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El gran bluff

Enrico Tomaselli



Muchos empiezan a preguntarse: “¿pero por qué Trump dice tantas tonterías?”, y terminan respondiendo –erróneamente, pero comprensiblemente– que esto debe corresponder de alguna manera a un plan estratégico de Estados Unidos.

Por lo tanto, me gustaría intentar analizar críticamente a Trump como personaje, intentando esbozar las (posibles) razones de su comportamiento exagerado.

Necesariamente, debo partir de lo que ya he argumentado anteriormente: la elección de Trump a la presidencia fue una operación llevada a cabo por una parte minoritaria del estado profundo estadounidense, marginada durante décadas por el bloque formado por neoconservadores y demócratas, que controlaba tanto las instituciones federales como la política exterior estadounidense. Para revertir la situación, este grupo minoritario decidió explotar los errores cometidos por las distintas presidencias demócratas, y la debilidad ahora estructural de ese partido, utilizando a un líder populista como caballo de Troya, capaz de catalizar la ira y la frustración de una parte significativa de los estadounidenses. Además, Trump ofrecía otras ventajas desde este punto de vista. En primer lugar, no es un político sino un empresario, y por lo tanto no posee la malicia de un político experimentado, acostumbrado a moverse dentro del establishment federal. En su primer mandato ya ha demostrado que es bastante manejable (todos los presidentes lo son, pero él más), a pesar de su enorme ego -de hecho, precisamente por eso-. Y, por último, no es reelegido. Su función, por tanto, es esencialmente la de demoler las estructuras de poder sobre las que se asienta el control de la mayoría del Estado profundo. La misión, en una perspectiva de mediano plazo, es volver a poner a Estados Unidos en condiciones de afrontar (y vencer) los desafíos que se le plantean a su liderazgo mundial; una tarea que, sin embargo, está pensada para la(s) próxima(s) presidencia(s).

En esta perspectiva destructiva, una personalidad explosiva como Trump responde bastante bien a las exigencias; y no es casualidad que le apoye otro individuo no menos disruptivo como Musk.

En este punto, es necesario subrayar dos cosas. La primera es que la acción de Trump es principalmente interna y debe responder a un plan de reforma radical de la estructura de poder de Estados Unidos. En este sentido, incluso cuando trata cuestiones internacionales, en realidad se dirige al público interno, al que debe transmitir esa idea de una América que vuelve a ser grande, un cierto orgullo patriótico que sirve para la movilización política en apoyo del plan de reformas. La segunda es que Trump, como la mayoría de los estadounidenses, tiene una idea muy vaga del contexto geopolítico mundial y define sus orientaciones en función de los informes que recibe en el Despacho Oval. Esto también se aplica, por supuesto, a casi todos los presidentes, que, comprensiblemente, no pueden tener un conocimiento completo y profundo de todos los expedientes, pero en su caso esto se ve amplificado por el hecho de que no es su tema de estudio. Cuando, por ejemplo, da las cifras de las pérdidas rusas y ucranianas en la guerra, es evidente que no tiene un conocimiento directo y bien fundamentado de ellas, sino que se basa en datos que le facilitan y que luego quizá reelabora a su manera, con la astucia y la bravuconería de los magnates. Los italianos que recuerdan a Berlusconi saben de qué estamos hablando.

Así, en el marco de reuniones sobre cuestiones estratégicas, tal vez reciba la información de que Estados Unidos tiene una brecha de presencia en el océano Ártico, que debe ser remediada aumentando la presencia militar (y el control) en zonas como Canadá y Groenlandia, y la transforma a su manera lanzando hipótesis provocadoras, cuyo objetivo, en última instancia, es desorientar a los interlocutores, allanando el camino -de manera bastante burda- a negociaciones más serias y sustanciales.

Este bombardeo continuo de declaraciones exageradas, a menudo completamente desprovistas de cualquier sentido de realidad, tiene también como finalidad invadir y saturar la infoesfera, monopolizar el debate político internacional y situarse en el centro del mismo, lo que es también una manera de encubrir la absoluta vacuidad de propuestas concretas y realizables. En su pretensión de ejercer el poder de manera hegemónica, de hecho, pretende proponerse como abanderado de una pax americana, que se impondrá con el mero blandir de espadas (soñando con una "paz por la fuerza", que huele a reminiscencias imperiales romanas mal digeridas - "si vis pacem, para bellum").

Por otra parte, es evidente que las crisis más complejas, que se manifiestan en todo el mundo, no pueden resolverse de manera simplista; y sobre todo no pueden resolverse sin que Estados Unidos renuncie a sus pretensiones hegemónicas. Estas crisis, de hecho, son el resultado directo de la supremacía occidental, y de la pretensión de mantenerla a cualquier precio. Desde este punto de vista, por tanto, no se trata tanto de la capacidad personal de Trump para encontrar soluciones a las crisis, sino de un impedimento estructural, que pertenece a la propia posición estadounidense, y que por tanto deja al presidente pro tempore un margen de maniobra muy limitado, pudiendo apenas operar en un contexto táctico, que no ofrece (no puede ofrecer) respuestas decisivas, sino que sólo busca acomodos temporales. A esta dificultad estructural, Trump añade su propia postura fanfarrona, que corre el riesgo de socavar su indudable pragmatismo.

En todo caso, trasladar la discusión a una dimensión hiperbólica, permite distanciar el foco de la sustancia de las cuestiones, encadenándolo a la forma de sus enunciados.

El problema, por supuesto, es la sostenibilidad de este enfoque, que es ciertamente eficaz para dominar el debate público, pero mucho menos para fomentar la confrontación concreta. Y sobre todo, más allá de la resonancia mediática, funciona bastante bien con aquellos que -por las razones más diversas- tienen un papel subordinado respecto de los deseos de Washington, pero muy poco, o nada, con aquellos que no se sienten en absoluto sujetos a la pretendida hegemonía estadounidense.

Tarde o temprano, a las habladurías y a las declaraciones grandilocuentes habrá que seguirles los hechos, y cuanto más difieran éstos de los primeros, más se verá -aún más- disminuida la credibilidad de Estados Unidos.




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