Enrico Tomaselli
Puede ser que la irrupci贸n del hurac谩n Trump en la escena internacional haya desconcertado a muchos, o que las expectativas fueran exageradamente altas, pero parece que esto est谩 desatando una serie de malentendidos verdaderamente considerables.
Para empezar, la nueva Am茅rica no est谩 orientada en absoluto hacia la multipolaridad, ni siquiera en t茅rminos de una simple aceptaci贸n de la realidad. Por el contrario –y muchas cosas lo demuestran– simplemente est谩 operando una conversi贸n t谩ctica, que toma nota del surgimiento de un mundo multipolar, pero solo para combatirlo mejor y reafirmar el predominio estadounidense. Esto no solo resulta de las repetidas declaraciones (y acciones) que siguen se帽alando a China como una amenaza y la necesidad de contenerla (incluso militarmente), sino tambi茅n del cambio de actitud hacia Rusia.
El cambio de 180° con respecto a las posiciones sostenidas por la anterior administraci贸n estadounidense hasta hace unos meses se debe en realidad a dos elementos: por un lado, el reconocimiento del error estrat茅gico cometido al desencadenar el conflicto en Ucrania, que empuj贸 a Mosc煤 a establecer una alianza estrat茅gica de facto con Pek铆n, y por otro, la reevaluaci贸n del enemigo ruso como dif铆cil pero todav铆a de nivel inferior. De ah铆 la nueva pol铆tica estadounidense que pretende separar a Rusia y China (y m谩s en general romper el bloque de la alianza cuadrilateral con Ir谩n y Corea del Norte), abriendo una fase de di谩logo y colaboraci贸n con Mosc煤, que pretende implicarlo en un mecanismo de reducci贸n del conflicto. Fundamentalmente, este esquema se basa en la idea de que al aliviar el conflicto con Rusia, y al mismo tiempo acentuar el que existe con China, se termina insinuando una cu帽a entre los dos pa铆ses. Obviamente, la hip贸tesis es que las ofertas estadounidenses sean lo suficientemente atractivas para que Mosc煤 lo convenza de mantenerse al margen de un posible agravamiento de las tensiones chino-estadounidenses. Veremos m谩s adelante que esta operaci贸n es en realidad mucho m谩s complicada, empezando por el hecho de que Washington en realidad no tiene mucho que ofrecer.
Adem谩s, incluso para Estados Unidos –aunque en menor medida que para los europeos–, realizar un cambio de rumbo tan claro no es precisamente sencillo, empezando por el hecho de que incluso en entornos vinculados al mundo pol铆tico que apoya a Trump hay bastantes rus贸fobos feroces. Y, adem谩s, aunque la cara que la administraci贸n estadounidense presenta a Mosc煤 es muy amigable, todav铆a no ha abandonado en absoluto la estrategia del palo y la zanahoria, y no ha dejado de lanzar amenazas de diversa 铆ndole aqu铆 y all谩, en caso de que la respuesta rusa no sea lo suficientemente colaborativa.
En t茅rminos m谩s generales, es necesario entender que la pol铆tica de poder de Estados Unidos siempre se ha ajustado a criterios geopol铆ticos, no ideol贸gicos. Si bien durante todo el per铆odo que va desde la Primera Guerra Mundial hasta la ca铆da de la URSS el anticomunismo fue una herramienta poderosa, as铆 como el progresismo democr谩tico se convirti贸 en una herramienta poderosa a partir del fin de la Guerra Fr铆a, estas siempre han sido superestructuras. El fundamento de la pol铆tica hegem贸nica de Estados Unidos siempre ha sido de naturaleza geopol铆tica, por lo tanto libre de presiones ideol贸gicas y/o idealistas. Y, como es obvio para una gran potencia imperial, sus estrategias siempre han sido una cuesti贸n de mediano y largo plazo, no sujeta a cambios radicales con cada cambio de administraci贸n.
Como es natural, estas estrategias son, pues, desarrolladas s贸lo parcialmente por las distintas administraciones federales; la continuidad estrat茅gica del imperio est谩 asegurada por un vasto corpus de poderes (econ贸micos, burocr谩ticos, culturales) que constituyen el terreno en el que los diferentes grupos gubernamentales tienen sus ra铆ces, y del que surgen y, al mismo tiempo, extraen su personal pol铆tico. Este conjunto de poderes es sustancialmente permanente (en el sentido de que su capacidad de influencia se mantiene, independientemente de los cambios en la Casa Blanca), y no debe entenderse como un bloque monol铆tico, sino m谩s bien como una vasta red informal, en la que incluso los diferentes intereses cooperan y encuentran gradualmente una s铆ntesis estrat茅gica, y obviamente una s铆ntesis pol铆tica que la expresa y garantiza su implementaci贸n. Esto es exactamente lo que estamos acostumbrados a definir como el Estado profundo. Es importante entender que este Estado profundo no puede definirse en t茅rminos de alineamientos pol铆ticos (dem贸cratas o republicanos), que simplemente representan su epifen贸meno; por su naturaleza, determina la selecci贸n de las clases dominantes, pero no coincide con una u otra. Esto tambi茅n se aplica absolutamente a Trump.
Aunque el actual presidente no sea un pol铆tico de carrera, siempre ha sido un miembro destacado de la oligarqu铆a estadounidense y, por tanto, absolutamente org谩nico a ella. Por tanto, no es Trump quien se impone al Estado profundo, sino que es 茅ste (una parte de 茅l) quien lo selecciona para llevar a cabo una operaci贸n considerada necesaria -es decir, un cambio brusco de direcci贸n- porque la decadencia estadounidense ha llegado a un punto cr铆tico que la hace inevitable. Lo que Trump est谩 operando en los estados, por tanto, no es una operaci贸n para destruir el Estado profundo, sino para purgarlo. Se est谩 eliminando a los elementos m谩s superficiales, los m谩s implicados en la mala gesti贸n estrat茅gica, los m谩s corruptos o influenciados ideol贸gicamente, para restablecer la eficacia: en un momento en que Estados Unidos se prepara para afrontar el mayor desaf铆o a su dominio global, es necesario que la m谩quina de guerra est茅 perfectamente a la altura de la tarea y sea absolutamente cohesionada. Los aparatos ahora considerados inadecuados, como la USAID, ser谩n desmantelados, pero nadie pondr谩 en tela de juicio a Lockheed Martin o Blackrock.
Otro gran malentendido –o m谩s bien dos– se refiere al conflicto ucraniano. En su extraordinaria obtusidad, los dirigentes europeos creen que Trump est谩 dando un giro estrat茅gico en este sentido (y que esto constituye una traici贸n a los ideales comunes). En primer lugar, para Estados Unidos, incluso durante el gobierno de Biden, esta guerra nunca ha sido una cuesti贸n de ideales (democracia versus autocracia); eso fue propaganda para tontos –y de hecho los dirigentes europeos se la creyeron. Para Washington, el conflicto en Ucrania siempre ha representado un movimiento estrat茅gico que afecta a las relaciones de poder con Mosc煤; el gobierno de Trump s铆 expresa una orientaci贸n estrat茅gica diferente, pero siempre en el contexto de las relaciones geopol铆ticas entre Estados Unidos y Rusia. Los ideales que predican los europeos, y menos a煤n los propios europeos (incluidos los ucranianos), nunca han contado para nada. Lo que Trump est谩 poniendo en juego, por tanto, es simplemente una continuaci贸n de la l铆nea anterior, basada en la defensa de los intereses estadounidenses, despoj谩ndola de los adornos que hab铆an servido para embellecerla ante la opini贸n p煤blica occidental. La reanudaci贸n de las relaciones dial贸gicas entre las dos potencias no tiene, pues, relaci贸n con el conflicto y su resoluci贸n, salvo en una medida muy marginal, siendo el objetivo de una naturaleza y una dimensi贸n completamente diferentes.
La necesidad primordial de Estados Unidos en esta fase, y en vista del enfrentamiento decisivo con China, exige por un lado la reconstrucci贸n industrial (y por tanto la optimizaci贸n del uso de los recursos, y del tiempo necesario para emplearlos), y por otro -como ya se ha dicho- la divisi贸n del frente opuesto. La nueva posici贸n estadounidense respecto a Rusia, por tanto, es funcional a la consecuci贸n de estos dos objetivos, ganando tiempo y desprendi茅ndose de China. Son los intereses estrat茅gicos estadounidenses los que est谩n en juego, por lo que la implicaci贸n de terceros (como los Estados europeos) s贸lo tiene sentido si y cuando ello sea 煤til a estos intereses; de ning煤n modo ata帽e a la defensa de intereses comunes.
No s贸lo se mantiene a Europa al margen precisamente porque es marginal, sino que su percepci贸n de lo que sucede est谩 afectada por la distorsi贸n perceptiva de sus propios l铆deres.
A pesar de la enorme evidencia de que el conflicto da帽贸 desproporcionadamente a los pa铆ses europeos –mientras que Estados Unidos se benefici贸 de 茅l–, estos liderazgos se lanzaron a la cruzada antirrusa con la doble convicci贸n de que 茅sta era necesaria para defender un patrimonio com煤n entre las dos orillas del Atl谩ntico, y que este patrimonio (en t茅rminos de valores pero tambi茅n materiales) establec铆a en s铆 mismo una superioridad de 360° de Occidente sobre el oso ruso.
En esencia, la guerra en Ucrania fue para Estados Unidos una maniobra estrat茅gica imaginada y deseada en el contexto de un conflicto entre potencias y, por tanto, una cuesti贸n exclusivamente de intereses (incluidos los antieuropeos), mientras que para Europa se convirti贸 en un choque de civilizaciones. Por eso Washington siempre la ha considerado un episodio, una jugada 煤nica en el vasto tablero geopol铆tico, mientras que para las canciller铆as europeas se convirti贸 en una especie de calvario, el centro de todo.
Es por eso que, mientras Estados Unidos est谩 realizando un movimiento que (s贸lo aparentemente) parece cambiar radicalmente el juego, los l铆deres europeos siguen pensando que la cuesti贸n es completamente diferente.
De este en茅simo error de percepci贸n se desprende otra apreciaci贸n err贸nea: la idea de que el fin del conflicto -y, por tanto, de la batalla existencial que Europa cree librar- es inminente, porque las dos potencias est谩n a punto de ponerse de acuerdo sobre ello, y por encima de sus propias posibilidades. En realidad, nada de esto es real. La guerra est谩 lejos de acercarse a su ep铆logo.
En este caso, tambi茅n hay dos razones. En primer lugar, el hecho de que el conflicto sea parte del problema para ambas potencias implica que su soluci贸n solo puede darse en un marco m谩s amplio, que redefina toda la arquitectura de seguridad (mutua). Por tanto, no hace falta decir que la complejidad y la amplitud de los problemas que hay que resolver son tales que se necesita mucho tiempo, incluso para identificarlos y sistematizarlos. Pero incluso si quisi茅ramos poner de relieve el conflicto cin茅tico en curso (cosa que Trump probablemente intentar谩 hacer de todos modos, tambi茅n por razones de imagen), eso no significa que la soluci贸n est茅 al alcance de la mano. La experiencia hist贸rica de la resoluci贸n de conflictos (posterior a la Segunda Guerra Mundial) nos dice que puede llevar a帽os. En cualquier caso, es razonable suponer que, en el mejor de los casos, se necesitar谩 no menos de un a帽o para poner fin al conflicto en Ucrania. Y durante esos doce meses, la guerra continuar谩. De hecho, hay que descartar la hip贸tesis de una congelaci贸n de las operaciones, o incluso de un simple alto el fuego. No s贸lo porque esto ser铆a absolutamente contrario a los intereses estrat茅gicos rusos, sino tambi茅n porque –v茅ase el Oriente Medio– cuando una de las partes implicadas no est谩 plenamente convencida, la inestabilidad de la situaci贸n persiste de todos modos.
En el viejo continente parece estar floreciendo otro malentendido. Si los tres a帽os de guerra de la OTAN contra Rusia en suelo ucraniano han desgastado a Europa, hasta el punto de empezar a abrir grietas significativas en su (presunta) unidad y un铆voca intenci贸n, el cambio t谩ctico de la administraci贸n estadounidense est谩 induciendo a los dirigentes europeos a cultivar la ilusi贸n de que sustituyendo al enemigo Putin por el enemigo Trump -o mejor a煤n a帽adiendo el segundo al primero- se puede reconstituir un bloque de pa铆ses que, sinti茅ndose amenazados de acabar como la olla de barro, reencuentren el esp铆ritu unitario perdido. Las acciones (bastante descoordinadas y contradictorias, en este sentido) de algunos dirigentes, sin embargo, est谩n poniendo de relieve cada vez m谩s las diferencias y las distancias entre los diversos pa铆ses, cada vez m谩s destinados a marchar divididos.
Adem谩s, cada una de las hip贸tesis planteadas est谩 destinada a chocar con la dura realidad de los hechos: tanto la multiplicaci贸n de la ayuda a Kiev (que, por otra parte, choca con la pretensi贸n de sentarse en la mesa de negociaciones de paz), como la implementaci贸n de una econom铆a de guerra, e incluso –m谩s trivialmente– la intenci贸n de acelerar la adhesi贸n de Ucrania a la UE, son imposibles, tanto por la incapacidad objetiva como por la negativa de algunos sujetos.
La irrelevancia certificada de Europa, como tema geopol铆tico de cierto peso, es un hecho, y decididamente anterior al cambio de administraci贸n en Washington. La 煤nica diferencia es que ahora ya no se disimula, ni por los estadounidenses, ni por los rusos. Al fin y al cabo, bastar铆a observar c贸mo los pa铆ses europeos van siendo expulsados silenciosamente de sus antiguas colonias africanas, mientras crece visiblemente la influencia de otros actores, incluso de nivel medio, como Turqu铆a o los Emiratos 脕rabes Unidos. Y a煤n para quedarnos en Europa, la idea de que un posible cambio de las clases dirigentes (del que parece haberse hecho cargo el multimillonario Musk) represente una oportunidad para que el continente se arrepienta es absolutamente falaz. Ya hemos visto la era de los soberanistas en acci贸n, y mucho m谩s que una oportunidad de recuperar una soberan铆a anhelada, acabar谩 traduci茅ndose inevitablemente en un mero realineamiento con las nuevas autoridades en Washington, sin cuestionar ni m铆nimamente el papel vasallo desempe帽ado hasta ahora.
Por 煤ltimo, pero no por ello menos importante, y de manera muy marginal, vale la pena mencionar el 煤ltimo de los malentendidos creados en torno al ascenso de Trump. Esta vez, precisamente en Rusia. De hecho, est谩 surgiendo una escuela de pensamiento, encabezada por el fil贸sofo pol铆tico Aleksandr Dugin, que ve en la figura del presidente estadounidense a un campe贸n del pensamiento tradicionalista-conservador, y en ello identifica una posible coincidencia de intenciones y caminos con la Federaci贸n Rusa.
Dugin, a quien los medios occidentales han retratado en el pasado como una especie de consejero de Putin, es en realidad el punto de referencia (no s贸lo en Rusia) de una parte absolutamente minoritaria del mundo pol铆tico, que ve en el retorno a los valores tradicionales (dios-pa铆s-familia, para simplificar) el camino hacia el renacimiento de la identidad nacional rusa. Confunden las pol铆ticas anti-woke de Trump con una manifestaci贸n de un esp铆ritu tradicionalista similar, cuando en realidad se trata de un mero conservadurismo, pero totalmente interno a un esp铆ritu identitario estadounidense que no tiene nada que ver con el imaginado por Dugin.
Sin duda, la llegada de la era Trump trae consigo cambios considerables en el marco geopol铆tico mundial, aunque parezcan mucho m谩s radicales de lo que son. E introduce un elemento de aceleraci贸n. Pero no estamos en absoluto en presencia de un fen贸meno de inversi贸n, ni estrat茅gico ni hist贸rico. En cierto sentido, podemos decir que Trump es la reacci贸n de una parte significativa de las oligarqu铆as estadounidenses al declive del poder hegem贸nico de Estados Unidos; un declive que no comenz贸 ni es culpa de las administraciones dem贸cratas (a las que, en todo caso, se les puede acusar de haber respondido mal), y que se mueve en la estela de la tradici贸n geopol铆tica estadounidense, que es la de afirmar y defender, a cualquier precio, el predominio estadounidense. Predominio al que, de otro modo, Estados Unidos tendr铆a derecho, en virtud de su excepcionalidad. En resumen, no estamos en presencia de una revoluci贸n copernicana en los equilibrios mundiales, ni siquiera de su comienzo. Muy sencillamente, el Estado profundo ha sustituido al comandante en jefe, porque la guerra iba mal.

Puede ser que la irrupci贸n del hurac谩n Trump en la escena internacional haya desconcertado a muchos, o que las expectativas fueran exageradamente altas, pero parece que esto est谩 desatando una serie de malentendidos verdaderamente considerables.
Para empezar, la nueva Am茅rica no est谩 orientada en absoluto hacia la multipolaridad, ni siquiera en t茅rminos de una simple aceptaci贸n de la realidad. Por el contrario –y muchas cosas lo demuestran– simplemente est谩 operando una conversi贸n t谩ctica, que toma nota del surgimiento de un mundo multipolar, pero solo para combatirlo mejor y reafirmar el predominio estadounidense. Esto no solo resulta de las repetidas declaraciones (y acciones) que siguen se帽alando a China como una amenaza y la necesidad de contenerla (incluso militarmente), sino tambi茅n del cambio de actitud hacia Rusia.
El cambio de 180° con respecto a las posiciones sostenidas por la anterior administraci贸n estadounidense hasta hace unos meses se debe en realidad a dos elementos: por un lado, el reconocimiento del error estrat茅gico cometido al desencadenar el conflicto en Ucrania, que empuj贸 a Mosc煤 a establecer una alianza estrat茅gica de facto con Pek铆n, y por otro, la reevaluaci贸n del enemigo ruso como dif铆cil pero todav铆a de nivel inferior. De ah铆 la nueva pol铆tica estadounidense que pretende separar a Rusia y China (y m谩s en general romper el bloque de la alianza cuadrilateral con Ir谩n y Corea del Norte), abriendo una fase de di谩logo y colaboraci贸n con Mosc煤, que pretende implicarlo en un mecanismo de reducci贸n del conflicto. Fundamentalmente, este esquema se basa en la idea de que al aliviar el conflicto con Rusia, y al mismo tiempo acentuar el que existe con China, se termina insinuando una cu帽a entre los dos pa铆ses. Obviamente, la hip贸tesis es que las ofertas estadounidenses sean lo suficientemente atractivas para que Mosc煤 lo convenza de mantenerse al margen de un posible agravamiento de las tensiones chino-estadounidenses. Veremos m谩s adelante que esta operaci贸n es en realidad mucho m谩s complicada, empezando por el hecho de que Washington en realidad no tiene mucho que ofrecer.
Adem谩s, incluso para Estados Unidos –aunque en menor medida que para los europeos–, realizar un cambio de rumbo tan claro no es precisamente sencillo, empezando por el hecho de que incluso en entornos vinculados al mundo pol铆tico que apoya a Trump hay bastantes rus贸fobos feroces. Y, adem谩s, aunque la cara que la administraci贸n estadounidense presenta a Mosc煤 es muy amigable, todav铆a no ha abandonado en absoluto la estrategia del palo y la zanahoria, y no ha dejado de lanzar amenazas de diversa 铆ndole aqu铆 y all谩, en caso de que la respuesta rusa no sea lo suficientemente colaborativa.
En t茅rminos m谩s generales, es necesario entender que la pol铆tica de poder de Estados Unidos siempre se ha ajustado a criterios geopol铆ticos, no ideol贸gicos. Si bien durante todo el per铆odo que va desde la Primera Guerra Mundial hasta la ca铆da de la URSS el anticomunismo fue una herramienta poderosa, as铆 como el progresismo democr谩tico se convirti贸 en una herramienta poderosa a partir del fin de la Guerra Fr铆a, estas siempre han sido superestructuras. El fundamento de la pol铆tica hegem贸nica de Estados Unidos siempre ha sido de naturaleza geopol铆tica, por lo tanto libre de presiones ideol贸gicas y/o idealistas. Y, como es obvio para una gran potencia imperial, sus estrategias siempre han sido una cuesti贸n de mediano y largo plazo, no sujeta a cambios radicales con cada cambio de administraci贸n.
Como es natural, estas estrategias son, pues, desarrolladas s贸lo parcialmente por las distintas administraciones federales; la continuidad estrat茅gica del imperio est谩 asegurada por un vasto corpus de poderes (econ贸micos, burocr谩ticos, culturales) que constituyen el terreno en el que los diferentes grupos gubernamentales tienen sus ra铆ces, y del que surgen y, al mismo tiempo, extraen su personal pol铆tico. Este conjunto de poderes es sustancialmente permanente (en el sentido de que su capacidad de influencia se mantiene, independientemente de los cambios en la Casa Blanca), y no debe entenderse como un bloque monol铆tico, sino m谩s bien como una vasta red informal, en la que incluso los diferentes intereses cooperan y encuentran gradualmente una s铆ntesis estrat茅gica, y obviamente una s铆ntesis pol铆tica que la expresa y garantiza su implementaci贸n. Esto es exactamente lo que estamos acostumbrados a definir como el Estado profundo. Es importante entender que este Estado profundo no puede definirse en t茅rminos de alineamientos pol铆ticos (dem贸cratas o republicanos), que simplemente representan su epifen贸meno; por su naturaleza, determina la selecci贸n de las clases dominantes, pero no coincide con una u otra. Esto tambi茅n se aplica absolutamente a Trump.
Aunque el actual presidente no sea un pol铆tico de carrera, siempre ha sido un miembro destacado de la oligarqu铆a estadounidense y, por tanto, absolutamente org谩nico a ella. Por tanto, no es Trump quien se impone al Estado profundo, sino que es 茅ste (una parte de 茅l) quien lo selecciona para llevar a cabo una operaci贸n considerada necesaria -es decir, un cambio brusco de direcci贸n- porque la decadencia estadounidense ha llegado a un punto cr铆tico que la hace inevitable. Lo que Trump est谩 operando en los estados, por tanto, no es una operaci贸n para destruir el Estado profundo, sino para purgarlo. Se est谩 eliminando a los elementos m谩s superficiales, los m谩s implicados en la mala gesti贸n estrat茅gica, los m谩s corruptos o influenciados ideol贸gicamente, para restablecer la eficacia: en un momento en que Estados Unidos se prepara para afrontar el mayor desaf铆o a su dominio global, es necesario que la m谩quina de guerra est茅 perfectamente a la altura de la tarea y sea absolutamente cohesionada. Los aparatos ahora considerados inadecuados, como la USAID, ser谩n desmantelados, pero nadie pondr谩 en tela de juicio a Lockheed Martin o Blackrock.
Otro gran malentendido –o m谩s bien dos– se refiere al conflicto ucraniano. En su extraordinaria obtusidad, los dirigentes europeos creen que Trump est谩 dando un giro estrat茅gico en este sentido (y que esto constituye una traici贸n a los ideales comunes). En primer lugar, para Estados Unidos, incluso durante el gobierno de Biden, esta guerra nunca ha sido una cuesti贸n de ideales (democracia versus autocracia); eso fue propaganda para tontos –y de hecho los dirigentes europeos se la creyeron. Para Washington, el conflicto en Ucrania siempre ha representado un movimiento estrat茅gico que afecta a las relaciones de poder con Mosc煤; el gobierno de Trump s铆 expresa una orientaci贸n estrat茅gica diferente, pero siempre en el contexto de las relaciones geopol铆ticas entre Estados Unidos y Rusia. Los ideales que predican los europeos, y menos a煤n los propios europeos (incluidos los ucranianos), nunca han contado para nada. Lo que Trump est谩 poniendo en juego, por tanto, es simplemente una continuaci贸n de la l铆nea anterior, basada en la defensa de los intereses estadounidenses, despoj谩ndola de los adornos que hab铆an servido para embellecerla ante la opini贸n p煤blica occidental. La reanudaci贸n de las relaciones dial贸gicas entre las dos potencias no tiene, pues, relaci贸n con el conflicto y su resoluci贸n, salvo en una medida muy marginal, siendo el objetivo de una naturaleza y una dimensi贸n completamente diferentes.
La necesidad primordial de Estados Unidos en esta fase, y en vista del enfrentamiento decisivo con China, exige por un lado la reconstrucci贸n industrial (y por tanto la optimizaci贸n del uso de los recursos, y del tiempo necesario para emplearlos), y por otro -como ya se ha dicho- la divisi贸n del frente opuesto. La nueva posici贸n estadounidense respecto a Rusia, por tanto, es funcional a la consecuci贸n de estos dos objetivos, ganando tiempo y desprendi茅ndose de China. Son los intereses estrat茅gicos estadounidenses los que est谩n en juego, por lo que la implicaci贸n de terceros (como los Estados europeos) s贸lo tiene sentido si y cuando ello sea 煤til a estos intereses; de ning煤n modo ata帽e a la defensa de intereses comunes.
No s贸lo se mantiene a Europa al margen precisamente porque es marginal, sino que su percepci贸n de lo que sucede est谩 afectada por la distorsi贸n perceptiva de sus propios l铆deres.
A pesar de la enorme evidencia de que el conflicto da帽贸 desproporcionadamente a los pa铆ses europeos –mientras que Estados Unidos se benefici贸 de 茅l–, estos liderazgos se lanzaron a la cruzada antirrusa con la doble convicci贸n de que 茅sta era necesaria para defender un patrimonio com煤n entre las dos orillas del Atl谩ntico, y que este patrimonio (en t茅rminos de valores pero tambi茅n materiales) establec铆a en s铆 mismo una superioridad de 360° de Occidente sobre el oso ruso.
En esencia, la guerra en Ucrania fue para Estados Unidos una maniobra estrat茅gica imaginada y deseada en el contexto de un conflicto entre potencias y, por tanto, una cuesti贸n exclusivamente de intereses (incluidos los antieuropeos), mientras que para Europa se convirti贸 en un choque de civilizaciones. Por eso Washington siempre la ha considerado un episodio, una jugada 煤nica en el vasto tablero geopol铆tico, mientras que para las canciller铆as europeas se convirti贸 en una especie de calvario, el centro de todo.
Es por eso que, mientras Estados Unidos est谩 realizando un movimiento que (s贸lo aparentemente) parece cambiar radicalmente el juego, los l铆deres europeos siguen pensando que la cuesti贸n es completamente diferente.
De este en茅simo error de percepci贸n se desprende otra apreciaci贸n err贸nea: la idea de que el fin del conflicto -y, por tanto, de la batalla existencial que Europa cree librar- es inminente, porque las dos potencias est谩n a punto de ponerse de acuerdo sobre ello, y por encima de sus propias posibilidades. En realidad, nada de esto es real. La guerra est谩 lejos de acercarse a su ep铆logo.
En este caso, tambi茅n hay dos razones. En primer lugar, el hecho de que el conflicto sea parte del problema para ambas potencias implica que su soluci贸n solo puede darse en un marco m谩s amplio, que redefina toda la arquitectura de seguridad (mutua). Por tanto, no hace falta decir que la complejidad y la amplitud de los problemas que hay que resolver son tales que se necesita mucho tiempo, incluso para identificarlos y sistematizarlos. Pero incluso si quisi茅ramos poner de relieve el conflicto cin茅tico en curso (cosa que Trump probablemente intentar谩 hacer de todos modos, tambi茅n por razones de imagen), eso no significa que la soluci贸n est茅 al alcance de la mano. La experiencia hist贸rica de la resoluci贸n de conflictos (posterior a la Segunda Guerra Mundial) nos dice que puede llevar a帽os. En cualquier caso, es razonable suponer que, en el mejor de los casos, se necesitar谩 no menos de un a帽o para poner fin al conflicto en Ucrania. Y durante esos doce meses, la guerra continuar谩. De hecho, hay que descartar la hip贸tesis de una congelaci贸n de las operaciones, o incluso de un simple alto el fuego. No s贸lo porque esto ser铆a absolutamente contrario a los intereses estrat茅gicos rusos, sino tambi茅n porque –v茅ase el Oriente Medio– cuando una de las partes implicadas no est谩 plenamente convencida, la inestabilidad de la situaci贸n persiste de todos modos.
En el viejo continente parece estar floreciendo otro malentendido. Si los tres a帽os de guerra de la OTAN contra Rusia en suelo ucraniano han desgastado a Europa, hasta el punto de empezar a abrir grietas significativas en su (presunta) unidad y un铆voca intenci贸n, el cambio t谩ctico de la administraci贸n estadounidense est谩 induciendo a los dirigentes europeos a cultivar la ilusi贸n de que sustituyendo al enemigo Putin por el enemigo Trump -o mejor a煤n a帽adiendo el segundo al primero- se puede reconstituir un bloque de pa铆ses que, sinti茅ndose amenazados de acabar como la olla de barro, reencuentren el esp铆ritu unitario perdido. Las acciones (bastante descoordinadas y contradictorias, en este sentido) de algunos dirigentes, sin embargo, est谩n poniendo de relieve cada vez m谩s las diferencias y las distancias entre los diversos pa铆ses, cada vez m谩s destinados a marchar divididos.
Adem谩s, cada una de las hip贸tesis planteadas est谩 destinada a chocar con la dura realidad de los hechos: tanto la multiplicaci贸n de la ayuda a Kiev (que, por otra parte, choca con la pretensi贸n de sentarse en la mesa de negociaciones de paz), como la implementaci贸n de una econom铆a de guerra, e incluso –m谩s trivialmente– la intenci贸n de acelerar la adhesi贸n de Ucrania a la UE, son imposibles, tanto por la incapacidad objetiva como por la negativa de algunos sujetos.
La irrelevancia certificada de Europa, como tema geopol铆tico de cierto peso, es un hecho, y decididamente anterior al cambio de administraci贸n en Washington. La 煤nica diferencia es que ahora ya no se disimula, ni por los estadounidenses, ni por los rusos. Al fin y al cabo, bastar铆a observar c贸mo los pa铆ses europeos van siendo expulsados silenciosamente de sus antiguas colonias africanas, mientras crece visiblemente la influencia de otros actores, incluso de nivel medio, como Turqu铆a o los Emiratos 脕rabes Unidos. Y a煤n para quedarnos en Europa, la idea de que un posible cambio de las clases dirigentes (del que parece haberse hecho cargo el multimillonario Musk) represente una oportunidad para que el continente se arrepienta es absolutamente falaz. Ya hemos visto la era de los soberanistas en acci贸n, y mucho m谩s que una oportunidad de recuperar una soberan铆a anhelada, acabar谩 traduci茅ndose inevitablemente en un mero realineamiento con las nuevas autoridades en Washington, sin cuestionar ni m铆nimamente el papel vasallo desempe帽ado hasta ahora.
Por 煤ltimo, pero no por ello menos importante, y de manera muy marginal, vale la pena mencionar el 煤ltimo de los malentendidos creados en torno al ascenso de Trump. Esta vez, precisamente en Rusia. De hecho, est谩 surgiendo una escuela de pensamiento, encabezada por el fil贸sofo pol铆tico Aleksandr Dugin, que ve en la figura del presidente estadounidense a un campe贸n del pensamiento tradicionalista-conservador, y en ello identifica una posible coincidencia de intenciones y caminos con la Federaci贸n Rusa.
Dugin, a quien los medios occidentales han retratado en el pasado como una especie de consejero de Putin, es en realidad el punto de referencia (no s贸lo en Rusia) de una parte absolutamente minoritaria del mundo pol铆tico, que ve en el retorno a los valores tradicionales (dios-pa铆s-familia, para simplificar) el camino hacia el renacimiento de la identidad nacional rusa. Confunden las pol铆ticas anti-woke de Trump con una manifestaci贸n de un esp铆ritu tradicionalista similar, cuando en realidad se trata de un mero conservadurismo, pero totalmente interno a un esp铆ritu identitario estadounidense que no tiene nada que ver con el imaginado por Dugin.
Sin duda, la llegada de la era Trump trae consigo cambios considerables en el marco geopol铆tico mundial, aunque parezcan mucho m谩s radicales de lo que son. E introduce un elemento de aceleraci贸n. Pero no estamos en absoluto en presencia de un fen贸meno de inversi贸n, ni estrat茅gico ni hist贸rico. En cierto sentido, podemos decir que Trump es la reacci贸n de una parte significativa de las oligarqu铆as estadounidenses al declive del poder hegem贸nico de Estados Unidos; un declive que no comenz贸 ni es culpa de las administraciones dem贸cratas (a las que, en todo caso, se les puede acusar de haber respondido mal), y que se mueve en la estela de la tradici贸n geopol铆tica estadounidense, que es la de afirmar y defender, a cualquier precio, el predominio estadounidense. Predominio al que, de otro modo, Estados Unidos tendr铆a derecho, en virtud de su excepcionalidad. En resumen, no estamos en presencia de una revoluci贸n copernicana en los equilibrios mundiales, ni siquiera de su comienzo. Muy sencillamente, el Estado profundo ha sustituido al comandante en jefe, porque la guerra iba mal.