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El golpe de Estado en Argentina

Jorge Majfud

«Dios está ocupado con otros asuntos»

Buenos Aires, Argentina. 6 de septiembre de 1977—Los soldados entran en la casa y Nicasia Rodríguez lleva a sus tres hijos al baño. Marcela, Sergio y Marina se aprietan en un rincón y esperan. La madre les dice: “Pórtense bien, porque mamita los quiere mucho”. Luego la mujer resiste el allanamiento a tiros y muere esa misma tarde junto con su compañero Arturo Alejandrino Jaimez. Los niños son arrastrados del baño y, poco después, pasan al lado de su madre muerta. Los cómplices del futuro, desde sus computadoras opinantes, leerán este reporte y dirán que las víctimas se lo merecían, que los culpables eran los padres. A la mayor, Marcela, la llevan por un paseo por el barrio para que señale qué vecinos son amigos de los enemigos. Marcela no sabe mucho. Los soldados le dicen que es una puta y, en un rincón, le retuercen los pezones que apenas comenzaban a desarrollarse. Como los soldados están cansados y muy malitos, Marcelita inventa respuestas. Esta no, aquella sí. De ahí la llevan a caminar sobre los muertos y torturados de La Tablada, de Vesubio y de Sheraton durante tres meses. Marcela Quiroga, de doce años, se ha salvado porque, según los manuales del Pentágono, es una fuente de información. Sus dos hermanos desaparecen y su madre, Nicasia, será encontrada décadas después en un cementerio de La Plata, bajo el acostumbrado acrónimo en inglés N.N. (No Name, Sin Nombre). En otro taller de la tortura, uno de los patriotas conocido como el Capitán Beto, le dice al periodista Jacobo Timerman: “Sólo Dios da y quita la vida. Pero ahora Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos ocuparnos de ese trabajo en la Argentina”.[1]

Aunque la Junta militar justifica el golpe por la violencia de los grupos subversivos de izquierda, los registros muestran que la violencia terrorista de los grupos paramilitares es muy superior. Durante el primer año del gobierno neoperonista de Isabel Perón, los asesinatos de la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A creada por José López Rega, la mano derecha de la presidenta) suman 503 víctimas, más que todas las víctimas de los atentados de los grupos de izquierda. El mismo embajador Robert Charles Hill, el 24 de marzo de 1975, había reportado al secretario de Estado, Henry Kissinger, sobre 25 ejecuciones políticas en solo 48 horas, de las cuales dos tercios eran víctimas del paramilitarismo de extrema derecha. “El mayor incidente —escribió el embajador en un memorándum— ocurrió el pasado viernes cuando 15 terroristas (aparentemente de la Triple A) secuestraron a jóvenes de la izquierda peronista en ocho Ford Falcon. Una mujer fue asesinada cuando intentaba evitar que se llevasen a su esposo. Más tarde, aparecieron otros seis cuerpos… En Mar del Plata, como represalia por la muerte de un abogado de la derecha peronista a manos de un grupo de montoneros, otros cinco izquierdistas fueron asesinados, los que suman más de cien asesinatos políticos en lo que va del año”.

Apenas confirmado el nuevo golpe de Estado en Argentina el 24 de marzo del año pasado, el embajador Hill ni siquiera había esperado las reglamentarias 48 horas para reconocer al nuevo gobierno en nombre de Washington. “Éste ha sido, probablemente, el golpe de Estado mejor ejecutado y el más civilizado en la historia de Argentina… Los intereses de Argentina, como los nuestros, dependen del éxito del gobierno moderado del General Videla había informado. “El golpe más civilizado en la historia Argentina” dejará una montaña de al menos una docena de miles de cadáveres en apenas nueve años, sin contar con los miles de torturados y violados que sobrevivirán, sin contar decenas de miles los exiliados y de toda una nación traumatizada por las generaciones por venir debido al civilizado terrorismo de Estado que algunos llamarán, como forma de distracción semántica, Guerra sucia.

Una noche, harto de vivir recluido en la embajada leyendo informes secretos y rodeado de un ejército cada vez que debe asistir a alguna reunión de urgencia, el embajador decide ir con su esposa a cenar a un restaurante de Puerto Madero. Apenas es reconocido, los comensales comienzan a retirarse hasta que no queda nadie, aparte de los diplomáticos. Unos dirán que por miedo a los atentados, otros que por desprecio. Pero justo cuando el prodigio diplomático de Hill llega al final de su carrera y de su vida, el hombre comienza a ver el mundo bajo un lente totalmente diferente. De repente, a la velocidad de algo que se cae, lo persigue el remordimiento, las decepciones y una peligrosa pérdida de fe en Washington y en su propia misión a lo largo de décadas.

Apenas un año después, ahora el desprecio del embajador Hill se proyecta sobre el secretario de Estado, Henry Kissinger. Poco antes de dejar este mundo, como una reacción moral al final de su larga carrera imperialista, el embajador Robert Hill intentará resistir la aprobación de Henry Kissinger a la dictadura argentina debido a las obvias violaciones a los derechos humanos. En la reunión de la OEA en Santiago de Chile de junio (en el Hotel Carrera, el mismo usado por la película Missing, filmada en secretosobre la desaparición de Charles Horman), Hill intentará revertir sin éxito la poderosa diplomacia no oficial del todopoderoso Kissinger. Uno de los hechos que precipitaron la crisis moral del embajador Hill poco antes de su muerte (casi nunca es tarde para ver la realidad) fue cuando el hijo de treinta años de uno de los empleados de su embajadora, Juan de Onis, fue secuestrado y desaparecido por el gobierno de Videla. Cuando en octubre de 1987 The Nation reporte sobre este caso, Kissinger se burlará de las excesivas preocupaciones del fallecido embajador Hill sobre los derechos humanos.

Kissinger es intocable e indestructible. El 25 de marzo de 1976, en el telegrama 72468 del Departamento de Estado, había enviado a la Casa Blanca una copia de la conclusión del Bureau of Intelligence and Research,confirmando los beneficios del nuevo golpe en América Latina, razones que sólo repiten otros argumentos usados en el siglo XIX: “Los tres líderes de la Junta son conocidos por sus posiciones en favor de Estados Unidos… y por sus preferencias por las inversiones de los capitales extranjeros. Además, el nuevo gobierno buscará la ayuda de asistencia financiera de Estados Unidos, sea moral o en dólares”. Como es costumbre, la nueva dictadura amiga no fue bloqueada sino lo contrario. El FMI aprobó, en cuestión de pocas horas, un préstamo de 127 millones de dólares (575 millones al valor de 2020) para asegurar el éxito del nuevo régimen terrorista, de la misma forma que habían hecho con Chile y otras dictaduras militares.

Ahora, la nueva dictadura es una consecuencia de la olvidada manipulación ideológica de Washington del ejército argentino y de sus mayordomos a principios de los años 60. Cuando el proceso y la violencia habían madurado, en 1967 Richard Nixon realizó un viaje por América del Sur, esta vez sin protestas ni escupitajos. Según los medios y la narrativa social, la cosa había sido pacificada a fuerza de dictaduras. Según los datos duros, la violencia había escalado hasta niveles nunca antes visto. En Brasil, Nixon había aplaudido la “plena libertad de la prensa” bajo la dictadura auspiciada por Washington. No lee ni escucha que varios periodistas estadounidenses y brasileños del exilio le recuerdan que en Brasil gobierna el fascismo y no existe la libertad de prensa. En Argentina, Nixon había reconocido que el dictador general Juan Carlos Onganía “es un líder fuerte y respetuoso de las instituciones libres”. Ante los periodistas declara: “Aunque quisiera, una democracia al estilo de la que tenemos en Estados Unidos no funcionará aquí”. Un año antes, el 29 de julio de 1966, el ejército argentino y sus oficiales condecorados por Washington (como el mismo Onganía) y graduados en Escuela de las Américas habían intervenido las universidades consideradas “cuevas de marxistas”, deteniendo a estudiantes y a profesores por sus ideas, como la bien vernácula idea de la “autonomía universitaria” nacida de la rebelión argentina de 1918 y eliminada por decreto-ley 16.912. Por entonces, la academia argentina se encontraba entre las más prestigiosas del mundo. Como lo recordará el científico y premio Nobel César Milstein, cuando los militares en Argentina tomaron el poder decretaron que el país se arreglaría apenas se expulsaran a todos los intelectuales. Brillante idea que llevaron a la práctica para hundir a la Argentina en los sótanos más oscuros de la historia. En pocos meses, 1500 profesores fueron enviados al exilio para reforzar el poder intelectual de las universidades en Europa y Estados Unidos.[2]

El golpe militar del general Onganía había acabado con el gobierno legítimo de Arturo Illia sin ninguna crisis social o económica, aparte de la propia crisis interna del ejército entre azules y colorados, de la diversión burlesca y conspiradora de la prensa nacional y del complot de Washington contra las nuevas medidas del gobierno democrático. Cuando unos años después el país se sumerja en la realidad de lo que cuatro años antes era una ficción inventada (crisis económica, revuelta social, nuevos grupos subversivos organizados y ganando experiencia en la insurgencia) la junta dictatorial resolverá que su original razón de ser, el peronismo, en lugar de ser el problema principal podría ser la solución para canalizar el descontento, la frustración y la radicalización de la izquierda. Es por esta razón que los militares abren la puerta al regreso de Juan Perón y de los peronistas en 1971. No sería exagerado especular que los servicios de inteligencia sabían perfectamente que este Perón, que ahora representaba a los grupos más radicalizados de la izquierda, producto de la dictadura fascista de Onganía, en su exilio en la España de Franco se había caído, conveniente e irremediablemente, hacia la derecha.

El Perón que había regresado del exilio no era Perón, sino un espectro. Ahora Perón es antiperonista. De la misma forma que su casamiento con la actriz Eva Duarte lo había inclinado hacia las políticas progresistas, la nueva esposa Isabel Martínez, una bailarina argentina de clubes nocturnos que conoció en Panamá, lo había terminado de empujar hacia la derecha. A su regreso al país y luego de ganar las elecciones en 1973 (gracias a la amable renuncia del presidente electo Héctor José Cámpora ese mismo año), el 12 de octubre entró en la Casa Rosada con su esposa y vicepresidenta Isabel Martínez de Perón. Detrás entró la sombra de Isabel y un miembro de la ultraderecha católica y exotérica, José López Rega. Perón murió un año después y la presidencia quedó a manos de Isabel y de Lopecito. Desde entonces, los asesinatos de disidentes de izquierda se multiplicaron con un patrón conocido. El 11 de mayo de 1974 fue asesinado el padre Carlos Mugica por un comando de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Como el padre Romero o el jesuita Ellacuría en El Salvador, como muchos otros sacerdotes rebeldes, asesinados o perseguidos en el continente bajo la acusación de ser marxistas por cuestionar la brutalidad oligárquica, Mugica era un católico próximo a la Teología de la liberación y a la iglesia del Tercer mundo que abogaba por la dignidad de los trabajadores, por la resistencia pacífica y por el regreso a las raíces del Evangelio, es decir, lo opuesto a las raíces del catolicismo imperialista y oligárquico del emperador Constantino, del papado y, ahora, de López Rega en el poder.

Para entonces, el primer ajuste tarifario de la historia conocido como El Rogrigazo, aplicó medidas neoliberales llevando a una explosión de la inflación hasta casi el mil por ciento. El ajuste fue bautizado como “sinceramiento de la economía” y tendrá varios déjà vu, como el del presidente neoliberal Mauricio Macri, exactamente cuatro décadas después. La decepción de los peronistas por el nuevo peronismo y la experiencia subversiva creada por la dictadura de Onganía en los 60 habían formado el cóctel perfecto para el caos y, sobre todo, para una nueva excusa de las fuerzas de represión. ¿Qué mejor que el desorden para los profesionales del orden? ¿Qué más peligroso que el desorden sino el mismo orden? Pocos meses antes de las elecciones de 1976, los militares decidieron dar un nuevo golpe de Estado para evitar, de esa forma, el triunfo del ala izquierda del peronismo, reagrupada detrás de Cámpora y con posibilidades de obtener una fuerte votación.

Así, gracias a la dictadura de la Junta encabezada por el general Rafael Videla, el neoliberalismo y el Consenso de Washington alcanzarán un nivel máximo en el Cono Sur, después de Chile. Las empresas privadas, nacionales y extranjeras, gobernarán de forma paralela, al extremo de que el gobierno llegó a privatizar deuda adquirida por las empresas privadas creando la mayor deuda externa de la historia del país, la cual pagarán los trabajadores argentinos a lo largo de las décadas por venir, deuda que, además, como en el resto de los países latinoamericanos bendecidos por los préstamos y las dictaduras de Washington, impedirá el crecimiento y mucho más el desarrollo del país.

El 7 de octubre 1976, luego del golpe de Estado, Henry Kissinger, en una reunión en la que se encontraba el subsecretario de Estado de Estados Unidos Philip Habib, le dirá personalmente al ministro argentino de Relaciones Exteriores, el almirante César Guzzetti: “Nuestro interés es que tengan éxito. Tengo una visión pasada de moda según la cual a los amigos hay que defenderlos. En Estados Unidos la gente no entiende que ustedes tienen una Guerra civil aquí. Leen sobre la necesidad de los Derechos Humanos pero no entienden el contexto… Así que cuanto antes lo hagan, mejor”.


[1] Timerman, nacido en la Unión Soviética en 1923, escapará con su esposa del nuevo régimen de extrema derecha a Israel. Aunque un sionista en sus orígenes, comparará a Israel con el régimen racista de Sudáfrica y en 1982 publicará el libro Israel: la guerra más larga. La invasión de Israel al Líbano en la cual criticará duramente la brutal “ocupación y explotación” de Palestina, la cual considerará una traición del Estado de Israel a la verdadera tradición judía. Será acusado de ser “vergonzosamente pro-Palestina”. Naturalmente, el libro fue cubierto por el silencio de la propaganda y la contrapropaganda estatal organizada por el gobierno de Israel en Estados Unidos. No obstante, el ministro de Exteriores de ese país, Yehuda Ben Meir, en el programa de televisión estadounidense 60 Minutes, declarará sobre Timerman: “Lo sacamos de Argentina y ahora nos paga con esta crítica… sus calumnias nacen de su odio a sí mismo”.

[2] Entre muchos otros, como lo resume Lucas Doldan, el informático Manuel Sadosky, el epistemólogo, físico y meteorólogo Rolando García, el historiador Sergio Bagú, la astrónoma Catherine Gattegno, el historiador Tulio Halperín Donghi, el epistemólogo Gregorio Klimovsky, el geólogo Amílcar Herrera y la física atómica Mariana Weissmann.

La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina, Jorge Majfud 2021.





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