Jorge Majfud
La Placita Park, California. 26 de febrero de 1931—Un jueves frío de febrero, a las tres de la tarde, hombres armados, algunos vestidos de uniforme militar y otros uniformados de civil, rodean a cientos de hombres y mujeres en la popular Placita Park. En minutos, los suben en camiones y los transportan a la frontera sin trámite ni más acusación que la apariencia de mexicanos que llevan encima. La mayoría son ciudadanos estadounidenses, deportados a un país extranjero.
Las razias continuarán por todo el país. En unos pocos meses, cincuenta mil serán exiliados a la fuerza. Ninguna ley federal legitima la limpieza étnica; sólo un eslogan del presidente Herbert Hoover: “los trabajos en América son para los verdaderos americanos”. La distracción, la idea de haber encontrado el problema para una solución funciona una vez más. La euforia de los “verdaderos americanos” que sufren el hambre y la miseria, sube como leche hervida. La fiesta sin límites de los años locos, de los negocios entre el champagne, la orgía de capitales que, naturalmente, acaba de terminar en un inesperado parto y Depresión. Los grandes inversores se suicidan y los pequeños trabajadores se mueren de hambre. Dos años más tarde, el nuevo presidente, Franklin Roosevelt, saldrá al rescate con una fórmula que no tiene nada de capitalista: el Estado puede salvar al país, puede ayudar a los trabajadores sin trabajo y puede inventarles trabajo de la nada.
Pero los recursos del maldito gobierno, que nunca hace nada bien, son limitados y es necesario ahorrar. Una forma será retirar los marines de América Latina. Otra, iniciada con Hoover, es que en Estados Unidos haya menos gente que reciba algún tipo de ayuda del generoso gobierno. Cuanto menos mejor. Así que hay que empezar por limpiar el país por algún lado y comienzan las redadas en los pueblos y en los vecindarios mexicanos en Estados Unidos en busca de mexicanos o cualquiera que parezca mexicano. 40.000 californianos que se consideran dentro de esa categoría abandonaran el país en 1932.
En 1848, el tratado de Guadalupe Hidalgo que cedía más de la mitad de México a Estados Unidos había establecido que los mexicanos que obtuviesen la ciudadanía estadounidense tendrían los mismos derechos que los ciudadanos blancos. Pero los tratados se respetan mientras convengan al más fuerte y las leyes se mantienen mientras coinciden con los intereses de las clases sociales en el poder, que en definitiva son quienes las redactan. Los mexicanos conversos, como ocurrió en Europa con moros y judíos, poco después y de forma sistemática también serán despojados de sus propiedades y obligados a marcharse del país o a las grandes ciudades donde, como los esclavos liberados por Lincoln, deberán conformarse con trabajar por propinas o por sueldos de miseria en el sector de servicios.
Durante la Gran depresión de los años treinta, un millón de estadounidenses con acento y apariencia hispana serán obligados a abandonar su país como en el siglo anterior miles de negros habían sido obligados a volver a Haití o África de donde, decían, habían llegado siglos atrás. La operación de limpieza que comenzó en los hospitales de Los Angeles se llama “Mexican Repatriation”. Muchos de ellos pertenecerán a familias que estuvieron en esa tierra siglos antes de que la frontera les pasara por encima y no tendrán idea de cómo es vivir en el país vecino, que se supone es su país de origen y de destino cuando las cosas salen mal, como África es el país de los negros.
Los estadounidenses de raza híbrida e idioma imperfecto que se queden no se podrán bañar en las piscinas de los hoteles ni podrán entrar a los teatros. Cuando entren, no podrán sentarse al medio ni muy adelante. En las elecciones, sus barrios serán divididos de forma que sean siempre minorías en cada distrito y nunca alcancen los representantes que se merecen por su número. Tiendas y restaurantes colgarán carteles reservándoe el derecho de admision: “No Negroes, Mexicans or dogs allowed (No se permiten negros, mexicanos ni perros)”.
En 1925, en una conferencia sobre el problema de las razas, el zoólogo de Berkeley (ahora estudioso del animal humano) Samuel Holmes había advertido del problema racial que representaban los mexicanos. Poco después, Holmes había propuesto la esterilización forzada de la gente de origen mexicano para no disminuir la calidad de la raza estadounidense, de la misma forma que estados como California han estado esterilizando a miles de pacientes considerados idiotas. En mayo de 1929, en su artículo “Perils of Mexican Invasion” (“Los peligros de la invasión mexicana”) publicado por el North American Review, Holmes había citado al Comisionado de trabajo de Texas Mr. McKemy, quien había advertido sobre el peligro de que el 75 por ciento de los trabajadores rurales fuesen jornaleros mexicanos. “Los hijos de los trabajadores de hoy serán ciudadanos mañana”. En artículos sucesivos, Holmes repetirá la advertencia hecha por Theodore Roosevelt sobre el “suicidio racial” que encontrará eco no sólo en los miembros del Ku Klux Klan sino en una vasta masa de ciudadanos anglosajones. Esta paranoia racial y fronteriza se agravará durante la Gran Depresión.
En junio de 2006 el agitador radial Rush Limbaugh denunciará la invasión de trabajadores mexicanos como un intento de “reconquista”. No se cansará de denunciar la invasión y las milicias privadas como los Minutemen y el Tea Party vigilarán armados la línea fronteriza que protege la raza anglosajona en nombre de la ley y otras excusas actualizadas mientras se continúa la centenaria tradición de empujar las fronteras interviniendo “en defensa propia” donde sea necesario y contra cualquier ley internacional.
Aunque bajo tierra, la historia de Texas seguirá viva.
Capítulo del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina. Jorge Majfud https://www.amazon.com/frontera-salvaje-fanatismo-anglosaj%C3%B3n-Am%C3%A9rica/dp/1737171031/ref=
La Placita Park, California. 26 de febrero de 1931—Un jueves frío de febrero, a las tres de la tarde, hombres armados, algunos vestidos de uniforme militar y otros uniformados de civil, rodean a cientos de hombres y mujeres en la popular Placita Park. En minutos, los suben en camiones y los transportan a la frontera sin trámite ni más acusación que la apariencia de mexicanos que llevan encima. La mayoría son ciudadanos estadounidenses, deportados a un país extranjero.
Las razias continuarán por todo el país. En unos pocos meses, cincuenta mil serán exiliados a la fuerza. Ninguna ley federal legitima la limpieza étnica; sólo un eslogan del presidente Herbert Hoover: “los trabajos en América son para los verdaderos americanos”. La distracción, la idea de haber encontrado el problema para una solución funciona una vez más. La euforia de los “verdaderos americanos” que sufren el hambre y la miseria, sube como leche hervida. La fiesta sin límites de los años locos, de los negocios entre el champagne, la orgía de capitales que, naturalmente, acaba de terminar en un inesperado parto y Depresión. Los grandes inversores se suicidan y los pequeños trabajadores se mueren de hambre. Dos años más tarde, el nuevo presidente, Franklin Roosevelt, saldrá al rescate con una fórmula que no tiene nada de capitalista: el Estado puede salvar al país, puede ayudar a los trabajadores sin trabajo y puede inventarles trabajo de la nada.
Pero los recursos del maldito gobierno, que nunca hace nada bien, son limitados y es necesario ahorrar. Una forma será retirar los marines de América Latina. Otra, iniciada con Hoover, es que en Estados Unidos haya menos gente que reciba algún tipo de ayuda del generoso gobierno. Cuanto menos mejor. Así que hay que empezar por limpiar el país por algún lado y comienzan las redadas en los pueblos y en los vecindarios mexicanos en Estados Unidos en busca de mexicanos o cualquiera que parezca mexicano. 40.000 californianos que se consideran dentro de esa categoría abandonaran el país en 1932.
En 1848, el tratado de Guadalupe Hidalgo que cedía más de la mitad de México a Estados Unidos había establecido que los mexicanos que obtuviesen la ciudadanía estadounidense tendrían los mismos derechos que los ciudadanos blancos. Pero los tratados se respetan mientras convengan al más fuerte y las leyes se mantienen mientras coinciden con los intereses de las clases sociales en el poder, que en definitiva son quienes las redactan. Los mexicanos conversos, como ocurrió en Europa con moros y judíos, poco después y de forma sistemática también serán despojados de sus propiedades y obligados a marcharse del país o a las grandes ciudades donde, como los esclavos liberados por Lincoln, deberán conformarse con trabajar por propinas o por sueldos de miseria en el sector de servicios.
Durante la Gran depresión de los años treinta, un millón de estadounidenses con acento y apariencia hispana serán obligados a abandonar su país como en el siglo anterior miles de negros habían sido obligados a volver a Haití o África de donde, decían, habían llegado siglos atrás. La operación de limpieza que comenzó en los hospitales de Los Angeles se llama “Mexican Repatriation”. Muchos de ellos pertenecerán a familias que estuvieron en esa tierra siglos antes de que la frontera les pasara por encima y no tendrán idea de cómo es vivir en el país vecino, que se supone es su país de origen y de destino cuando las cosas salen mal, como África es el país de los negros.
Los estadounidenses de raza híbrida e idioma imperfecto que se queden no se podrán bañar en las piscinas de los hoteles ni podrán entrar a los teatros. Cuando entren, no podrán sentarse al medio ni muy adelante. En las elecciones, sus barrios serán divididos de forma que sean siempre minorías en cada distrito y nunca alcancen los representantes que se merecen por su número. Tiendas y restaurantes colgarán carteles reservándoe el derecho de admision: “No Negroes, Mexicans or dogs allowed (No se permiten negros, mexicanos ni perros)”.
En 1925, en una conferencia sobre el problema de las razas, el zoólogo de Berkeley (ahora estudioso del animal humano) Samuel Holmes había advertido del problema racial que representaban los mexicanos. Poco después, Holmes había propuesto la esterilización forzada de la gente de origen mexicano para no disminuir la calidad de la raza estadounidense, de la misma forma que estados como California han estado esterilizando a miles de pacientes considerados idiotas. En mayo de 1929, en su artículo “Perils of Mexican Invasion” (“Los peligros de la invasión mexicana”) publicado por el North American Review, Holmes había citado al Comisionado de trabajo de Texas Mr. McKemy, quien había advertido sobre el peligro de que el 75 por ciento de los trabajadores rurales fuesen jornaleros mexicanos. “Los hijos de los trabajadores de hoy serán ciudadanos mañana”. En artículos sucesivos, Holmes repetirá la advertencia hecha por Theodore Roosevelt sobre el “suicidio racial” que encontrará eco no sólo en los miembros del Ku Klux Klan sino en una vasta masa de ciudadanos anglosajones. Esta paranoia racial y fronteriza se agravará durante la Gran Depresión.
En junio de 2006 el agitador radial Rush Limbaugh denunciará la invasión de trabajadores mexicanos como un intento de “reconquista”. No se cansará de denunciar la invasión y las milicias privadas como los Minutemen y el Tea Party vigilarán armados la línea fronteriza que protege la raza anglosajona en nombre de la ley y otras excusas actualizadas mientras se continúa la centenaria tradición de empujar las fronteras interviniendo “en defensa propia” donde sea necesario y contra cualquier ley internacional.
Aunque bajo tierra, la historia de Texas seguirá viva.
Capítulo del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina. Jorge Majfud https://www.amazon.com/frontera-salvaje-fanatismo-anglosaj%C3%B3n-Am%C3%A9rica/dp/1737171031/ref=