La forma de Estado importa, y mucho, porque condiciona el modelo económico, el sistema de valores y el horizonte de derechos
OPINIÓN
Ismael Sánchez Castillo*
Mundo Obrero
En un contexto donde la monarquía española sigue siendo un anacronismo sostenido por inercias institucionales y privilegios heredados, es imprescindible abrir el debate sobre la necesidad de avanzar hacia una III República. Este no es solo un ejercicio de memoria histórica o un ajuste de cuentas con el pasado, sino un compromiso con un modelo de país más democrático, socialmente justo y acorde con los principios de igualdad y libertad que deberían regir cualquier sociedad en el siglo XXI.
La II República Española fue, a pesar de su corta duración, un periodo de profundos avances en derechos y libertades. Se impulsaron políticas de educación pública y laica, se reconocieron derechos fundamentales a las mujeres, se avanzó en la descentralización del Estado y se sentaron las bases para una justicia social más equitativa. Reformas como la del ejército, la separación Iglesia-Estado o la reforma agraria reflejaban el espíritu de un país que aspiraba a modernizarse y a construir una democracia auténtica. Sin embargo, estas transformaciones se vieron frustradas por el golpe de Estado franquista y la posterior dictadura, que cercenó las esperanzas de millones de españolas y españoles.
Hoy, casi un siglo después, España sigue atrapada en un marco institucional que arrastra las secuelas del franquismo. La monarquía parlamentaria ha demostrado ser un modelo insuficiente para garantizar una democracia plena. No solo por el carácter hereditario de la Jefatura del Estado, incompatible con la soberanía popular, sino también por la opacidad y la falta de controles democráticos que rodean a la Corona. Los constantes escándalos de corrupción que han salpicado a la familia real, las limitaciones del parlamentarismo monárquico para abordar reformas estructurales y el papel de la monarquía como garante de un statu quo que beneficia a las élites, evidencian la necesidad de un cambio profundo.
A ello se suma la desconexión creciente entre las instituciones del Estado y las necesidades de una ciudadanía cada vez más crítica, consciente y participativa. La juventud reclama un futuro sin tutelas, sin imposiciones heredadas del pasado. Reclama transparencia, derechos, justicia climática, igualdad real entre hombres y mujeres, y una democracia que no se limite a votar cada cuatro años, sino que escuche y responda. En ese sentido, la forma de Estado importa, y mucho. Porque condiciona el modelo económico, el sistema de valores y el horizonte de derechos.
La III República no debe ser solo una reivindicación simbólica o nostálgica, sino un proyecto de transformación real. Un modelo republicano permitiría democratizar la Jefatura del Estado, dotando de legitimidad popular a sus representantes, pero también abriría la puerta a una mayor participación ciudadana en la toma de decisiones. Apostar por la República significa también garantizar un modelo de Estado más equitativo, donde las instituciones respondan a los intereses de la mayoría social y no a los privilegios de una minoría.
Asimismo, la construcción de una República del siglo XXI debe estar acompañada de avances en derechos sociales, laborales y medioambientales. Debe ser una República feminista, ecologista y comprometida con la justicia social. Un sistema que no solo elimine los vestigios de un pasado autoritario, sino que siente las bases para una democracia avanzada, participativa y transparente. Una República que defienda los servicios públicos, que impulse un modelo productivo sostenible y solidario, que blinde los derechos laborales frente a la precariedad y que haga frente al reto climático con valentía política.
El camino hacia la III República no es sencillo ni inmediato, pero es necesario. Dependerá del empuje de la sociedad civil, de la capacidad de articular un movimiento republicano amplio y transversal y de la voluntad de las fuerzas políticas progresistas para impulsar un proceso constituyente. Un proceso en el que podamos debatir colectivamente qué país queremos, cómo repartimos la riqueza, cómo garantizamos los derechos y qué papel debe jugar España en el mundo.
El republicanismo no es una reliquia del pasado, sino una apuesta de futuro. Una España republicana no es solo una España sin rey: es una España sin pobreza, sin desigualdades, sin miedo al futuro. Una España que ponga en el centro la dignidad de las personas, la democracia real y el bienestar común. El futuro de España no debe estar en manos de privilegios hereditarios, sino en la decisión soberana del pueblo.
*Concejal de IU Ayuntamiento de Sevilla