Liturgia, poder y milagros medi谩ticos
Devoci贸n alquilada y duelo con rating
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires). cafassi@uba.ar
La 煤ltima semana, la atenci贸n del mundo gravit贸 sobre un 煤nico escenario: las exequias del papa Francisco, tal el nombre que el Sr. Bergoglio se autoimpuso (qui sibi nomen imposuit, como establece el rito en lat铆n). Desde los despachos de los grandes medios hasta las redacciones m谩s modestas, la informaci贸n se subordin贸 en torno a esa pompa f煤nebre. En Argentina, donde el peso simb贸lico del origen se implant贸 con fuerza inusitada, como una reedici贸n emotiva de la haza帽a de Qatar, el acontecimiento adquiri贸 un car谩cter casi excluyente: la agenda p煤blica qued贸 en pausa ceremonial, desplazando cualquier otra preocupaci贸n hacia los m谩rgenes del olvido. La ceremonia reuni贸 una heterogeneidad pocas veces vista: bajo el ritual de la despedida, mientras el incienso dibujaba volutas en el aire fr铆o de Roma, se congregaron, como peregrinos de una devoci贸n temporariamente alquilada, figuras de perfiles pol铆ticos e ideol贸gicos tan dis铆miles como Trump y Lula, Meloni y Petro, Macron y L贸pez Obrador, opuestos reunidos por el r茅quiem. Los contrastes, lejos de desdibujarse, parec铆an resplandecer bajo la luz crepuscular del duelo, ensayando un pacto ef铆mero entre los antagonismos de la historia. ¿C贸mo logra un solo hombre, desde la muerte, convocar el respeto de personajes tan irreconciliables?
Carlos Pagni, editorialista del patricio diario argentino La Naci贸n, quiso ver en ello, desde una mirada indulgente, el "valor ex贸tico del encuentro", una superaci贸n ef铆mera de las fracturas ideol贸gicas que desgarran a la Argentina y al mundo. Pero esa postal, bajo su p谩tina de solemnidad, escond铆a la carne viva de la pol铆tica: la disputa por la visibilidad, el anhelo insaciable de protagonismo. Desde Milei hasta Cristina Fern谩ndez, cada quien traz贸 su propio c谩lculo, midiendo gestos, presencias y la proyecci贸n de su sombra en la carrera interminable por el poder. No fue la fraternidad lo que acall贸 las viejas rencillas, sino el fr铆o pragmatismo de saberse frente a una audiencia planetaria. Aun en su muerte, Bergoglio ofrec铆a una plataforma demasiado tentadora para ser desaprovechada. Y as铆, bajo el ropaje de una unidad impostada, los antagonistas de siempre se dieron cita ante el mundo, no para suturar heridas, sino para perpetuar, bajo nuevas m谩scaras, la gastada dramaturgia del poder. La historia argentina, con su asombrosa plasticidad para redimir a los poderosos, ha perfeccionado el arte de la absoluci贸n. Cuando Bergoglio fue entronizado como papa, una bula t谩cita, no escrita pero eficaz, circul贸 entre las filas del kirchnerismo: la del perd贸n instant谩neo, del olvido t谩ctico, de la conversi贸n s煤bita de un cardenal cuestionado, seg煤n Horacio Verbitsky, acaso su m谩s sistem谩tico denunciante dentro del oficialismo, por su papel durante la dictadura, en el impoluto portador de la paz vaticana. Se lo proclam贸 “argentino y peronista”, como si la argentinidad dispensara indulgencias y el peronismo oficiara de sacramento redentor. Hoy, con Milei, ocurre algo similar: el hereje de ayer, a quien llam贸 “el imb茅cil de Roma, representante del maligno en la tierra”, es revestido por sus mismos detractores con los ornamentos del estadista, bajo la l贸gica pragm谩tica del alineamiento coyuntural. El oportunismo pol铆tico se disfraza de fe, y la fidelidad se convierte en una transacci贸n. As铆 como se suspendi贸 toda revisi贸n cr铆tica sobre el pasado de Bergoglio para facilitar el milagro geopol铆tico del papado, se suspenden ahora los escr煤pulos ante un Presidente que ha denigrado los derechos humanos, la educaci贸n p煤blica y la memoria hist贸rica. La historia reciente nos recuerda que en Argentina no hacen falta tribunales ni inquisidores para canonizar: basta con que alguien conquiste el centro de la escena para que suceda el milagro de que las piedras se transformen en rosarios.
Sin embargo, no fueron 煤nicamente los altos jerarcas del poder quienes acudieron al llamado de Roma. Tambi茅n una multitud an贸nima, fervorosa y variopinta, se agolp贸 en la Plaza San Pedro y en las naves de la bas铆lica, como en un antiguo ceremonial donde la emoci贸n colectiva sofoca toda memoria cr铆tica. No es nuevo: la muerte, como la coronaci贸n, convoca a las muchedumbres a los viejos teatros del sometimiento. En muchas latitudes, los s煤bditos de las monarqu铆as occidentales -aunque no 煤nicamente- a煤n hoy celebran acr铆ticamente el boato y los lujos obscenos de un linaje parasitario, forjado en las sombras de la Edad Media, que encuentran en estos rituales un espejo donde reconocerse y perpetuarse. La Iglesia, a su modo, prolonga esa f谩bula de majestades y tronos, donde la mirra pretende perfumar la podredumbre de los privilegios y el oropel cubre, sin pudor, las grietas de un poder que se cree eterno. En las exequias de Bergoglio, como en toda liturgia de dominaci贸n, la magnificencia fue puesta en escena no para honrar la humildad evang茅lica -si alguna vez existi贸- sino para recordar a los humildes cu谩l es su sitio. Quiz谩s incluso contra la voluntad del finado Francisco, ya despojado no solo de su nombre original, sino tambi茅n de su persistente hostilidad hacia los progresismos, como la que ejerci贸 contra los gobiernos kirchneristas de principios de siglo en su propio pa铆s.
En el relato triunfal de la modernidad, la secularizaci贸n promet铆a liberar a las conciencias del antiguo yugo teol贸gico, desplazando lo sagrado hacia lo 铆ntimo y relegando a las iglesias al rol de reliquias morales sin poder efectivo. Pero aquella promesa era una trampa, y la trampa se volvi贸 estructura. La Iglesia cat贸lica -esa maquinaria de p煤rpura que bendijo imperios, realiz贸 y encubri贸 cr铆menes y predic贸 pobreza desde palacios de m谩rmol y oro- no fue superada por la modernidad: la atraves贸, la deform贸 y la absorbi贸. El Vaticano, n煤cleo p茅treo de una jerarqu铆a que predica amor mientras excluye cuerpos, decisiones y deseos, permanece entronizado en el coraz贸n pol铆tico de Occidente. Bajo el pontificado de Francisco, hubo gestos, pero no fracturas. Se besaron pies, pero no se descalzaron privilegios. Se abrieron puertas que nadie cruz贸. El mensaje se volvi贸 s铆mbolo, y el s铆mbolo, mero consuelo. Mientras, el poder real, intacto. El dedo de un c贸nclave electo a dedo definir谩 un futuro no muy distinto del oscuro presente. La modernidad, que se so帽贸 como horizonte racional emancipador, convive a煤n con la superstici贸n institucionalizada del perd贸n sin reparaci贸n ni restituci贸n, la inclusi贸n sin justicia, la pobreza sin renuncia. All铆 donde el mundo se proclamaba laico, la Iglesia ofreci贸 ritual y espect谩culo; donde la raz贸n deb铆a socavar dogmas, triunf贸 la liturgia. La muerte de Francisco obliga a este balance: el mayor triunfo de la Iglesia no fue resistir la secularizaci贸n, sino mimetizarse con la modernidad sin ceder un solo dogma, rito ni privilegio, ni una sola piedra de su arquitectura opulenta. Este an谩lisis no pretende soslayar a otras grandes religiones como el juda铆smo y el islam, que al igual que la Iglesia cat贸lica resultan -en sus estructuras- mis贸ginas, patriarcales, disciplinarias, violentas y cosificadoras. Me refiero a sus estructuras burocr谩ticas y a los valores con los que jerarqu铆as, ex茅getas -y en ocasiones ej茅rcitos- buscan disciplinar y controlar a sus fieles. Intento releer a Marx con la mayor heterodoxia posible, pero no encuentro a煤n fisuras en su sentencia: la religi贸n sigue siendo el opio de los pueblos.
Confieso que, m谩s all谩 de todas las reservas que aqu铆 expongo, le ten铆a simpat铆a. Tal vez por esa ra铆z compartida que se reconoce sin pensarlo: hablaba mi lengua con el mismo acento porte帽o. Dec铆a “pibe” y “laburo” incluso entre cardenales, y no ocultaba su pasi贸n futbolera. Como mi padre, recitaba de memoria las formaciones gloriosas de San Lorenzo, como si el cielo tambi茅n pudiera organizarse en dibujos t谩cticos y discusiones sobre l铆nea de tres con l铆bero o los tradicionales dos centrales con marcadores de punta. Hab铆a en 茅l un rastro de barrio, un eco de sobremesa dominguera que persist铆a incluso en la escenograf铆a desmesurada del Vaticano. Aunque habitaba un 谩mbito saturado de m谩rmoles y oro, tuvo gestos de sobriedad que llegaban a conmover: los zapatos negros sin ornamento, la renuncia a ciertos s铆mbolos lit煤rgicos que, sin embargo, jam谩s desactivaron la fastuosidad estructural que lo envolv铆a. M谩s a煤n porque adopt贸 un discurso levemente progresista, siempre preferible al anticomunismo ac茅rrimo del Sr. Wojtyla o la formaci贸n juvenil nazi del Sr. Ratzinger, cuya defensa parcial podr铆a apoyarse en su formaci贸n filos贸fica, que lo llev贸 a debatir incluso con Habermas, a diferencia del rudimentarismo de sus predecesores.
En tiempos en que la suntuosidad es norma y el privilegio se ostenta sin pudor, los gestos de austeridad adquieren una densidad simb贸lica extraordinaria. Tanto a Francisco como a Jos茅 Mujica se les reconoci贸 esa rara coherencia que nace de lo simple: la renuncia al exceso, la palabra sin eufemismos, la apariencia despojada. En ambos casos, esos gestos les otorgaron una autoridad moral dif铆cil de impugnar, por el contraste que ofrec铆an frente a la obscenidad cotidiana de las 茅lites. Pero esa excepcionalidad encierra una paradoja: que unos zapatos gastados o una casa sin lujos sean vistos como revolucionarios dice m谩s de la estructura que los rodea que de los hombres en s铆. La diferencia, sin embargo, no es menor: Mujica a煤n limpia su rancho, cocina su comida, lava sus platos. Francisco, en cambio, habit贸 un escenario brutalmente lujoso desde el cual cultiv贸 una imagen de sencillez que jam谩s desmont贸 los mecanismos que la volv铆an excepci贸n. Ambos renunciaron a los privilegios visibles, pero ninguno rompi贸 las estructuras que los hac铆an tan escandalosamente elocuentes.
Tal vez su papado se resuma en la figura de un sastre paciente, dedicado a remendar las sotanas ra铆das de una instituci贸n que se niega a arrojar sus trapos viejos al fuego. Francisco no rompi贸 costuras ni dise帽贸 nuevos ropajes: zurci贸, acomod贸, disimul贸 hilos sueltos con gestos sobrios, mientras el dorado terciopelo del poder se desgastaba bajo el peso de los siglos. Como un costurero del alma institucional, supo d贸nde aplicar la puntada sin que el corte se notara, sin alterar el molde del vestido. Pero ni el lino ni el oro se renuevan con aguja fina: se deterioran, se agrietan, se apolillan. Y aunque sus puntadas fueron celebradas -acaso por la constancia m谩s que por el resultado- lo cierto es que el ropaje sigue siendo el mismo: ampuloso, ceremonial, irreformado. Francisco no desnud贸 a la Iglesia: apenas reforz贸 sus dobladillos desflecados, como quien prolonga la vida de un traje ra铆do y manchado, incapaz de dar abrigo al presente.