OPINIÓN
Por Raúl Allain (*)
En el Perú, el populismo no es una novedad: es una constante. Lo hemos visto con diferentes rostros, con distintos discursos, pero con el mismo resultado. Promesas de justicia social, de dignidad para el pueblo, de lucha contra los poderosos... y, sin embargo, tras la retórica inflamable y las arengas de plaza, el país sigue hundido en la desigualdad, la corrupción y la desconfianza. El populismo se disfraza de redentor, pero su verdadera misión suele ser más simple: conquistar poder a través del control simbólico, usando el lenguaje de la justicia social como cortina de humo.
En el Perú, esa estrategia ha alcanzado niveles casi teatrales. Se habla del “pueblo” como si fuera un monolito homogéneo, pero se lo reduce a una palabra vacía, una herramienta discursiva para manipular emociones. Quien dice “yo soy el pueblo” pretende adueñarse de su voz, pero casi nunca comparte su destino. Es una fórmula antigua, repetida por políticos que encontraron en el lenguaje popular un escudo moral para encubrir intereses personales o redes corruptas.
El populismo peruano no solo promete justicia, la monopoliza. Se presenta como el único intérprete de la necesidad, el único que “entiende” el sufrimiento de los olvidados. Desde allí se construye un relato que divide: de un lado, los “puros”, los del pueblo; del otro, los “enemigos”, los tecnócratas, los medios, los críticos. Así, se crea una guerra simbólica donde quien discrepa es tachado de traidor, elitista o vendido. Este tipo de control sobre el discurso no busca convencer: busca silenciar.
Durante años, distintos líderes han utilizado la narrativa de la “justicia social” para justificar abusos de poder. Han proclamado redenciones históricas mientras sus allegados se reparten contratos, ministerios y favores. Se apropian del lenguaje de los oprimidos, pero no para liberarlos, sino para dominarlos mejor. Hablan de “democratizar el país”, mientras concentran poder. Prometen “dar voz a los que no la tienen”, mientras censuran a la prensa. Y lo más grave: logran que amplios sectores crean que, al defenderlos, están defendiendo una causa justa.
El populismo, al final, es un arte de la manipulación emocional. No se sostiene en ideas, sino en símbolos: la bandera, el sombrero, el color, el tono. No necesita argumentos sólidos; basta con una consigna que resuene en los sentimientos colectivos. Así se construye una identidad política que no exige resultados, sino lealtades. El votante deja de ser ciudadano para convertirse en creyente. Se confunde la crítica con la traición, y la política con una religión de líderes infalibles.
El caso peruano es especialmente revelador porque mezcla el desencanto con la fe. El pueblo desconfía del Estado, pero sigue buscando al salvador. Ha visto desfilar a presidentes con discursos opuestos, pero con las mismas prácticas. Cada vez que se promete refundar la República, el ciclo se reinicia: nuevo rostro, viejo esquema. En el fondo, el populismo sobrevive porque la decepción popular es el terreno más fértil para su crecimiento. Donde hay hartazgo, aparece el discurso redentor. Donde hay rabia, surge el caudillo.
Pero el verdadero poder del populismo no está solo en los votos, sino en el control del lenguaje. Quien controla las palabras, controla el sentido. Por eso, términos como “justicia”, “igualdad” o “pueblo” son manipulados hasta vaciarse de contenido. Se convierten en armas retóricas. Si alguien denuncia corrupción, se le acusa de “defender a la élite”. Si alguien cuestiona una mala gestión, se le tilda de “enemigo del cambio”. Y así, el populismo logra lo más peligroso: convertir la mentira en virtud, y la verdad en sospecha.
El control simbólico funciona precisamente porque opera en el terreno emocional. No necesita convencer racionalmente; basta con generar pertenencia. El político populista no busca ciudadanos informados, sino fieles agradecidos. Su discurso apela al orgullo nacional, al resentimiento, al dolor, a la memoria histórica. Habla de “los de arriba” y “los de abajo”, aunque él viva entre los de arriba. Se alimenta de la rabia popular, pero jamás la canaliza hacia la transformación real. La administra, la dosifica, la mantiene viva, porque sabe que sin ese enojo no tiene razón de ser.
En ese contexto, la justicia social deja de ser una causa para convertirse en un eslogan. Y cuando los eslóganes sustituyen a las políticas, la corrupción florece. Se roba en nombre del pueblo, se miente en nombre de la justicia, se manipula en nombre de la igualdad. Todo se justifica porque el relato lo ampara. Los seguidores aceptan el abuso si creen que se comete “por una causa superior”. Y así, el discurso se transforma en una coraza moral. La corrupción, entonces, ya no es una traición: es una estrategia patriótica.
Quizás la tragedia del Perú radique en que hemos aprendido a convivir con esa hipocresía. Se repiten las mismas promesas vacías y se aplaude a los mismos rostros reciclados. Mientras tanto, el lenguaje político se erosiona: las palabras pierden peso, se convierten en máscaras. Hablar de “reforma”, “cambio” o “progreso” ya no significa nada concreto. Todo se vuelve símbolo, marketing, manipulación emocional.
Y sin embargo, la sociedad peruana no está del todo dormida. La indignación crece. En las redes, en las calles, en los medios independientes, se cuestiona el doble discurso. Hay una generación que ya no se deja seducir por frases de cajón ni por banderas manchadas de clientelismo. Pero esa lucidez aún convive con una cultura política que premia la apariencia sobre la coherencia. Los políticos entienden que basta con apropiarse del lenguaje correcto para blindarse moralmente. Y así, el ciclo se perpetúa.
El populismo, al final, se nutre del vacío. Un país con instituciones débiles y memoria corta es su terreno ideal. Por eso el control simbólico es tan eficaz: reemplaza la razón con emoción, la crítica con lealtad, el análisis con fe. Mientras tanto, la corrupción se vuelve invisible, porque se reviste de legitimidad popular. Nadie se atreve a cuestionar a quien dice hablar “en nombre del pueblo”. Es un chantaje moral, un mecanismo de poder disfrazado de virtud.
La única forma de romper ese círculo es recuperar el valor del lenguaje. Devolverle a las palabras su sentido original. Llamar justicia a la justicia, y corrupción a la corrupción, sin adornos. Desenmascarar a los políticos que se escudan en el pueblo para proteger privilegios. No hay nada más revolucionario que la claridad. Porque el populismo no teme a la oposición política: teme a la lucidez. A la gente que pregunta, que duda, que no se deja arrastrar por los eslóganes.
El Perú necesita, más que discursos redentores, instituciones sólidas, educación crítica y ciudadanos que exijan sin fanatismo. Porque la justicia social no debería ser una bandera de campaña, sino un compromiso permanente. Y porque ningún líder, por más carismático que sea, puede apropiarse de la voz de millones. El pueblo no necesita intermediarios para existir; necesita respeto, oportunidades, y verdad.
Mientras sigamos confundiendo justicia con populismo, seguiremos atrapados en el mismo juego de espejos. Un país que vive del relato no avanza; apenas sobrevive entre ficciones. El verdadero cambio no vendrá de quien grite más fuerte, sino de quien diga la verdad, aunque duela.
Y esa verdad es incómoda: el populismo en el Perú ha sido, una y otra vez, el disfraz más rentable del poder. Se ha vendido como redención y ha terminado siendo saqueo. Pero cada mentira sostenida en nombre del pueblo termina cayendo, porque el pueblo —ese que no tiene tribuna ni partido— no olvida. Y cuando hable sin intermediarios, quizá entonces, el lenguaje vuelva a significar algo.
(*) Escritor, sociólogo y analista político. Consultor Internacional en Derechos Humanos para la Asociación de Víctimas de Acoso Organizado y Tortura Electrónica (VIACTEC).

