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Fidel y Malcolm X en Harlem

Jorge Majfud

Momentos del hist贸rico encuentro entre ambos l铆deres. Harlem World

M谩s all谩 de las nacionalizaciones y las pretensiones de autonom铆a de la Nueva Cuba, la Revoluci贸n no ten铆a en mente cortar relaciones con su mayor socio comercial. Es m谩s, cuando Fidel Castro visit贸 Estados Unidos el 7 de abril de 1959 contrat贸 una agencia estadounidense especializada en relaciones p煤blicas, la Bernard Relin & Associates Inc. Seg煤n la revista Time del 8 de julio de ese a帽o, la firma le cobr贸 72.000 d贸lares al gobierno cubano, una cifra insignificante, considerando los negocios personales de Fulgencio Batista con las compa帽铆as estadounidenses, los que ascend铆an a casi 46 millones de d贸lares. Aparte de algunos datos interesantes revelados por la compa帽铆a Bernard Relin, Castro no tom贸 muy en serio sus recomendaciones, como la de afeitarse la barba y cambiar su uniforme verde oliva por un traje de empresario.

El Secretario de Estado, Christian Herter, se reuni贸 con el joven revolucionario en Washington. Herter report贸 a Eisenhower: “Es una pena que usted no se haya reunido con Fidel Castro. Es un personaje m谩s que interesante… En muchos aspectos, es como un ni帽o”.

En un almuerzo, le presentaron a William Wieland.

―¿Qui茅n es el se帽or?

―M铆ster Wieland ―dijo el asistentes de Wieland― es el director de la Oficina de Asuntos Mexicanos y Caribe帽os y actualmente el encargado oficial de Departamento de Estado para los Asuntos Cubanos.

―Caramba ―dijo Castro―, pens茅 que el encargado de los asuntos de Cuba ese era yo.

Luego de una larga conversaci贸n en un hotel de Nueva York, el agente de la CIA Gerry Droller (por entonces Frank Bender) concluy贸:

―Castro no solo no es comunista, sino que es un convencido anticomunista.

A la misma conclusi贸n lleg贸 el vicepresidente Richard Nixon, cuando se reuni贸 con el cubano en su despacho del Congreso, doce d铆as despu茅s.

Ninguno de estos diagn贸sticos detuvieron el plan de invasi贸n a la isla, sobre los escritorios de la CIA semanas antes de esa primer visita del nuevo l铆der revolucionario. El pecado original no era ser o no ser, sino disputarle a Washington, a las compa帽铆as azucareras y a las mafias de los casinos el control de la Perla del Caribe. Y, peor que eso, sentar un p茅simo antecedente. Una vez m谩s, como en 1898, el problema eran los independentistas, el inaceptable mal ejemplo de una Rep煤blica de negros libres, ya no cortando cabezas de sus amos, como en Hait铆, sino nacionalizando tierras y negocios, como lo intent贸 el presidente 脕rbenz en Guatemala.

A meses de dejar el gobierno, Eisenhower decidi贸 aplazar la invasi贸n para dej谩rsela al nuevo, John Kennedy. Para finales de 1960, La Habana ya hab铆a descubierto los campos de entrenamiento de la CIA en Guatemala. La CIA debi贸 hacer circular el rumor en la prensa de que se trataba de un grupo de guerrilleros comunistas y, para conservar el factor sorpresa, cambi贸 el desembarco en Trinidad por Bah铆a Cochinos, un 谩rea m谩s cerca de La Habana, pero menos poblada.

En plena Guerra Fr铆a, dejar que un dictador amigo caiga sin la venia de Washington y, para peor, se atreviese a hablar de soberan铆a nacional frente a las empresas que lideran la libertad del Mundo Desarrollado podr铆a establecer un p茅simo antecedente en las rep煤blicas bananeras del Sur. Para la CIA y para la Casa Blanca, la soluci贸n m谩s r谩pida y econ贸mica era la misma que resolvi贸 el problema en Guatemala: guerra medi谩tica, invasi贸n y cambio de r茅gimen en nombre de la lucha contra el comunismo. Pan comido.

―¿Cochinos? ―protest贸 David Atlee Phillips, el agente de la CIA que dominaba el castellano por su trabajo de sabotaje en Chile desde el final de la Segunda Guerra― ¿C贸mo creen que los cubanos van a apoyar una invasi贸n con ese nombre?

Tal vez por la misma raz贸n, Ernesto Che Guevara prefer铆a llamar Playa Gir贸n a la derrota m谩s importante del imperialismo estadounidense en lo que iba del siglo. Claro que no era solo una cuesti贸n de nombres. Por entonces, las encuestas daban que la Revoluci贸n ten铆a un apoyo del noventa por ciento de la poblaci贸n. La revelaci贸n de cementerios clandestinos por toda la isla, llenos de desaparecidos de Batista, no hizo m谩s que aumentar el repudio contra el apoyo estadounidense y la mafia cubana, ahora exiliada en Miami.

―Es muy dif铆cil encontrar un cubano que no tenga un familiar asesinado por el r茅gimen de Batista ―dijo Ruby Hart Phillips, el periodista del New York Times radicado en Cuba.

El 17 de agosto de 1961, pocos meses despu茅s del fiasco de Bah铆a Cochinos y a siete mil quil贸metros al sur, el Che dio un discurso en el paraninfo de la Universidad de la Rep煤blica del Uruguay. Esa tarde, a su lado, escuchaba atento el senador y excandidato a la presidencia de Chile, Salvador Allende. A la salida de la multitud, alguien mat贸 de un disparo al profesor de historia Arbelio Ram铆rez. Aparentemente, la bala iba destinada a El Che. Fue el primer asesinato sin resolver de la Guerra Fr铆a en ese pa铆s, como corresponde en los casos planeados por agencias secretas que juegan en la primera liga. En su discurso, El Che hab铆a observado que Uruguay no necesitaba ninguna revoluci贸n, porque su sistema democr谩tico funcionaba. No sab铆a que, por entonces, el poderoso Howard Hunt se encontraba estacionado en Montevideo, el mismo que hab铆a promovido, con 茅xito, a su candidato a la presidencia de ese pa铆s, Benito Nardone. El mismo que hab铆a secuestrado los medios para destruir la democracia en Guatemala, los hab铆a vuelto a usar para colocar a su candidato en la presidencia, esta vez sin tanto esc谩ndalo. La democracia segu铆a funcionando muy bien, para algunos, para los mismos de siempre. Pero, como era tradici贸n, hab铆a que remover influencias inconvenientes, en lo posible sin atentar contra la libertad de expresi贸n. El ejemplo de independencia de Cuba, el discurso antimperialista de El Che, entraban en esa categor铆a de indeseables.

Seguramente no por casualidad, el agente cubano de la CIA Orlando Bosch se encontraba entre la multitud esa tarde en Montevideo, cuando mataron al profesor Arbelio Ram铆rez. Seguramente no hab铆a ido a escuchar la conferencia de El Che.

Los planes para asesinar a Castro y volver a instalar un dictador menos arrogante en La Habana hab铆an comenzado la misma noche en que Batista huy贸 a Rep煤blica Dominicana en un avi贸n cargado con varias maletas de dinero. Washington, la CIA y la mafia de los casinos no dudaron un momento. Fidel Castro lo sab铆a, pero necesitaba el mercado estadounidense y cre铆a que un nuevo acuerdo con el gigante del norte ser铆a posible. As铆 que el 18 de setiembre de 1960 volvi贸 a aterrizar en Long Island, esta vez para participar en la Asamblea anual de las Naciones Unidas, cuatro d铆as despu茅s.

El arribo de la delegaci贸n fue saludado por la izquierda estadounidense y recibido con amenazas por parte de La Rosa Blanca, grupo pro-Batista que m谩s tarde, debido al desprestigio de El General Mulato, operar铆a junto con otros grupos de Miami como exiliados anticastristas.

Esta vez, el avi贸n cubano que llev贸 a Fidel Castro a Nueva York fue obligado a regresar a Cuba, mientras la delegaci贸n era conducida al Hotel Shelburne, ubicado en Lexington Avenue y la calle 37. El hotel les exigi贸 un dep贸sito desorbitante de veinte mil d贸lares. El Departamento de Estado decret贸 que la delegaci贸n no pod铆a abandonar Manhattan, pero ning煤n otro hotel del 谩rea se atrevi贸 a recibirlos. Castro ironiz贸 que si Nueva York no era capaz de proveer alojamiento a una delegaci贸n diplom谩tica de otro pa铆s, entonces la ONU deber铆a ser trasladada otra ciudad, como La Habana.

Era un d铆a lluvioso y la delegaci贸n cubana apil贸 sus valijas en la puerta principal sin tener un hotel confirmado. Minutos despu茅s, un hombre negro entr贸 al lobby del Shelburne y pidi贸 para hablar con el primer ministro cubano. Cuando apareci贸 el hombre de barba, el desconocido le dijo:

―Mr. Malcom X ha reservado un hotel para su delegaci贸n.

―Qu茅 bien, chico. ¿D贸nde es?

―Es el Hotel Theresa. Est谩 a una hora de aqu铆, en Harlem.

Castro no lo sab铆a, pero el Hotel Theresa, por lejos menos caro que el Shelburne, hab铆a recibido celebridades negras que no eran aceptadas en el centro de Manhattan, como Duke Ellington, Louis Armstrong y Nat King Cole.

―Ah铆 mismo vamos ―dijo Castro.

El peri贸dico de Harlem, el New York Citizen-Call, notando que la delegaci贸n oficial de Cuba estaba compuesta de blancos y negros, public贸:

“El lunes por la noche, dos mil morenos neoyorquinos esperaron bajo la lluvia que el primer ministro cubano, Fidel Castro, llegara al famoso y antiguo Hotel Theresa de Harlem… Para los habitantes oprimidos del gueto de Harlem, Castro es ese revolucionario barbudo que expuls贸 a los corruptos de su naci贸n y se atrevi贸 a decirle al Estados Unidos de los blancos: que se vayan al carajo”.

Tambi茅n se acerc贸 un grupo menos numerosos de cubanos batisteros para protestar contra la revoluci贸n.

El New York Times del 21 de setiembre titul贸: “Castro procura el apoyo de los negroes”. En su columna, el periodista Wyne Phillips destac贸 la estrategia del Dr. Castro: pretender que no hay segregaci贸n racial en Cuba, cuando un a帽o antes sac贸 por la fuerza a un l铆der cubano, Fulgencio Batista, que era medio negro. Pese a todo, el mismo Phillips debe admitir que diversos testimonios de estadounidenses negros de visita en La Habana reconocieron sentirse como personas, como cualquier blanco caminando por las calles.

Con la tinta todav铆a fresca de los diarios del d铆a siguiente de su expulsi贸n del Hotel Shelburne y de su entrada improvisada en el hotel de Harlem, los hoteles m谩s lujosos de Manhattan le ofrecieron a la delegaci贸n cubana alojamiento gratis. Pero Castro decidi贸 convertir la humillaci贸n inicial en otro golpe moral a la arrogancia del gigante. Rechaz贸 las ofertas y la delegaci贸n se qued贸 en Harlem.

La historia del Hotel Theresa se convirti贸 en un dolor de cabeza para Washington y en una ofensa para un pa铆s que sufr铆a una fuerte reacci贸n segregacionista, donde los racistas m谩s moderados apoyaban la soluci贸n de la ley interpretativa de la constituci贸n, conocida como Separate but equal―iguales, pero separados. Para colmo de males, la delegaci贸n cubana recibi贸 all铆 mismo la visita del presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, del premier sovi茅tico Nikita Khrushchev, del primer ministro de India, Minister Jawaharlal Nehru y de intelectuales reconocidos como Langston Hughes, Allen Ginsberg y el profesor de Columbia University Wright Mills, autor de The Power Elite, libro donde expuso el existente conflicto de intereses entre el poder corporativo militar y los pol铆ticos. Varios investigadores reconocer谩n a este libro como la inspiraci贸n, no reconocida, del famoso discurso de despedida del presidente Eisenhower sobre los peligros del poder del Complejo Militar Industrial, por el cual ser谩 acusado de comunista.

Malcolm X visit贸 a Castro en su habitaci贸n. A la salida, cuestionado por los periodistas por sus simpat铆as con Castro y el Che Guevara, declar贸:

―Por favor, no nos digan cu谩les deben ser nuestros amigos y cu谩les nuestros enemigos.

Sidney Gottlieb, el genio qu铆mico encargado del Proyecto MK-Ultra de la CIA, propuso dejar en rid铆culo al peligroso l铆der ante la mirada de todo el mundo. Para la entrevista con CBS, que para el prop贸sito deb铆a llegar a la mayor cantidad de gente en el mundo, propuso contaminar los zapatos de Castro con thallium. Esto le provocar铆a un exceso de segregaci贸n salival mientras hablaba. Al mismo tiempo, se lo expondr铆a a LSD para que pareciese borracho. No era una idea nueva de sabotaje propagand铆stico (Howard Hunt hab铆a usado recursos similares en M茅xico, contra el pintor Diego Rivera), pero esa vez no funcion贸 con el entrevistado.

El presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon no ocultaron su frustraci贸n. El FBI tom贸 nota. Uno de sus agentes logr贸 entrar en el Hotel Theresa y espiar una reuni贸n entre Castro y Malcolm X. La CIA, al no tener jurisdicci贸n territorial, emple贸 la firma mercenaria fundada por uno de sus exagentes, Robert Maheu para planear el primero de los seiscientos intentos de asesinar a Castro. La agencia privada Maheu era la misma que, al servicio del dictador Rafael Trujillo, hab铆a hecho desaparecer al profesor Jes煤s Gal铆ndez en Nueva York, cuatro a帽os antes. La misma que sirvi贸 de base a una de las series m谩s populares de la historia de la televisi贸n: Mission: Impossible. La misma serie a la que eran aficionados varios batisteros de la fracasada invasi贸n de Bah铆a Cochinos, como Orlando Bosch.

En el Plaza Hotel, Bob Maheu se reuni贸 con el agente de la CIA Jim O’Connell y con John Roselli, uno de los l铆deres de la mafia italoamericana, due帽a de los cabarets, prost铆bulos y casinos en Cuba, protegidos por Batista y a帽orados por generaciones de cubanos nost谩lgicos en Estados Unidos como La 茅poca dorada en la cual todo el pueblo cubano viv铆a bailando salsa, bebiendo ron y haciendo mucho dinero de la corrupci贸n legal.

Estas mafias hab铆an sido desplazadas por la Revoluci贸n de 1959, por lo que la CIA entend铆a que compart铆a con ellas un mismo objetivo. Para asesinar al dictador malo, en el poder desde hac铆a unos pocos meses, Mr. Roselli puso a Maheu en contacto con otros mafiosos de Tampa, en Florida. Dos de ellos eran Sam Giancana y Santo Trafficante Jr., ambos donantes de la campa帽a presidencial de Kennedy y luego colaboradores en la conspiraci贸n para su asesinato. Aunque, por alguna muy buena raz贸n, los documentos que terminen de probar esta 煤ltima informaci贸n no han sido desclasificados por Washington, los indicios y los testimonios que insisten en se帽alar la participaci贸n de la CIA y de la mafia cubana se han ido acumulando a lo largo de los a帽os como abono en gallinero.

Giancana fue asesinado en Chicago en 1975, justo antes de que declarase ante la Comisi贸n Church del Senado de Estados Unidos, la que investigaba los planes de asesinatos sistem谩ticos de la CIA. De forma previsible, el director de la CIA, William Colby, asegur贸: “nosotros no tuvimos nada que ver con eso”.

Fidel Castro habr铆a sido un objetivo f谩cil en un hotel de negros que ni siquiera pod铆a controlar el agua caliente en las duchas. Pero Maheu y la CIA sab铆an que el asesinato de un l铆der extranjero en suelo estadounidense s贸lo empeorar铆a la reputaci贸n de Washington, por lo que decidieron llevar el gran momento a La Habana. A su regreso, Castro dio un previsible discurso desde el balc贸n de la Casa de Gobierno, el que fue interrumpido por una bomba. Unos minutos despu茅s explot贸 una segunda y, unas horas despu茅s, una tercera. Hubiese sido pan comido afirmar que el magnicidio se hab铆a tratado de la heroica disidencia cubana y que “nosotros no tuvimos nada que ver”. Ese fue uno de los 638 intentos fallidos de asesinar al 煤nico dictador que Washington, la CIA, los grandes medios pod铆an ver en el Caribe, en Am茅rica Latina y en el resto del mundo.

Siguieron otros intentos de envenenamiento que varios mercenarios cubanos, como Juan Orta y otros infiltrados realizaron por abultadas cifras en d贸lares, pero ninguno logr贸 su objetivo. Tampoco funcionaron los planes de gases en entrevistas o de armas escondidas en micr贸fonos de prensa, como la organizada desde Bolivia, con el apoyo del cubano Antonio Veciana, cuando Castro visit贸 Chile en 1971.

En su discurso en la ONU del jueves 22, Castro contest贸 a las acusaciones de la prensa dominante de que los cubanos hab铆an elegido un burdel para alojarse:

―Para algunos se帽ores, un hotel humilde del barrio de Harlem, el barrio de los negros de Estados Unidos, tiene que ser un burdel.

A帽os despu茅s, ante la provocaci贸n de un periodista, Malcolm X contest贸:

―El 煤nico blanco que me ha ca铆do bien ha sido Fidel Castro.

La CIA no logr贸 asesinar al barbudo del Caribe, pero el FBI logr贸 que asesinaran a Malcolm X en 1965, como siempre, como si fuese cosa de otros, de lobos solitarios. La misma estrategia de las soluciones indirectas hab铆a sido practicada con Martin Luther King. El FBI lo persigui贸 por a帽os para documentar su debilidad por las mujeres. Sab铆a que sufr铆a de depresi贸n y, de joven, hab铆a intentado suicidarse. La idea era exponer alguna posible infidelidad, destrozar su matrimonio y empujarlo al suicidio. Como esto no funcion贸, se facilit贸 un asesinato a manos de alg煤n enfermo solitario, lo cual lleg贸 en 1968, en el Motel Lorraine, cuando el l铆der negro se preparaba para apoyar una huelga de los trabajadores de la salud en Tennessee. En la memoria colectiva s贸lo quedar谩n estos dos asesinatos, atribuidos a lobos solitarios, no el plan del FBI afinado y ejecutado por dos d茅cadas, luego conocido como Cointelpro (Counter Intelligence Program) con el cual el FBI infiltr贸 a las comunidades negras y latinas; infiltr贸 sindicatos, grupos feministas y contra las guerras imperiales para vigilarlos y desacreditarlos con provocadores; para desmoralizarlos y desmovilizar sus organizaciones de resistencia. Un memor谩ndum del FBI sellado el 3 de marzo de 1968, inform贸 que “Martin Luther King, Jr. fue atacado porque (entre otras cosas) podr铆a abandonar su supuesta obediencia a las doctrinas liberales blancas (de no violencia) y abrazar el nacionalismo negro”. Ocho a帽os despu茅s, en abril de1976, una investigaci贸n del Senado encabezada por el senador Frank Church concluy贸 que esta guerra psicol贸gica condujo al acoso moral bajo falsos reportes y rumores plantados en los medios. “Muchas de las t茅cnicas utilizadas ser铆an intolerables en una sociedad democr谩tica, incluso si todos los objetivos hubieran estado involucrados en actividades violentas, pero Conteilpro fue mucho m谩s all谩. La premisa principal no expresada de los programas era que una agencia encargada de hacer cumplir la ley tiene el deber de hacer todo lo necesario para combatir las amenazas percibidas al orden social y pol铆tico existente”.

En 1967, la CIA tuvo m谩s suerte con su plan de asesinar al Che Guevara en Bolivia. El Che, acusado durante d茅cadas desde el centro medi谩tico de Miami de ser un cruel asesino, hab铆a vuelto a su costumbre de ir al frente de sus batallas, costumbre a la que los h茅roes del exilio batistero, como Orlando Bosch y Luis Posada Carriles, no eran muy afines. Tampoco fue una caracter铆stica de los m煤ltiples mercenarios que, seg煤n el FBI, convirtieron a Miami en “La capital del terrorismo de Estados Unidos”. Tambi茅n el Mono Morales Navarrete, Jos茅 Dionisio Su谩rez, Virgilio Paz y los hermanos Novo Sampol eran m谩s aficionados a la dinamita y a los explosivos pl谩sticos C4 de la CIA, siempre a distancia, que a los habanos de contrabando.

Semanas despu茅s del esc谩ndalo del Hotel Theresa, el 12 de octubre de 1960, el joven senador John F. Kennedy plant贸 su puestito de vendedor frente al hotel y dio un discurso contra la discriminaci贸n racial y contra las ideas socialistas de la Revoluci贸n cubana. Nada mejor que secuestrar la lucha de los de abajo y, enseguida, limitarla a un 谩rea espec铆fica, la nacional, as铆 como los bomberos queman una frontera de bosque para detener un incendio mayor. Un par de a帽os antes, en el Congreso, el senador Kennedy hab铆a recomendado continuar financiando a los ej茅rcitos latinoamericanos para mantener influencia pol铆tica de Washington en esos pa铆ses.

―Los ej茅rcitos latinoamericanos no sirven para un carajo en ninguna guerra ―hab铆a dicho en 1958, el joven senador―, pero en sus pa铆ses son las instituciones m谩s importantes. El dinero que les enviamos como ayuda es dinero tirado por el ca帽o, en un sentido militar, pero es dinero muy bien invertido en un sentido pol铆tico.

Jorge Majfud. Del libro 1976. El exilio del terror (2024) Las fuentes de este cap铆tulo est谩n incluidas en el libro como notas finales.











Cuatro programas de televisi贸n en los que me invitaron a conversar por media hora cada uno fueron removidos por Youtube por ir contra sus pol铆ticas–de censura.




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