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1973. Si no es por las buenas, será por las malas

50 aniversario del Golpe de Estado en Chile (Parte II)

Por Jorge Majfud

Santiago de Chile, 11 de setiembre de 1973—El general Augusto Pinochet, ascendido el 23 agosto pasado al rango de Comandante General del ejército de Chile por el presidente electo Salvador Allende, bombardea la casa de gobierno donde se encuentra el presidente. Como es costumbre, los generales que dirigen las acciones patrióticas nunca van delante sino detrás de sus poderosos ejércitos. Con insultos y a la distancia, ordena que no hay rendición posible del enemigo. La Moneda arde bajo las bombas. Luego de un discurso de despedida en la radio Magallanes que recuerda a la despedida de Jacobo Árbenz en Guatemala veinte años atrás, Allende se dispara con la AK-47 que le regalase Fidel Castro, para evitar ser tomado prisionero, lo que erróneamente la prensa y las enciclopedias calificarán como suicidio.

Golpe de estado de Pinochet - 11 de septiembre de 1973


A las 9:00 de la noche, el general Pinochet, con una voz chillona y afeminada que recuerda a la de Francisco Franco, anuncia por cadena de televisión: “Las fuerzas armadas y del orden han actuado en el día de hoy sólo bajo la inspiración patriótica de sacar al país del caos que de forma aguda lo estaba precipitando el gobierno marxista de Salvador Allende”.

El general Augusto Pinochet era considerado un militar sin ambiciones políticas (de la misma forma será calificado el futro golpista y general Rafael Videla antes de ser promovido por la presidente Isabel Perón en Argentina), por lo cual había sido el reemplazo natural del general Carlos Prats, un férreo constitucionalista que, a su vez, había reemplazado al general René Schneider, asesinado en un complot de la CIA por obstaculizar sus planes de desestabilización y golpe de Estado contra Allende. El 2 de agosto, en una reunión en la base militar de El Bosque, oficiales de la dictadura brasileña habían informado a la CIA sobre los generales que apoyarían el golpe, según su experiencia del golpe en Brasil promovido por la CIA. Incluso llegarán a escribirle al nuevo dictador su primer discurso ante las Naciones Unidas para presentar un crimen de lesa humanidad como un acto de defensa de la humanidad.

En Washington, Henry Kissinger da una conferencia de prensa y, como copia del discurso exculpatorio del Secretario de Estado John Foster Dulles luego de destruir la democracia en Guatemala en 1954, niega cualquier participación del gobierno de Estados Unidos en el golpe militar de Chile. Kissinger sigue, letra por letra, el manual de la CIA que, por décadas, exige que todo lo que sea hecho debe ser hecho “permitiendo una negación plausible” y, bajo cualquier circunstancia, “nunca se debe admitir alguna participación en ningún hecho, aunque todas las pruebas indiquen lo contrario”.

Otro caos social decidido y planificado por la CIA y por el gobierno de Richard Nixon con la ayuda de otro ejército patriota latinoamericano. Las pruebas serán reveladas tiempo después debido a las investigaciones del comité Church del senado de Estados Unidos en 1975, a las confesiones de los involucrados décadas después y a los documentos desclasificados bajo la ley Freedom of Information Act. Las actas secretas de las reuniones en Washington no dejarán lugar a dudas.

El Plan B de la Comisión 40 de Washington fue todo un éxito. Sin embargo, hubo varias resistencias. El 9 de agosto, uno de los jefes de operaciones de la CIA (nombre no desclasificado) no estaba seguro: “Me temo que vamos a repetir el mismo error que cometimos en 1959, cuando empujamos a Fidel Castro a los brazos de la Unión Soviética”. En Chile, el general René Schneider, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, había bloqueado los planes de la CIA, considerando inaceptable una intervención del ejército en política y menos para un golpe de Estado. Para sacarlo del medio, la CIA había contactado a los generales Roberto Viaux y Camilo Valenzuela para asesinarlo y, de paso, culpar a los seguidores de Allende. Antes de cualquier respuesta, la Agencia les había enviado veinte mil dólares para “mantenerlos financieramente lubricados”. El 21 de octubre, llegó al aeropuerto Arturo Merino de Santiago un cargamento diplomático con armas, granadas y municiones. El coronel estadounidense Paul Wimert, amigo del general Schneider, fue el encargado de recoger las armas y entregárselas al general Viaux. El agente de la CIA Henry Hecksher le entregó a Wimert 250.000 para invertirlos en el asesinato de su amigo y el 22 de octubre el general Schneider fue emboscado mientras conducía su auto. Había intentado defenderse, pero cinco hombres lo rodearon y le dispararon con las armas todavía relucientes y oliendo a nuevo. Un informe oficial de la CIA en 2000 reconocerá que la agencia había provisto armas y, luego del asesinato de Schneider, había entregado a los asesinos 35.000 dólares (241.000 al valor 2020) “para mantener el contacto secreto, la buena voluntad del grupo y por razones humanitarias”.

Schneider murió tres días después y el presidente Eduardo Frei nombró en su lugar al general Carlos Prats. Pero Prats era otro constitucionalista y, como su predecesor y amigo, hizo posible que el voto del Congreso en favor de Allende fuese respetado, por lo que será acosado de diversas formas. Prats es objeto de protestas e intentos de linchamiento. La CIA le pagará a un grupo de esposas de generales para organizar una manifestación frente a su casa, la que terminará en trifulca y en la renuncia de Prats como Ministro de defensa y como Comandante en jefe del ejército. El tercero en línea de sucesión era el general Augusto Pinochet, quien un año después logrará asesinar a Prats en Argentina. Aunque recomendado por el mismo Prats para sustituirlo, por considerarlo un militar profesional y apolítico, Pinochet era conocido en la Escuela de las Américas de Panamá y, según la CIA, el general, alto y con aires de alemán, estaba comprometido con la operación. Finalmente, la CIA había logrado despejar el camino para el Plan B e invierte otro millón, subiendo la cifra hasta el momento a nueve millones de dólares. Parte de ese dinero fue para apoyar las huelgas, como la de camioneros. Como era de prever, más y más gente comenzó a protestar en las calles por la inflación descontrolada y los cada vez más frecuentes cortes de luz.

 Aunque el 3 de julio de 1972 el New York Times había publicado el informe de uno de sus enviados identificado como Mr. Merriam filtrando los sobornos de ITT en Chile, ni a Nixon ni a Kissinger les importó, como alguna vez les importó a sus predecesores. Años antes, el Pentágono había financiado y organizado diferentes infiltraciones en la academia sudamericana con programas como el Proyecto Camelot en Chile, el que debió ser suspendido por el Secretario de Defensa de entonces, Robert McNamara, el 8 de julio de 1965 “debido a la mala publicidad de la que ha sido objeto”. El mismo proyecto debió continuar de formas más sutiles y secretas. Para entonces, el Departamento de Defensa de Estados Unidos ya había recabado información suficiente y se encontraba estudiando los escenarios posibles de un golpe militar en Chile. Según el modelo informático de nombre Política, y según las necesidades de sus programadores, la recomendación de la computadora era clara: Allende no debía sobrevivir a un posible triunfo de su partido. El mismo programa predijo que, luego de su asesinato, Chile permanecería estable.

Según el agente cubano de la CIA, Antonio Veciana (cabeza del fallido intento de asesinar a Fidel Castro en Santiago, dos años antes), “Salvador Allende era un peligro mayor que Fidel Castro porque había llegado al poder por elecciones”. Transferido a los placeres de Río de Janeiro y protegido por la dictadura militar de Brasil, su jefe, el agente David Atlee Phillips, veterano del exitoso golpe contra Árbenz en Guatemala y del fiasco de Bahía Cochinos en Cuba, había recibido la misión de organizar la desestabilización de Chile, un país que le traía nostalgias de su juventud. Esta vez, la estrategia consiste no sólo en aplicar el principio de “negación plausible” sino de fragmentar el conocimiento del plan de forma que nadie dentro del equipo que llevará a cabo el complot sea capaz de saber qué está pasando ni qué ha ocurrido. Ni siquiera el presidente Nixon, quien es el primer interesado en el éxito de la operación. El secretario de Estado, William Rogers, tampoco será informado de todo el plan. Tanto él como el embajador Korry debían participar en los esfuerzos diplomáticos por erosionar al gobierno de Allende, pero no debían estar al tanto de los detalles del Track II, aprobado por Washington y, desde entonces, en manos de la CIA. El 4 y 21 de setiembre de 1970, el embajador Korry ya se había reunido con diplomáticos brasileños para comenzar a torpedear al presidente electo. Como resultado, la dictadura brasileña, hija de otro complot de Washington, colaboró en la organización de revueltas sociales en Chile (apoyando grupos terroristas como Patria y Libertad) y luego asesorará a la nueva dictadura de Pinochet con su experiencia de casi una década.[1]

En la reunión del Consejo de Seguridad Nacional del 6 de noviembre de 1970, Richard Nixon había confirmado una obviedad que será disimulada a muerte por el discurso patriótico latinoamericano: “Nunca estaré de acuerdo con la política de restarle poder a los militares en América Latina. Ellos son centros de poder sujetos a nuestra influencia. Los otros, los intelectuales, no están sujetos a nuestra influencia”. Sólo entre 1950 y 1970, cuatro mil oficiales chilenos habían sido entrenados en diferentes bases militares de Estados Unidos, la mayoría en la Escuela de las Américas en Panamá, y habían recibido de los distintos gobiernos de Washington al menos 163 millones de dólares en “ayudas estratégicas”. En el mismo período, se había reclutado un ejército de estudiantes de economía de la Universidad Católica de Chile, los que habían sido enviados a la Universidad de Chicago a estudiar bajo las doctrinas de Milton Friedman, quienes serán más tarde conocidos popularmente como los Chicago Boys, artífices del modelo neoliberal impuesto a la fuerza por la dictadura de Augusto Pinochet lo que, a su vez, prueba las teorías de Antonio Gramsci sobre los intelectuales clericales, orgánicos, funcionales al poder.

El agente David Phillips, uno de los cerebros del golpe de Estado de Guatemala, había volado desde Rio a Washington y había pasado varias noches fumando y bebiendo whisky sin poder dormir. Casi tanto como cuando la gran invasión a Cuba fracasó. En sus memorias reconoce que le atormentaba el hecho de que iban a eliminar a otro presidente democráticamente electo, alguien que no había quebrantado ninguna ley, ni escrita ni moral, esta vez porque se había reconocido marxista o con un pasado marxista. Pero las picazones morales se alivian con un poco de crema. Phillips reflexiona sobre el fiasco de Bahía Cochinos y llega a la conclusión que necesitaba y que cuatro años después publicará en sus memorias The Night Watch: “mi mayor remordimiento por el fiasco de Bahía Cochinos consistía en la mala planificación de la invasión, en un mal trabajo; no se trataba de ninguna cuestión moral”. El grupo fascista “Patria y Libertad” recibe 35.500 dólares de la CIA (más de 200.000, a valor de 2020) e inmediatamente organizan una marcha por las calles de Santiago. Poco después, el oficial de inteligencia Henry Hecksher informa: “Nos han encomendado la tarea de provocar el caos en Chile y les hemos entregado un plan, el cual no podrá ser ejecutado sin el derramamiento de sangre”. Según el manual más básico de psicología, los individuos capaces de cometer crímenes con una absoluta ausencia de emociones se los define como psicópatas. Cuando son muchos y operan organizados por un Estado, se llaman imperialistas.

Un día antes del golpe de Estado perpetrado por el general Augusto Pinochet, un cable del agente Jack Devine, le había informado a Washington que “el golpe de Estado comenzará el 11 de setiembre. Las tres fuerzas militares chilenas y los Carabineros de Chile están comprometidos con el plan. Una declaración post factum será leída en Radio Agricultura a las 7: 00 de la mañana del día siguiente”. Los militares comienzan a moverse por la madrugada y exactamente a las 7:00 comienza el acoso. Se clausuran las radios menos la opositora Radio Agricultura, que usa Pinochet para anunciar el destino del país. A las 9: 30 de la mañana, Allende emite un mensaje de despedida desde La Moneda, similar al de Jacobo Árbenz veinte años atrás. Pero Allende está dispuesto a morir. Los militares reportan una “inesperada resistencia en la Moneda”. Los aviones británicos Hawker Hunter bombardean la casa de gobierno de una forma que los expertos aseguran que sólo podrían haberlo hecho pilotos estadounidenses.[2] A las 2: 45, el general Javier Palacios Ruhmann reporta: “Misión cumplida. La Moneda tomada. Presidente muerto”.

Las compañías mineras reciben cientos de millones de dólares por parte del estado chileno. Sólo ITT se hace con un cheque de 128 millones. Dos semanas después del sangriento golpe de Estado, un cortejo popular lleva el féretro del poeta Pablo Neruda. Al dejarlo descansando en su nicho, alguien grita “¡Camarada Pablo Neruda!” y la multitud responde “¡Presente!”. El cementerio está rodeado de militares. El Estadio Nacional de fútbol se convierte en un apretado campo de concentración. El 8 de octubre, las morgues reportan 9.796 cadáveres, la mayoría con signos de tortura. 27.255 torturados sobreviven como pueden. Los disidentes serán secuestrados, torturados y ejecutados por miles, incluso en países lejanos. Una comisión investigadora del Congreso de Estados Unidos concluye que no existe ni una sola prueba de las conexiones de Allende con Moscú ni alguna posible amenaza para Estados Unidos. A los fanáticos militaristas en América latina no les importa: seguirán, por generaciones, repitiendo el manual de la CIA.

Mientras tanto, en Chile varios militares mueren inesperadamente, como el general Óscar Bonilla Bradanovic en un accidente de helicóptero poco después de denunciar las torturas de las que fue testigo. Otros son pasados a retiro. Si antes del golpe la mayoría de los oficiales del ejército era constitucionalista, ahora ya no tienen lugar y el ejército chileno es reconvertido en el modelo clásico de ejército latinoamericano al servicio de los grandes capitales internacionales y en nombre de la defensa de la patria.

El golpe de Estado será un acto reaccionario pero también una forma de revolución fascista que producirá fracturas y cambios permanentes en la sociedad chilena. La agresiva implementación neoliberal por parte de los economistas de Chicago, una intolerancia social mayor y la casi definitiva ideologización de las fuerzas armadas extenderán su sombra por varias generaciones aún después de la salida de Pinochet del gobierno.

Las iglesias y los ejércitos comenzarán a perseguir y asesinar a los teólogos de la liberación mientras restauran su rol tradicional. En 1954, una carta pastoral redactada por la CIA a los obispos Mariano Rossell y Arellano había alertado sobre los “enemigas de Dios y la Patria” en Guatemala. Los obispos y la iglesia de ese país se sumaron al golpe de Estado contra Árbenz y bendicieron al genocidio que siguió después. En 1974, un grupo de 32 pastores pentecostales y presbiterianos publicará una carta justificando las acciones de las Fuerzas Armadas de Chile como una “respuesta de Dios a la oración de todo los creyentes que ven en el marxismo la fuerza satánica de las tinieblas en su máxima expresión”.

En 1976, Henry Kissinger llegará a Santiago y le entregará al general Pinochet el discurso que piensa leer al día siguiente. Le asegura que ninguna mención a los Derechos Humanos se refiere a Chile sino a los regímenes comunistas. “Usted es una víctima de la izquierda internacional”, dice el poderoso Kissinger, como forma de consuelo. Luego agrega: “Queremos ayudarlo. Usted ha hecho un gran servicio a Occidente derrocando a Allende”.

Kissinger había sido distinguido con el Premio Nobel de la Paz en 1973.

Justo en 1973.

Del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina https://www.amazon.es/gp/product/1737171031/ref=ppx_yo_dt_b_asin_title_o00_s00?ie=UTF8&psc=1

[1] Aparte de apoyo logístico, el dictador brasileño, el general Emílio Garrastazu Médici, apoyará a la nueva dictadura de Chile con cientos de millones de dólares, parte del apoyo de Richard Nixon a Garrastazu Médici.

[2] El 24 de noviembre, El Mercurio publica una entrevista con los supuestos pilotos en la cual uno de ellos confiesa “al principio estar preocupado por atacar su propio país” pero luego “sentir satisfacción por la misión cumplida”. Cuando un año después los aviones arriben a Escocia para mantenimiento, el sindicato de ingenieros se negará a acercarse a los instrumentos del golpe en Chile. En 2011 se dará a conocer dos de los nombres de los supuestos pilotos: Fernando Rojas Vender, alias Rufián y López Tobar.




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