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La guerra híbrida de Trump

Enrico Tomaselli



Pese a las grandes expectativas que ha logrado rodear su segundo mandato presidencial, es muy poco probable que Trump pueda y quiera cambiar radicalmente la política internacional de Estados Unidos. Y ello por la sencilla y obvia razón de que las líneas estratégicas de una gran potencia no pueden estar sujetas a cambios continuos, salvo en el plano táctico y para los ajustes que haga necesarios la evolución de las situaciones, y que por tanto no es una Presidencia la que marca el rumbo, sino que es ésta la que determina el Presidente.

Entendiendo, por tanto, que la presidencia de Trump (algo claramente afirmado) tendrá como objetivo la reafirmación de la hegemonía estadounidense, y ciertamente no cualquier apertura al multipolarismo, queda por entender cómo desarrollará concretamente esta línea estratégica, especialmente en relación a las grandes áreas. de crisis, pero no sólo.

Si nos fijamos, por ejemplo, en la crisis ucraniana, en la que se ha centrado la atención, podemos ver que la posición de Estados Unidos –tal como se está manifestando cada vez más– se caracteriza, en primer lugar, por un enfoque reduccionista , que considera el conflicto como una cuestión limitada, que debe mantenerse y resolverse en un contexto limitado, sin abordar por tanto las cuestiones subyacentes que lo sustentan, como no sólo la pertenencia o no pertenencia de Ucrania a la OTAN, sino también su neutralidad/ desmilitarización y, aún Más importante aún, una nueva arquitectura de seguridad mutua en Europa y en el mundo. Estas cuestiones, por su naturaleza, requerirían la voluntad de cuestionar la supremacía estadounidense, algo que la nueva administración no quiere ni puede hacer.

De la misma manera, vemos cómo Washington pretende lograr el único resultado que le importa -es decir, el fin de los combates- mediante una política de zanahorias y palos: por un lado, ofreciendo la perspectiva de un alivio progresivo de las sanciones y el reconocimiento de facto de las anexiones territoriales, acompañado de un aplazamiento indefinido de la adhesión de Kiev a la OTAN, y por otro lado, la amenaza de soportarcerlas y mantener el apoyo militar a Ucrania, tal vez ampliando la capacidad de utilizarlas.

Lo más probable es que primero se pruebe con el enfoque blando y luego, si éste no produce los efectos deseados, se adopte un enfoque duro. La suposición, evidentemente, es que Rusia quiere poner fin al conflicto de todos modos, al menos tanto como Occidente, y que por tanto la combinación de disposiciones de este doble enfoque acabará por convencerla de negociar, en los términos imaginados por la Casa Blanca. Pero en el fondo existe la creencia de que Estados Unidos tiene una ventaja estratégica en cuanto a poder, en comparación con Rusia, que no sólo necesita ser defendida y reafirmada, sino que es tal que doblegará la resistencia que pueda surgir del Kremlin.

La debilidad de esta perspectiva es que se basa en una evaluación errónea, tanto del punto de vista ruso y de su liderazgo, como del propio equilibrio de poder. Casi parece que en Washington piensan que están ante Yeltsin y no ante Putin.

Además, los dirigentes rusos no pueden ignorar el contexto global en el que se inscribe el supuesto enfoque dialógico de Estados Unidos, un contexto en el que Estados Unidos se mueve en una perspectiva decididamente conflictiva, aunque por el momento de tipo híbrido, no cinético, con la clara intención de esperar a que se determinen las condiciones óptimas para pasar (de nuevo) a ella. Además, los numerosos precedentes de las últimas décadas han enseñado a los rusos que la duplicidad y la falta de fiabilidad son una norma de las relaciones internacionales en Occidente.

En particular, hay dos cuestiones en las que se centra esta acción conflictiva, y ambas afectan directamente a la Federación Rusa.

La primera es una verdadera ofensiva energética, que tiene por objetivo debilitar aún más a los países europeos, para acentuar su sometimiento, pero que claramente pretende crear dificultades crecientes a Moscú, tratando de debilitarlo una vez más en el plano económico, dada su resistencia en el plano militar. Esta ofensiva se está articulando a través de una serie de movimientos que ciertamente no son casuales, empezando por la decisión ucraniana de no renovar el contrato con Gazprom, y por lo tanto interrumpir la última línea directa de suministro de energía entre Rusia y Europa, privando a la primera de los ingresos que se derivaban de ella. Teniendo en cuenta que Kiev nunca había actuado sobre esta palanca durante los tres años de conflicto (algo que había hecho varias veces en el período de preguerra), y que obviamente pierde así los royalties derivados del derecho de paso del gas ruso, es evidente que la decisión se tomó al otro lado del Atlántico. El ataque ucraniano a la terminal rusa a través de la cual fluye el gas hacia el Turkish Stream, el otro gasoducto a través del cual se abastece Europa, debe leerse en la misma lógica [1]. Se trata de dos decisiones estratégicas, cuya implementación está mucho más allá del alcance de la elección autónoma del gobierno ucraniano.

A ello se suman las nuevas sanciones, dirigidas específicamente a golpear a la llamada flota en la sombra [2], mediante las que Moscú intenta sortear las dificultades de las exportaciones energéticas; aunque se trata de sanciones impuestas por la antigua administración Biden, es previsible que la nueva las utilice como palanca, como parte de la mencionada estrategia del palo y la zanahoria. Cabe destacar que las importaciones europeas de GNL ruso han aumentado significativamente en el último año [3], lo que entre otras cosas constituye una competencia directa al estadounidense.

Por el momento, estas sanciones aún no han desplegado plenamente su efecto, pero se espera que entren en vigor a partir del 12 de marzo. Asimismo, aunque en menor escala, hay que tener en cuenta la decisión de Moldavia de abrir una disputa sobre los pagos con Gazprom, que a su vez provocó la suspensión de los suministros a Chisinau.

Por último, pero no menos importante, Ucrania ha intensificado sus ataques a las instalaciones petroleras rusas.

Otro aspecto –mucho más significativo– de esta perspectiva conflictiva es la creciente presión marítima, que claramente busca contener a Rusia y cuestionar su predominio. Dicha presión ya se está manifestando en el mar Báltico, donde se intensifica la presencia de flotas de la OTAN (misión Baltic Guard), con la excusa de algunas interrupciones en los cables submarinos (obviamente atribuidas a Rusia y China), y con la intención declarada de ejercer control sobre la navegación. Este tramo de mar, que en realidad es un embudo bifurcado, cuya salida hacia el mar del Norte está controlada por Dinamarca, Suecia y Alemania, ve la presencia rusa en el fondo del golfo de Finlandia (donde se encuentra San Petersburgo) y al noreste de Polonia (donde se encuentra el enclave ruso de Kaliningrado). La ambición declarada es convertirlo en un lago de la OTAN [4], aprovechando su morfología, y el hecho de que casi la totalidad de sus costas pertenecen a países miembros de la Alianza (además de los mencionados, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia). Esto permitiría, en caso de conflicto, estrangular San Petersburgo y, sobre todo, eliminar Kaliningrado, que la OTAN considera una espina en el costado.

Pero el verdadero juego hostil será el que se jugará en el océano Ártico. Allí Rusia goza de una considerable ventaja estratégica, tanto porque sus costas cubren gran parte de sus fronteras como porque la flota ártica rusa es, con diferencia, la más potente y mejor equipada. La importancia de este océano está hoy vinculada al hecho de que está a punto de convertirse en una importante ruta comercial alternativa (y más competitiva), y es, por tanto, una pieza importante de la confrontación geopolítica global.

Y es exactamente en esta perspectiva que deben leerse las declaradas ambiciones hegemónicas de Trump sobre Canadá y Groenlandia: tomar el control de facto de ellos, o al menos tener la posibilidad de utilizar sus territorios de manera ilimitada, permitiría a los EE.UU. al menos reequilibrar el tamaño del frente marítimo, y por lo tanto acercarse a las fronteras rusas con sus propios sistemas militares (misiles, radares y antimisiles), y ejercer un mayor control potencial sobre el tráfico naval, esencial para una potencia talasocrática como los Estados Unidos.

Lo que hace extremadamente difícil, por no decir improbable, una solución trumpista al conflicto en Ucrania no es sólo la situación sobre el terreno (que ve prevalecer a Rusia, lo que es extremadamente problemático para la OTAN), o la intención de EEUU de limitar su alcance, sino también el hecho de que la nueva administración norteamericana, al tiempo que intenta desentenderse de la guerra, está realizando movimientos claramente hostiles hacia Moscú, con la intención –ni siquiera disimulada– de contenerla mediante una cortina de hierro que impida su crecimiento económico y la atrape a una costosa confrontación militar en el poder –es decir, manteniéndola siempre al borde del conflicto, pero sin cruzarlo–. En esencia, una reedición de lo que fue la estrategia norteamericana hacia la Unión Soviética durante la Guerra Fría, y que –en opinión de los estrategas neoconservadores– determinó su colapso.

Cabe señalar aquí que, desde el punto de vista estadounidense, el conflicto en Ucrania ha sido hasta ahora absolutamente ventajoso: ha roto las relaciones entre Rusia y Europa, que Washington siempre ha considerado extremadamente peligrosas; en consecuencia, ha puesto de rodillas a la economía europea, aplastando su potencial competitivo; ha vuelto a alinear a los vasallos del viejo continente, obligándolos a volver a la obediencia; y, por último pero no menos importante, ha dado una gran mano a la economía estadounidense, en particular (pero no solo) en el sector petrolero y en el complejo militar-industrial.

En este punto, por tanto, se trata de aprovechar estas ventajas y evitar que una derrota en el campo de batalla, con todo lo que ello conlleva, se convierta en un poderoso contragolpe para la imagen de Estados Unidos como gran potencia. La negociación con Moscú, desde el punto de vista de Trump, sirve precisamente para garantizar que el fin del conflicto no llegue como consecuencia de una aplastante victoria rusa y, por tanto, para negociar con Washington los términos en que se concluirá.

La situación en Oriente Medio es completamente diferente, pues Estados Unidos se encuentra en un juego mucho más complejo, en un contexto marcado por profundos cambios en el equilibrio de poder (que en gran medida escapan a su control) y donde no es el dueño indiscutible ni siquiera en su propio terreno. La única ventaja que tiene es el hecho de que aquí no se enfrenta directamente a una potencia del mismo nivel. En este caso, el objetivo estratégico de Estados Unidos está condicionado por el hecho de que no puede ignorar a su aliado israelí, que se mueve exclusivamente en función de sus propios intereses, incluso cuando entran en conflicto con los del principal patrocinador del otro lado del Atlántico. Esto es posible gracias a una cuidadosa estrategia de penetración en el sistema estadounidense, que ha sido capaz -en las últimas décadas- de dar un vuelco total a la relación entre los dos países, asumiendo de facto el control de la política estadounidense.

Este objetivo se logró esencialmente mediante una doble acción: por un lado, explotando a la poderosa comunidad judía estadounidense, canalizada en gran medida hacia el Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí (AIPAC), que además de funcionar como un lobby muy fuerte ha construido a lo largo de los años un mecanismo de selección de parlamentarios estadounidenses (financiando las campañas electorales de candidatos pro-israelíes), también gracias al apoyo de los medios de comunicación (a su vez en gran parte controlados por la misma comunidad); y por otro lado, encontrando el apoyo de la igualmente poderosa comunidad cristiana evangélica, que está encabezada por la Comunidad de Cristianos y Judíos [5], y tiene un peso económico y electoral significativo.

Esta doble penetración en los ganglios del poder político estadounidense ha hecho que el Congreso de Estados Unidos esté compuesto en gran parte, de manera absolutamente bipartidista, por partidarios del Estado de Israel y que la crítica al sionismo político sea considerada un tabú inviolable.

La naturaleza de esta relación es un elemento fundamental para entender la posición de Estados Unidos en la crisis de Oriente Próximo, porque en realidad la autonomía estratégica norteamericana es limitada. En esencia, mientras que en el escenario ucraniano el liderazgo político-militar es sustancialmente indiscutible, tanto respecto de Kiev como respecto de los vasallos de la OTAN, en el escenario de Oriente Próximo sólo puede ejercerse mediante la mediación con los intereses israelíes.

Según la vulgata actual, por ejemplo, la firma del alto el fuego en Gaza fue impuesta por Trump a Netanyahu, pero pensar que el gobierno israelí tomó una decisión de tal magnitud sólo para complacer a la administración estadounidense es verdaderamente ingenuo. Mucho más sostenible es que el deseo de Trump de celebrar su coronación con una paz (aunque sea temporal y muy sub iudice) se haya cambiado por otra cosa, y que a la sombra de la (supuesta) imposición estadounidense se observe más bien que Israel perdió la guerra contra la Resistencia palestina y que necesitaba salir de quince meses de conflicto inútil.

Sin embargo, la cuestión de Oriente Próximo, y precisamente por las razones expuestas anteriormente, debe observarse en primer lugar desde el punto de vista israelí. Desde el 7 de octubre de 2023, Tel Aviv ha tenido que hacer frente a una guerra asimétrica y de geometría variable, en la que al frente principal –Gaza– se han unido otros, en diferentes momentos y de diferentes maneras. Líbano, con Hezbolá, y Yemen, con Ansarullah, sobre todo, pero también –y no de forma secundaria– Cisjordania, Irak e Irán.

Todos estos frentes de guerra forman parte de un conflicto que no es simplemente asimétrico, en el sentido de que los contendientes están separados por una brecha significativa en capacidad militar (después de todo, aparte de Irán, todos son entidades no estatales), sino que es precisamente algo diferente de un conflicto convencional, en el que las partes se enfrentan para disputar un territorio, siendo esencialmente una guerra de liberación nacional, en la que el pueblo palestino (y sus aliados) tienen el objetivo de recuperar su tierra, no de redefinir sus fronteras. El objetivo de esta guerra de liberación, por tanto, es el fin del colonialismo de asentamiento, y por tanto el fin de un Estado judío en Palestina.

A su vez, para los israelíes, se trata tanto de la defensa de su asentamiento en Tierra Santa, como de la aspiración mesiánica de apoderarse de todo el territorio correspondiente a un mítico Israel prebíblico, expulsando a las poblaciones árabes. Se trata, pues, de un conflicto en el que los objetivos estratégicos de las partes son absolutamente irreconciliables y no mediables. En el plano táctico, sin embargo, las acciones de ambos responden a consideraciones más pragmáticas, y se plantean objetivos de alcance más limitado. Desde este punto de vista, Israel (así como sus aliados angloamericanos) no ha podido alcanzar ninguno de los objetivos que se había fijado, en relación con los frentes individuales abiertos.

En lo que respecta a Gaza, este objetivo era esencialmente la destrucción de la capacidad de combate de las formaciones de la Resistencia (Hamás y la Yihad Islámica Palestina sobre todo) y, por tanto, su marginación como entidad político-militar. En quince meses de combates, y sobre todo de bombardeos diarios, las FDI no han sido capaces de alcanzar estos objetivos. Evidentemente, la acción militar israelí ha asestado duros golpes a las organizaciones armadas, matando ciertamente a miles de combatientes, lo que, por otra parte, en un contexto de absoluta asimetría del potencial bélico, y con un conflicto que se ha desarrollado casi en su totalidad en una especie de gigantesco recinto cerrado, es completamente normal. Si tenemos en cuenta, pues, la diferente potencia de fuego de las partes, el hecho de que una de las dos combatiera en un espacio rodeado de fuerzas enemigas y, sobre todo, la magnitud de la destrucción y de las víctimas civiles del conflicto, el fracaso en la consecución del objetivo de la guerra pone aún más de relieve la magnitud de la derrota de Israel.

Si nos fijamos en el frente libanés, la situación es similar en muchos aspectos. El objetivo de Tel Aviv al lanzar una nueva guerra en el Líbano era, en primer lugar, hacer retroceder a Hezbolá más allá del río Litani, lo que implicaba obviamente la necesidad de infligirle una derrota sobre el terreno y, por lo tanto, socavar significativamente su capacidad bélica. En consecuencia, poder hacer regresar a casa a los casi cien mil colonos evacuados de las zonas cercanas a la frontera.

El resultado de esta campaña extremadamente corta fue que tampoco aquí se lograron los objetivos. Hezbolá no fue empujado más allá de Litani, las FDI lograron penetrar sólo unos pocos kilómetros, a veces sólo cientos de metros. Por supuesto, el ejército chií sufrió duros golpes -uno sobre todo, la pérdida de un líder como Nasrallah- pero esto no implicó una pérdida significativa de capacidad de combate. Y a pesar del alto el fuego, los colonos aún no han regresado a sus asentamientos.

En el frente yemení, a pesar de los masivos ataques aéreos angloamericanos e israelíes y de la presencia de poderosas flotas occidentales en el mar Rojo, la victoria de Ansarullah es absolutamente evidente (lo que, por cierto, marca el nacimiento de otra entidad en Oriente Medio con capacidad de ejercer su influencia…). El puerto de Eilat está medio destruido y, en cualquier caso, en bancarrota. El tráfico marítimo comercial evita en gran medida esa ruta y prefiere circunnavegar África (con más tiempo, más costes y daños en el canal de Suez y en los puertos del Mediterráneo). La flota liderada por Estados Unidos, incluso con algunas abolladuras bien disimuladas, ha demostrado ser sencillamente completamente ineficaz.

En Irak, las formaciones que forman parte del Eje de la Resistencia –que han actuado principalmente en apoyo de los yemeníes– están firmemente instaladas. En Cisjordania, la capacidad de combate de la Resistencia, a pesar de la presión militar diaria de las FDI, sigue creciendo, hasta el punto de que ahora incluso la fuerza aérea israelí se ve obligada a intervenir, y la administración colonial de la Autoridad Nacional Palestina (un auténtico títere de Estados Unidos, y colaborador de Tel Aviv) se ha visto empujada a entrar fuertemente en el terreno, interviniendo militarmente junto a las FDI [6]. En cuanto a Irán, que se ha mantenido sustancialmente entre bastidores, con las operaciones True Promise 1 y 2 ha demostrado no sólo su capacidad para penetrar las defensas israelíes y atacar en profundidad, sino también y sobre todo que la disuasión israelí es ahora sólo un recuerdo, y en el mejor de los casos es equivalente a la de Teherán. Y se espera True Promise 3.

La situación, por tanto, muestra a Israel cansado, probado y dividido más que nunca, después de que la guerra más larga de su historia se encuentre suspendida (excepto en Cisjordania, donde los combates continúan). Además, a menudo hablamos de las grandes pérdidas de Hamás o Hezbolá, pero siempre olvidamos señalar que tampoco fue exactamente un paseo por el parque para las FDI. Independientemente de todo lo demás, cuando salgan las cifras reales de pérdidas (muertos, discapacitados, pacientes con trastorno por estrés postraumático, pero también tanques y vehículos blindados), podremos hacer un balance de lo que esta guerra perdida le ha costado a Israel. Porque la guerra no es como un partido de fútbol, ​​no hay empate: si no ganas, pierdes. Y la reacción psicológica sobre la pequeña sociedad colonial israelí no será insignificante. La tregua, por tanto, no fue una imposición de la administración estadounidense, incluso si esta interpretación le conviene a Netanyahu, y le permite ocultar la verdad durante un tiempo más, detrás de esta cortina de humo. La tregua llega porque saben que la guerra está perdida; Claro, podrían haberlo continuado por un tiempo más, pero no habría servido para cambiar las cosas.

Así pues, el do ut des entre Trump y el Herodes israelí tiene que ver con otra cosa. Prueba de ello es que, al final, incluso los ultrasionistas se limitaron a una farsa: Smotrich protestó por el acuerdo, pero permaneció en el gobierno, Ben Gvir lo abandonó (pero no por la mayoría que lo apoya) reservándose el derecho a volver en cuanto se reanude la guerra. Ninguno de los dos, al igual que Netanyahu, se beneficia de hacer caer el gobierno, perder las oportunidades que ofrece el control de ministerios clave y allanar el camino a un enfrentamiento nada tranquilizador. El intercambio ni siquiera se centra en una posible implicación de Estados Unidos en un ataque a Irán: Trump no quiere terminar una guerra para iniciar otra, sobre todo sabiendo que ello presenta riesgos no pequeños (no sólo para Israel, sino para las numerosas bases estadounidenses en la región y, sobre todo, para el precio del petróleo). Ciertamente no después de que Teherán y Moscú firmaron un acuerdo de asociación estratégica [7], que, si bien no incluye un compromiso de asistencia mutua en caso de conflicto, ciertamente une a los dos países aún más estrechamente, y está claro que Rusia no permitirá que Irán termine como Siria.

Washington aumentará sin duda la presión sobre la República Islámica, ya sea mediante el aumento de las sanciones, el fomento del terrorismo o el fomento de revoluciones de colores, y todo ello en conjunto. Pero es muy poco probable que se involucre en operaciones militares directas contra Irán, e Israel no es capaz de hacerlo solo. Lo que Trump propone se refiere, en primer lugar, a Cisjordania, donde ejercerá su influencia sobre la Autoridad Palestina para obligarla a intensificar el conflicto con la Resistencia y aprobará nuevas anexiones territoriales. Se refiere también a Siria, donde ofrecerá cobertura política –y, si es necesario, no sólo– a los planes israelíes sobre el Golán y parte del sur del país; al fin y al cabo, en este terreno los intereses de Washington y Tel Aviv coinciden perfectamente, pues ambos están interesados ​​en la división del territorio sirio y en contener el expansionismo neo-otomano de Ankara.

Pero sobre todo Trump pretende relanzar la carta de los Acuerdos de Abraham, vistos como la carta de triunfo para cambiar el equilibrio regional, interrumpir la tibia relación entre Riad y Teherán, devolver a Arabia Saudita a la órbita occidental y volver a desempeñar un papel protagonista en la región.

Después de todo, Trump lo dijo explícitamente: "aprovecharemos el impulso de este alto el fuego para ampliar aún más los históricos Acuerdos de Abraham". Aunque a la mayoría de los dirigentes árabes (sobre todo los petroleros) no les importa un bledo la causa palestina, se ven más o menos obligados a tenerla en cuenta, para no entrar en una trayectoria de colisión con el sentimiento de sus propias poblaciones. En particular, Arabia Saudita -sobre todo después del 7 de octubre- ha insistido en la necesidad de una solución al problema palestino, como condición previa para la paz con Israel. Y esto es extremadamente importante hoy para Tel Aviv, que se encuentra más aislado que nunca en la región. Por eso es muy probable que Netanyahu, superando el descontento del ala más radical de su coalición, apunte realmente a poner fin al conflicto en la Franja de Gaza; aunque sólo sea por puro cálculo, iniciar una fase de estabilización en Gaza, tal vez incluso a través de su gestión administrativa que de alguna manera también involucre a la ANP (como desearía Estados Unidos), actuaría como un viático para desbloquear la reanudación de las relaciones con Riad y otras capitales árabes.

En los planes de la administración Trump, los Acuerdos de Abraham representan el eje de la estrategia en Oriente Medio, y su relanzamiento a lo grande –aprovechando también una fase en la que el Eje de la Resistencia, aunque sustancialmente victorioso, necesita un periodo de reconstrucción posbélica– constituiría un nuevo logro para la Casa Blanca. Es evidente que la ambición estadounidense es implicar a una gran parte de los países de la región, para aislar a Irán, tras haber roto la continuidad territorial de la media luna chiita con la caída del régimen sirio. Los estadounidenses querrían probablemente intentar marginar a Hezbolá en el Líbano, logrando que Beirut se adhiera a los Acuerdos, pero en este momento la maniobra parece al menos improbable. También es difícil obtener la adhesión de Egipto (un verdadero gigante silencioso del mundo árabe, que no ha expresado ningún protagonismo desde hace tiempo), dado que las tensiones con Israel son actualmente altas –los dos países se acusan mutuamente de haber violado los Acuerdos de Camp David. En lugar de ello, se podrían determinar las condiciones para la adhesión de Siria, y eso sería un gran golpe de efecto.

En resumen, podríamos decir que la estrategia estadounidense durante el segundo mandato presidencial de Trump –o al menos durante sus dos primeros años– se caracterizará por la voluntad de poner fin a las guerras cinéticas en Europa y Oriente Medio, pero sólo en el marco de una visión global conflictiva, con el objetivo de aislar/debilitar tanto a Rusia como a Irán por otros medios, dado el fracaso de la estrategia seguida durante la administración anterior, que había optado por apoyar un enfoque más belicoso. En términos estratégicos de largo plazo, está claro que la presidencia de Trump debe entenderse como un puente entre la era Biden (dominada por la alianza entre demócratas y neoconservadores) y la era Vance (caracterizada por un mayor pragmatismo), durante la cual se imagina que Estados Unidos puede lanzar –y ganar– su desafío a su rival chino.

Se supone que, en líneas generales, ese es el plan estadounidense. Queda por ver cómo responderán Moscú y Teherán (y Pekín) y, sobre todo, si las piezas del rompecabezas encajarán, cómo y cuándo.

Notas


1 – Vasily Nebenzia, representante permanente de Rusia ante la ONU, dijo: “Rusia tiene todos los motivos para creer que el ataque de Ucrania al Turkish Stream se llevó a cabo siguiendo instrucciones de Washington y Londres”.

2 – Según el Viceministro polaco de Asuntos Exteriores, Wladyslaw Teofil Bartoszewski, la OTAN debe dejar de preocuparse por el derecho marítimo internacional y detener los petroleros que transportan petróleo ruso, no sólo en las aguas territoriales de sus países, sino también en aguas neutrales. Ver “НАТО открывает охоту на российский теневой флот” , Елена Острякова, Politnavigator

3 – La Unión Europea está importando GNL ruso a un nivel récord. En los primeros 15 días de este año, ingresaron al bloque 837.300 toneladas de GNL ruso, una cifra sin precedentes. A pesar de la presión de las sanciones, el 95% proviene de Yamal bajo contratos a largo plazo. Sobre esto, véase “La UE devora el gas ruso a una velocidad récord a pesar del corte” , Gabriel Gavin y Giovanna Coi, Politico

4. En contra del principio de la libre navegación, la OTAN pretende extender su control a las aguas neutrales del mar Báltico. Como reveló el primer ministro polaco, Donald Tusk, tras la cumbre de la OTAN en el Báltico en Helsinki, ya se han iniciado consultas para encontrar vías legales para controlar los barcos fuera de las aguas territoriales. Esto está en directa contradicción con el derecho internacional, según el cual los países cuyos barcos serán objeto de inspecciones ilegales pueden defender sus intereses con la fuerza. Moscú ya ha dicho que si la OTAN intenta controlar los barcos en el mar Báltico, Rusia utilizará su marina para escoltar a los buques de carga. “Protegemos a nuestros barcos y a los buques que transportan nuestra carga. Y en caso de ataque, comienza un conflicto: primero local, luego regional”, declaró Nikolai Mezhevich, presidente de la Asociación de Estudios Bálticos, al diario ruso Izvestia. Consulte “Морские происки: страны НАТО добиваются досмотра судов в нейтральных водах Балтики” , Богдан Степовой, Юлия Леонова, Кирилл Фенин, Izvestia

5 – Los fundamentalistas evangélicos son grandes defensores de Israel y del sionismo, no por razones políticas, sino por motivos religiosos. De hecho, creen que el día en que los judíos conquisten toda la Tierra Santa se cumplirá la profecía que conduce al día del juicio y, por lo tanto, se establecerá el reino de Dios en la tierra. En resumen, una forma de mesianismo totalmente similar a la que anima a los componentes más extremos del sionismo israelí.

6 – Tras más de un mes de asedio, la Autoridad Nacional Palestina ha llegado a un acuerdo con los combatientes palestinos de la Brigada de Yenín, que ha permitido la retirada del campo de refugiados y el levantamiento del bloqueo de la ciudad. Sin embargo, las fuerzas de seguridad de la AP siguen actuando activamente contra la Resistencia en toda Cisjordania.

7. El acuerdo firmado entre Rusia e Irán contiene una cláusula sobre el fortalecimiento de la cooperación en materia de seguridad y defensa. Aunque no existe un mecanismo automático de defensa mutua, como en el caso del acuerdo con Corea del Norte, existe un plan para profundizar la cooperación militar, con un intercambio de tecnologías. Se sabe que algunos sistemas de armas iraníes están siendo utilizados actualmente en Ucrania por las fuerzas rusas, para probarlos en condiciones operativas. Por tanto, no se puede descartar, por ejemplo, que mañana los rusos proporcionen la tecnología para el misil balístico hipersónico Oreshnik, que proporcionaría a Teherán el equivalente a un elemento de disuasión nuclear, incluso sin tener armas nucleares, a lo que los dirigentes iraníes siguen oponiéndose. (El texto completo del acuerdo está disponible en la página web del Kremlin ).

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