Ir al contenido principal

La renovada hipocresía del ejército europeo

 OPINIÓN

Andrea Imperia



Imagen. La fionda

La «paz mediante la fuerza», la defensa de la heroica Ucrania, de los valores democráticos que encarnaría al resistir al ogro ruso y a la ola de fascismo supremacista estadounidense : he aquí el nuevo pegamento del pueblo «europeo».

En una democracia, un ejército es la expresión de un Estado que tiene el poder, que le han confiado sus ciudadanos, de decidir cómo y cuánto recaudar a través de los impuestos, cómo y cuánto endeudarse, cómo y cuánto gastar en sanidad, educación, armas, precisamente contra qué Estado usar la fuerza si es necesario, a quién enviar a luchar, dónde y por qué.

Para que se le reconozca el derecho a tomar decisiones tan importantes, el Estado, a su vez, debe ser la expresión de un pueblo que siente que pertenece fundamentalmente, aunque con dudas y aclaraciones, a la misma comunidad, que tiene tal nivel de confianza y lealtad a sus instituciones que acepta luchar y morir, ver a sus propios hijos luchar y morir no sólo para defenderlos y defenderse, como sería natural, sino por las posiciones y opciones de política internacional tomadas por su propio gobierno, esté o no de acuerdo con ellas.

Es la locura de la guerra, los Estados llevan siglos haciéndolo y la movilización cultural siempre ha precedido a la militar.

Se apela al sentimiento de pertenencia, al concepto de comunidad, al peligro común, se enfatizan los valores que unen, se identifica a los enemigos, invariablemente a través de las fronteras y sin ninguna razón que justifique sus posiciones y comportamientos.

Hay raras y bellas excepciones, entre ellas, conviene recordarlo en un momento tan difícil, aunque con amargura, los socialistas italianos ante la Primera Guerra Mundial. En aquella época, no muy distinta de la actual, la disidencia se consideraba traición.

La Unión Europea –pero como veremos, esto es sólo aparentemente una buena noticia– está muy lejos de ser un Estado en el sentido que hemos dicho.  Es más bien un acuerdo entre Estados que han convenido en despojarse, sin confiárselo a ninguna autoridad central, de gran parte del poder de gravar, pedir prestado y gastar, y cuyas poblaciones tienen un sentimiento muy débil de pertenecer a una misma comunidad.

Todos nosotros, mucho antes de ser europeos, nos sentimos y somos en realidad otra cosa. La diversidad es incluso motivo de orgullo, precisamente porque se considera, con razón, una característica identitaria, exclusiva de la propia comunidad nacional y de ninguna otra.

Veintisiete lenguas, todas ellas en gran medida desconocidas fuera de las fronteras nacionales y, por tanto, inútiles para la comunicación entre “europeos”.

La única suficientemente difundida, la vigesimoctava, es la de un Estado que ya ha abandonado la Unión Europea (que, sin embargo, en aras de la coherencia, exige resueltamente que se le considere parte de ella cuando se trata de acaparar órdenes militares pagadas por otros), y que a nadie entre los «europeos», salvo a una minoría muy reducida, se le ocurriría considerar como propia (el fracaso del absurdo intento de construir una lengua artificial, el esperanto, es mejor no mencionarlo, pues pocos lo recuerdan).

Nosotros, los «europeos», tenemos culturas, tradiciones y hábitos profundamente diferentes. Lo que sí compartimos son siglos de historia, que llegan casi hasta hoy, caracterizados por violencia bestial de unos contra otros, de unos sobre otros, no solo en tiempos de guerra.

Bajo la superficie de la civilizada cordialidad de las élites supranacionales cultas, políticamente correctas y liberal-progresistas, se esconden profundas desconfianzas y hostilidades populares listas para resurgir en cualquier momentoBastaría con hacer una excursión a la frontera con Austria para darse cuenta. Los hitos fronterizos ya no están, pero todo lo demás permanece.

Europa está llena de fronteras como ésta. ¡Apenas merece la pena mencionar que hace sólo unos años, no en el siglo XIX, durante una grave emergencia sanitaria como la pandemia de Covid19, se cerraban las fronteras en nombre de la protección de las comunidades nacionales (! ) del peligro de contagio e incluso se prohibió vender al extranjero, aunque fuera a otros “europeos”, dispositivos sanitarios, en primer lugar mascarillas (soy testigo directo de ello: una empresa alemana me envió un correo electrónico, que aún conservo, en el que se declaraba, por orden de su gobierno, incapaz de venderme ni una (!) mascarilla; un anciano señor ruso, nacido y residente desde hace mucho tiempo en la URSS, al que quería como a un padre, me envió doscientas gratuitamente; el gobierno de Putin no tuvo nada que decir al respecto).

¿Cómo se puede pensar entonces en un ejército común? ¿Cómo se puede pensar que un “europeo” puede aceptar que le maten por orden de un extranjero, que le digan dónde y por quién tiene que ir a morir o enviar a sus hijos a morir?

Esto vale para quienes creen en la fantasía –o más bien en la hipocresía astuta– de nuestros políticos liberal-progresistas (mejor, después de todo, la tosca antidemocracia [1] de Calenda y Picierno [2]), que afirman, para mantener todo unido, para permanecer todos juntos, que el rearme europeo podría ser algo diferente al simple rearme de los Estados individuales.

La construcción de un ejército «europeo» representaría incluso, especialmente si se paga con una deuda pública común, un paso más hacia la construcción de la unión política.

Esto, paradójicamente, mientras se trabaja duramente para aumentar la fragmentación cultural y social, para debilitar aún más ese sentimiento de pertenencia necesario para el nacimiento de un Estado, empujando a la Unión Europea aún más hacia el este, hasta Ucrania y Georgia, países cuyos ciudadanos no se parecen ciertamente más a un alemán o a un francés que a los rusos.

La unión política europea, en la idea y la práctica de los nietos de Ventotene [2], en lugar de levantarse desde los cimientos, puede proceder más útilmente en la dirección opuesta, bajando desde el tejado.

El primer ladrillo, se nos dijo hasta la extenuación, era la eliminación de las monedas nacionales y la introducción del euro.

De nada sirvió la aguda observación de los pocos intelectuales de izquierda (¡repito, de izquierda, no de la Liga!) que advirtieron del peligro de las tendencias disgregadoras, del posible aumento de las distancias y tensiones, dentro de los Estados y entre ellos, provocado por la renuncia a la soberanía monetariaa la soberanía fiscal y a las maniobras del tipo de cambio, en los años 90 del siglo pasado.

En un mundo que no hubiera pensado y actuado al revés, esto habría ocurrido después de crear un presupuesto público central de un tamaño tal que permitiera transferencias comparables a las (enormes) transferencias que se hicieron de Alemania Occidental a Alemania Oriental, o que se hacen normalmente entre regiones fuertes y regiones débiles de un mismo Estado.

Para ello habría sido necesario un Estado que se apoyara en un sentimiento de pertenencia fuerte y generalizado. A los italianos nos cuesta tener un sentimiento similar, y mucho más a los europeos. Era Maastricht o la muerte. El resto vendría después, a raíz de la moneda única. Así se dijo, así se hizo.

Pero ¿realmente podría haber llegado el resto? Es evidente que no. Si la unificación monetaria nunca ha precedido históricamente a la unificación política, debe haber una razón.

¿Cómo puede concebirse entregar los poderes de la política monetaria -que afectan a la vida de todos a través de los tipos de interés, el tipo de cambio, los precios- a personas seleccionadas internamente por el poder financiero, cuyas acciones están sustraídas, incluso por ley, al control democrático?

Semejante artificio sólo es concebible si el control político está excluido ab origine, por el no establecimiento del sujeto que debería ejercerlo. Sólo si no hay unión política, si no hay un Estado que pueda gravar, pedir prestado, gastar, compensar con transferencias, controlar y, por qué no, dirigir la acción de los burócratas (porque eso son los banqueros centrales en un mundo normal), puede haber un banco central único e independiente.

Así pues, que descansen en paz los seguidores de los liberales-progresistas: el euro no se creó para avanzar, aunque con dificultades y de la única manera posible en aquel momento, hacia la unificación política. Al contrario, se creó precisamente para que no se realizara la unificación política.

Primero el euro, por tanto, realizado a través de la austeridad y los sacrificios impuestos a los trabajadores (reformas de las pensiones, moderación salarial, precariedad) realizados por los mismos liberales-progresistas que ahora piden el rearme, con la promesa de un futuro mejor para todos, de un bienestar generalizado que sin embargo nunca llegó, o mejor dicho, llegó en pocas manos y en esas manos se quedó.

Una prosperidad que ha alimentado así las diferencias, la injusticia, la hostilidad social, la indiferencia ante la política de las clases subalternas, la lealtad y el apoyo interesado y culturalmente agresivo de las clases económicamente privilegiadas o no perjudicadas.

Y ahora, los mismos políticos euroentusiastas, a veces ya octogenarios, vuelven a proponer el rearme, haciéndolo pasar, siempre que sea europeo, por un paso más hacia la unificación política. Sin el menor pudor se unen a los que dicen querer conseguirlo, el rearme, con un gasto público deficitario, justo lo contrario de la austeridad. Una excepción, por tanto, a las reglas de Maastricht que, sin embargo, seguirán rigiendo el gasto en escuelas, sanidad, pensiones.

Pero si la austeridad era necesaria para la supervivencia del euro, ¿por qué y cómo debería ayudarla ahora su contrario?

La única respuesta posible nos lleva directamente al vituperado (al menos hasta ayer) Keynes: si el aumento de la demanda agregada de armamento va a parar a la producción europea (pero hoy compramos armas sobre todo a los americanos) aumentará el PIB de los países europeos políticamente más fuertes, los que tienen un sector militar importante y tecnológicamente avanzado, que rápidamente pueden reforzarlo aún más reconvirtiendo la producción civil en crisis y que pueden contribuir enormemente al aumento total del gasto público europeo.

Aumentarán los ingresos fiscales y esto hará sostenible el aumento de su deuda pública, no la de todos.

¿Se imaginan quién se llevará en Europa una buena tajada de las adquisiciones militares?

Cuando los Estados individuales, hay que jurarlo muy pronto, se hayan rearmado definitivamente, se puede estar seguro de que las decisiones ‘europeas’ serán tomadas por los más fuertes, en su único interés.

Así fue con el euro en tiempos de paz, así será con el ejército ‘europeo’ en tiempos de guerra.

Siempre y cuando las armas no se utilicen para matarse entre ‘europeos’, como ha ocurrido durante siglos.

Nada cambia, pues. Las élites se adaptan para sobrevivir y mantener su rol y privilegios económicos y políticos.

La «paz mediante la fuerza», la defensa de la heroica Ucrania, de los valores democráticos que encarnaría al resistir al ogro ruso y a la ola de fascismo supremacista estadounidense (recordemos que la condición para iniciar negociaciones de adhesión a la Unión Europea es el respeto a los derechos humanos y las minorías): he aquí el nuevo pegamento del pueblo «europeo».

Vender el rearme como el único instrumento capaz de defender la democracia y los valores europeos, como un paso más hacia la unión política tras el dado con la introducción del euro, es, al menos en Italia, el camino emprendido por la propaganda liberal-progresista para cerrar la boca a los disidentes y hacer aceptar el rearme a quienes tendrán que pagar las consecuencias, económicas y de otro tipo.

Porque, como dijo una vez Gianni Agnelli, hay políticas socialmente costosas que la izquierda puede aplicar más fácilmente que la derecha.

Algo más socialmente costoso que el rearme es realmente difícil de imaginar.

Traducción nuestra

*Andrea Imperia es licenciado en Economía, máster en Métodos Cuantitativos para la Economía por la Universidad de Roma Tor Vergata y doctor en Economía Política por la Universidad de Roma La Sapienza. Fue becario de investigación en el Instituto de Estudios y Análisis Económicos. Actualmente es investigador en Economía Política en el Departamento de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad de Roma y enseña Economía Política del Bienestar y Economía Política en La Sapienza. Ha trabajado en temas económicos internacionales y europeos.

Notas nuestras

[1] Tosca antidemocracia: (rozza antidemocraticità): Ironía sobre cómo estos políticos, pese a su retórica democrática, imponen agendas tecnocráticas.

[2] Calenda y Picierno: Políticos italianos (Carlo Calenda y Pina Picierno) representantes de la élite liberal-progresista, criticados por su supuesta desconexión con las necesidades populares.

 [3] Nietos de Ventotene: Hace referencia a los herederos intelectuales del Manifiesto de Ventotene (1941), documento fundacional del europeísmo federalista escrito por antifascistas italianos como Altiero Spinelli. La ironía señala que sus sucesores han traicionado el ideal original de integración «desde abajo».

La Fionda La Fionda es una revista de batalla político-cultural que no tiene financieros de ningún tipo detrás. Las reflexiones expresadas en las páginas del periódico, en el blog online y en nuestras redes sociales son fruto de un debate interno abierto, libre y autónomo.





ARCHIVOS

Mostrar más


OTRA INFORMACIÓN ES POSIBLE

Información internacional, derechos humanos, cultura, minorías, mujer, infancia, ecología, ciencia y comunicación

El Mercurio (elmercuriodigital.es), editado por mercurioPress/El Mercurio de España bajo licencia de Creative Commons
©Desde 2002 en internet
Otra información es posible