos, manifestaciones…, siempre reclamando que se cumpla la resolución de Naciones Unidas que reconoce su derecho a la libre autodeterminación.

No recuerdo exactamente el año. Fue en los años 80. Tenía que renovar mi pasaporte. Hasta entonces siempre había figurado como lugar de nacimiento “Villa Cisneros, Sáhara”. Ese día no. Estaba en la oficina correspondiente y el funcionario de la policía me dijo: “Villa Cisneros, Marruecos”. Me negué en rotundo. “El Sáhara no existe como país –me dijo–, no viene en los formularios”. “Cómo no va a existir si yo nací allí –exclamé–“. Y así estuvimos mucho, mucho tiempo. “Está usted violando las normas del Derecho internacional, le dije”.  En ese momento sentí que me traspasaban las miradas de otros policías que estaban en aquella oficina. Me observaban como si estuviera loca. No tengo nada contra el pueblo marroquí, todo lo contrario. Pero no podía irme de allí sin más. Y así seguimos, insistiendo, insistiendo hasta que uno de los policías, agotado,  dijo: “Pon lo que dice y que se vaya”.

Hoy tengo una documentación que acredita que nací en Villa Cisneros, Sáhara. Y esa protesta silenciosa y personal, que seguramente no tiene ninguna importancia, es para mí muy gratificante.

La servidumbre que tengo que pagar es que con esta documentación no puedo viajar a Marruecos, ni por tanto a Dajla puesto que me arriesgo a una detención o cuando menos a un interrogatorio. Pero merece la pena cuando recuerdo que un día en Donosti coincidí con un grupo de chavales saharauis que pasaban allí sus vacaciones con una familia vasca. Les enseñé orgullosa mi DNI y me dieron un fuerte abrazo, que vale por todas las servidumbres que tenga que pagar. Porque llevo el Sáhara en el corazón.

LOURDES LUCÍA


Nota: Este relato fue contado en directo por su autora el día 24 de marzo de 2022 en el Museo Arqueológico Nacional y forma parte de Ellas Cuentan, edición especial de Diario Vivo para el festival Ellas Crean.

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