Este volumen, junto con el ya publicado (Las armas contra las letras) y el tercero ya redactado (La colmena ), es la respuesta académica que se añade a lo ya escrito en Los consejos de guerra de Miguel Hernández (2022) para afrontar el acoso en las redes y judicial que sufre el autor desde 2019 por la publicación de Nos vemos en Chicote (2015 y ahora reeditado).
Juan Antonio Ríos Carratalá
Epílogo
Enrique Peinador Porrúa era un jurista republicano, un nacionalista gallego y un joven con inquietudes que le llevaron a colaborar en iniciativas literarias, periodísticas y culturales. Su perfil queda lejos de cualquier extremismo y, a tenor de la documentación del sumario, resulta evidente que el encausado evitó permanecer en unas checas donde las garantías jurídicas eran inexistentes. Pronto, muy pronto, optó por otros destinos menos controvertidos al servicio de la II República. El verdadero problema fue su condición de vencido. La tragedia vino cuando cayó en un consejo de guerra con voluntad ejemplarizante. La graduación en las responsabilidades, que las hubo en el marco del «terror rojo», no figuraba entre las expectativas de quienes querían dar una lección con la impronta de la venganza.
Fernando del Rey Reguillo publicó un magnífico estudio sobre «la retaguardia roja» a partir de lo sucedido en la provincia de Ciudad Real durante la Guerra Civil (2020). En el mismo, en el capítulo de las conclusiones (pp. 537-542), mi colega escribe acerca de una violencia que fue masiva, pero también selectiva en ambos bandos. El trabajo de campo así lo prueba. En términos generales, tanto los republicanos como los sublevados intentaron que la represión masiva no resultara siempre indiscriminada. Por lo tanto, procuraron que las consecuencias recayeran fundamentalmente en las élites directivas de sus respectivos enemigos. La lógica de esta determinación es obvia.
El necesario cuestionamiento de una violencia supuestamente ciega o espontánea resulta compatible con casos como el de Enrique Peinador Porrúa, donde los compañeros de banquillo pesaban más que los cargos probados del acusado. Tanto fue así, que ni siquiera hubo tales cargos en la sentencia de quien terminó en un paredón. El rigor histórico para determinar, tras estudiar cientos de sumarios, que los vencedores no actuaron de una forma ciega es compatible con otros ejemplos donde el dislate provisto de apariencia jurídica llega para redondear el castigo a los republicanos. Los hemos observado en este segundo volumen, donde una anciana de ochenta y cuatro años resulta procesada por su adscripción a la masonería en tiempos de Alfonso XII. Su caso llama la atención por lo absurdo, pero no parece menor la falta de lógica de quienes multan a una fusilada cuando llevaba años en una cuneta de Cantabria.
La graduación de las penas en función de las responsabilidades contraídas a lo largo del período bélico supone un relativo alivio para la mayoría de los represaliados. El cambio en el criterio represor durante la posguerra nunca respondió al bulo del perdón de quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre. Su hipotética realidad habría sido un primer paso hacia una reconciliación jamás presente en las expectativas de los vencedores, pero la flexibilización de la represión fue notable. Al menos, con respecto a lo visto en episodios bélicos como la dantesca marcha de la «columna de la muerte» durante el verano de 1936. Francisco Espinosa habla de una violencia tan masiva como ciega en tierras andaluzas y extremeñas. La misma se repitió en la desbandada de los malagueños camino de Almería. O en los bombardeos de la aviación italiana y alemana, que no se distinguieron precisamente por la selección de los objetivos para evitar las víctimas civiles. Los tiempos de los consejos de guerra comenzaron antes de la Victoria, pero llegada la misma no requerían actuar igual. Sobre todo, cuando tras el primer año el shock paralizante en el enemigo era una evidencia. Así dieron paso a la citada graduación, aunque con excepciones. Tantas que, a menudo, nos preguntamos por los límites de una represión que llegó hasta el último rincón.

El colectivo de los periodistas y escritores ejemplifica ese carácter obsesivo e irracional, tan vengativo como violento, de quienes protagonizaron una represión ejemplificante destinada a la «gente de pluma». El propósito de los vencedores era evidente: había que descabezar y erradicar a un grupo relativamente pequeño, aunque capaz de «envenenar» al pueblo español en compañía de los colegas por entonces en el exilio. Las cabezas de los señalados cayeron con las más duras penas, incluidas las ejecuciones ya examinadas en Las armas contra las letras, pero también el cuerpo y las extremidades de otros sujetos cuyo protagonismo en la «adhesión a la rebelión» fue menor o anecdótico. De ahí que la mayoría de los represaliados, además de perder la guerra, también perdieran la historia porque sufrieron una muerte civil.
Tal vez muchos de estos periodistas y escritores nunca hubieran entrado en los anales por la escasa entidad de su obra literaria o periodística. Jamás hemos hecho una reivindicación en tal sentido porque el único requisito para figurar en esta trilogía es la condición de encausado. No obstante, cabe recordar que durante el franquismo estos represaliados ni siquiera tuvieron la oportunidad de demostrar la valía de su obra o, al menos, de seguir trabajando entre la gente de pluma con un mínimo de normalidad. Hay excepciones en el paso a la historia gracias al canon. Algunas son tan notables y perdurables como la de Antonio Buero Vallejo, mientras que otras parecen circunscritas a un momento concreto, como la del novelista Ángel María de Lera. Asimismo, hemos registrado los casos de quienes encontraron su hueco en las cabeceras alejadas de lo político a cambio del silencio acerca del pasado. La trayectoria de Santiago de la Cruz es ejemplar en este sentido, como también lo fue la de Fernando Perdiguero Camps en el anterior volumen. Estas superaciones del pasado suponen excepciones constatadas junto con otras posibles opciones en aras de la supervivencia, pero la tónica general remite a una derrota sin paliativos que acarreó una muerte civil cuyos denominadores comunes son el silencio y la marginación. Al fin y al cabo, esta represión de menor intensidad, pero tremendamente efectiva, también implica la «muerte» creativa o profesional.
Los lugares comunes que, gracias a una repetición de su enunciado sin entrar en la argumentación o la ejemplificación, cuajan entre los lectores nunca carecen de una base verosímil y hasta comprobable, al menos en algunos casos. Cuando distintos ensayistas afirman que los autores republicanos perdieron la guerra, pero ganaron, al cabo del tiempo, un lugar en la historia, resulta fácil encontrar ilustres ejemplos. La lista habitualmente encabezada por Federico García Lorca, Miguel Hernández y Antonio Machado despeja cualquier duda al respecto porque casi nadie pregunta por los demás nombres hasta completarla. El problema de esa selección tan justificada como parcial radica en su representatividad con respecto al colectivo de la gente de pluma que apostó por la II República o la convivencia en un clima de libertades imperfectas, aunque con un notable avance con respecto a épocas anteriores.
El colectivo de los literatos republicanos, o capaces de convivir con un régimen democrático, va mucho más allá de unos nombres incuestionables y permanece en un relativo anonimato sin que quepa aludir a injusticias. Tampoco parecen oportunas las reivindicaciones voluntaristas destinadas a la nada. El filtro de la historia apenas permite el paso de unos pocos a la posterioridad. La mayoría de los integrantes del colectivo ni siquiera tuvo la oportunidad de encontrar un modesto hueco, el de las notas a pie de página, en ese relato histórico que se supone fruto de unos profesores universitarios con voluntad de recompensar la derrota de sus afines. Ojalá fuera posible facilitar esta recompensa. Al menos, su memoria quedaría aliviada tras lo mucho que sufrieron en su condición de víctimas. La justicia poética solo es un convencional y consolador recurso de la ficción. Los historiadores debemos dar cuenta del testimonio de las víctimas, de una derrota total, con la conciencia de que no cabe semejante justicia ni la reescritura a conveniencia del presente.

Algunos intentarán reconducir el pasado, tal vez llevados por un voluntarioso afán reivindicativo o militante, pero el esfuerzo debiera limitarse a que esta gente de pluma al menos tenga el derecho a testimoniar la represión sufrida. De la historia, o de la fama póstuma en virtud de lo escrito, solo cabe recordar que les resultó un territorio hostil durante décadas porque los republicanos venían de perder una guerra. Otros, aquellos que ahora supuestamente tienen dificultades para figurar en los anales por su condición de vencedores, disfrutaron de una exclusividad durante el franquismo difícil de justificar. Muchos de sus posibles competidores estaban muertos, exiliados, presos o marginados. Pasados los primeros años de la actual etapa democrática, con sus excesos y exclusiones, a esos vencedores de la guerra no cabe tratarles con la misma moneda. Nos diferencia nuestra condición de demócratas. La historia literaria y periodística debe ser un espacio abierto y desprejuiciado donde la etiqueta de vencedor y vencido solo sea un referente para comprender trayectorias seguidas en circunstancias dispares. El historiador está obligado a superar los obstáculos derivados de las mismas, bucear en los rincones de lo marginado e intentar que todas las voces tengan su oportunidad en igualdad de condiciones. Al final, puestos a elaborar un canon que opera en círculos extremadamente minoritarios, prevalecerán quienes merezcan la atención de los lectores. Por su labor periodística o literaria, no porque unos militares decidieran al respecto cuando las armas emprendieron la represión de las letras.
El hispanista Alfonso Botti analizó las historias de las «terceras Españas» hasta el presente (2023). Su riguroso ensayo evita las respuestas sencillas tan habituales en los medios periodísticos y abre interrogantes para quienes, en algún momento, hemos reflexionado sobre el tema con el objetivo de sortear el caos de los casos individuales. Al finalizar el segundo volumen, apenas merece la pena recordar la obviedad de que la primera España no tuvo presencia entre las víctimas de la represión franquista. Sus miembros eran los victimarios con la correspondiente graduación en la responsabilidad, desde el silencio cómplice y atemorizado hasta la participación activa en las distintas facetas de esa represión. Algunos representantes de las propias letras, en su vertiente franquista por convicción o conveniencia, se sumaron a la labor represiva con ardor guerrero y delator, mientras que otros colegas cultivaban la exquisitez del escapismo. Todo sin menoscabo de la presencia sumarial de vencedores cuyas voces solidarias testimoniaron a favor de las víctimas en agradecimiento por la ayuda prestada durante la guerra. Sus nombres han quedado reflejados como ejemplos de otra España posible, incluso entre los vencedores, porque los avalistas testimoniaron de verdad, a diferencia de tantos salvadores, solo en las memorias o entrevistas, que nunca se presentaron en un juzgado.
Las víctimas de la más prototípica y comprometida segunda España, en el marco del colectivo que nos ocupa, son unas cuantas, aunque no demasiadas si tenemos en cuenta las cifras de los escritores y periodistas procesados. Su destino estuvo marcado por el paredón o las condenas más duras como paso previo a una muerte civil. A menudo estas víctimas aparecen mezcladas con quienes fueron encausados tras unas trayectorias que no encajan en el modelo establecido por quienes teorizan con fundamento, pero no siempre permanecen atentos a las realidades concretas porque las sobrevuelan a la búsqueda de una síntesis orientadora.
La inevitable especulación queda destrozada cuando observamos algunos de los casos analizados en estos volúmenes. La explicación de semejante promiscuidad en la derrota, cuando un Miguel Hernández podía compartir la condena de un Álvaro Retana, nos remite a otra obviedad: todos los encausados eran unos vencidos y los vencedores, poco dados a los distingos en momentos de intensidad represiva, apenas diferenciaron entre quienes se vieron envueltos en denominaciones -marxistas, rojos, hordas…, nunca republicanos- tan inexactas como simplificadoras.

Índice de la obra
I. Introducción.II. Fotografía Mendoza en el Madrid de 1943.III. El procesamiento del «novelista más guapo del mundo».IV. El proceso del capitán Saltatumbas.V. De la frivolidad al penal: la trayectoria de Santiago de la Cruz.VI. Un consejo de guerra contra el ABC republicano.VII. Antonio Buero Vallejo condenado a muerte.VIII. Joaquín Dicenta Alonso, «espíritu anarquizante e inmoral».IX. La peculiar trayectoria de Manuel García Bengoa.X. El consejo de guerra de Rosario del Olmo.XI. La continuidad de la represión: Matilde Zapata, Rosario del Olmo y Amalia Carvia.XII. La represión nunca olvida: Aurora Bertrana y M.ª Bueno Núñez de Prado.XIII. Antonio Agraz, anarquista y desesperado.XIV. Francisco Escola Besada en el punto de mira.XV. El periodista Ricardo Flores murió en la cárcel.XVI. Los consejos de guerra de Ramiro Gómez Zurro.XVII. La «rebeldía» del masón Mateo Hernández Barroso.XVIII. Un periodista de «moralidad intachable»: Antoni Pugués Guitart.XIX. La condena del conserje que fue periodista: Antonio Uriel.XX. La petición de indulto de Vicente Ramón Esteban.XXI. Condenado a muerte y desconocido: Eduardo de Castro Escandell.XXII. El destino del comediógrafo César García Iniesta.XXIII. La inocencia del «chequista» Enrique Peinador.Epílogo.
Bibliografía.
Fuente: epílogo y sumario del libro de Juan Antonio Ríos Carratalá Perder la guerra y la historia. La represión de periodistas y escritores (1939-1945), Sevilla, ed. Renacimiento, 2025
Portada: Consejo de guerra contra los supuestos integrantes de la llamada ‘Checa de Bellas Artes’. / Revista Semana.
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
https://conversacionsobrehistoria.info/2025/04/25/perder-la-guerra-y-la-historia-la-represion-de-periodistas-y-escritores-1936-1945/