Por Escarlet Tadeo (*)
Hay días en los que cierro los ojos después de una práctica y siento que todo lo que he aprendido sobre farmacología late en mí, como si fuera una pequeña corriente que conecta el conocimiento con la vida. A veces pienso que estudiar Farmacia Técnica no es solo entender reacciones químicas, dosis o mecanismos de acción; es también una forma de mirar al ser humano desde lo invisible, desde lo que cura sin que siempre se note.
Desde que comencé a estudiar, entendí que la farmacología no está encerrada en los laboratorios ni en los libros gruesos que llenan las bibliotecas. Está en la calle, en los mercados, en las conversaciones cotidianas, en la forma en que una madre prepara un mate de manzanilla mientras confía en que aliviará el dolor de su hijo. Está también en las farmacias, donde cada día alguien llega buscando alivio, aunque a veces no sepa cómo explicarlo.
En el Perú, la farmacología no se vive igual que en otros países. Aquí tiene un rostro propio, una identidad que mezcla ciencia y costumbre, tecnología y tradición. Somos un país que convive entre lo ancestral y lo moderno, entre las hierbas que curan y las cápsulas que prometen bienestar. Y ese equilibrio —tan frágil, tan humano— me parece una de las cosas más fascinantes de mi formación.
El arte de entender lo invisible
Cuando comencé mis primeros cursos de farmacología, recuerdo que me sentía un poco abrumada. Tantos nombres, tantas clasificaciones, tanto que memorizar. Pero pronto me di cuenta de que detrás de cada palabra complicada había algo profundamente humano. Cada fármaco tiene una historia, una razón, un propósito. Detrás de cada molécula hay años de investigación, personas que dedicaron su vida a aliviar el sufrimiento ajeno.
Y ahí entendí que la farmacología no es solo una ciencia, sino también un acto de empatía. Cada sustancia diseñada busca mejorar la vida de alguien, y eso me conmueve. Tal vez por eso, cuando dibujo —porque sigo dibujando aunque mis días estén llenos de prácticas y estudios—, muchas veces termino trazando formas que parecen inspiradas en el cuerpo humano, en su química, en su fragilidad.
Dibujar me ha ayudado a entender la farmacología desde otra perspectiva. En el arte, como en la ciencia, hay precisión, paciencia, y una búsqueda de equilibrio. Una línea fuera de lugar puede arruinar una composición; una dosis mal calculada puede alterar el efecto de un medicamento. Ambos mundos, aunque distintos, se conectan en algo esencial: la responsabilidad.
Un país que cura a su manera
Vivir en el Perú significa crecer rodeada de remedios caseros, de consejos de abuela, de fe en las plantas. Y me parece hermoso, porque esa conexión con la naturaleza es parte de nuestra identidad. Pero también es cierto que esa misma costumbre puede volverse peligrosa cuando se mezcla con la desinformación.
He escuchado muchas veces frases como “yo siempre tomo antibióticos cuando me duele la garganta” o “mejor me compro algo fuerte para que se me pase rápido”. Y ahí surge mi dilema. Por un lado, entiendo la necesidad, la urgencia del alivio. Pero por otro, sé que la automedicación puede hacer más daño que bien.
En el Perú, la automedicación es casi un reflejo cultural. No es solo falta de conocimiento, sino también consecuencia de un sistema de salud con brechas enormes. No todos pueden pagar una consulta, y a veces la farmacia se convierte en el primer y último punto de atención. En ese contexto, el farmacéutico y el técnico de farmacia asumimos un rol silencioso pero vital: orientar, explicar, acompañar.
Recuerdo una señora que venía seguido a la farmacia donde hice prácticas. Siempre pedía el mismo medicamento, sin receta, convencida de que era lo único que le ayudaba. Un día, mientras la escuchaba, pensé en lo complejo que es el vínculo entre la fe y la medicina. Porque la farmacología no solo actúa en el cuerpo, también en la mente. A veces el alivio comienza cuando alguien nos escucha.
Ciencia con alma
Hay algo profundamente humano en manipular medicamentos, en prepararlos, en saber que lo que tocas puede curar o dañar. Esa dualidad me hace sentir una mezcla de respeto y vértigo. Cada práctica en el laboratorio me recuerda que la ciencia exige humildad. No se trata de tener todas las respuestas, sino de aprender a formular mejores preguntas.
En los últimos años, el Perú ha comenzado a dar pasos importantes en investigación farmacológica. Las universidades están impulsando estudios sobre plantas medicinales, y eso me llena de orgullo. Me emociona pensar que la uña de gato o la maca —que para muchos son solo productos turísticos— pueden tener aplicaciones médicas reales si se estudian con rigor.
Me gusta la idea de una farmacología peruana que no copie modelos extranjeros, sino que dialogue con nuestras raíces. Que respete la sabiduría de los pueblos andinos y amazónicos, y al mismo tiempo aproveche los avances de la biotecnología. Creo que ese equilibrio es el futuro: un enfoque integrador, donde el conocimiento ancestral y la ciencia moderna no se excluyan, sino que se abracen.
Lo que no se enseña en los libros
En las clases hablamos de farmacocinética, de metabolismo, de receptores. Pero hay cosas que no aparecen en los textos. Como el miedo de un paciente que no entiende lo que le recetan. O la frustración de ver que un medicamento eficaz no está al alcance de todos. O la impotencia que se siente cuando la información científica se distorsiona en redes sociales.
Durante la pandemia, esa distorsión se hizo evidente. Vi gente desesperada buscando ivermectina o azitromicina, convencida de que ahí estaba la cura. Fue un golpe de realidad para todos los que estudiamos ciencias de la salud. Nos mostró cuánto falta por hacer en educación sanitaria, cuánto poder tiene la desinformación cuando el miedo se apodera de las personas.
Pero también fue un momento que reafirmó mi vocación. Me di cuenta de que estudiar farmacología no era solo aprender sobre fármacos, sino sobre humanidad. Sobre cómo la gente reacciona ante la enfermedad, cómo confía, cómo se aferra a lo que puede. Y entendí que ser parte de este campo es también una forma de servir.
Entre la responsabilidad y la esperanza
A veces me preguntan por qué elegí esta carrera. Y siempre contesto que me gusta cuidar, incluso sin estar al frente de un paciente. La farmacología me permite participar en ese proceso de sanación, desde el conocimiento, desde la precisión. Saber que algo que preparo, dispenso o recomiendo puede aliviar a alguien me parece profundamente significativo.
Pero no todo es ideal. Hay días en los que siento el peso de las carencias del sistema. Medicamentos que no llegan, precios que suben, cadenas farmacéuticas que priorizan la venta antes que la orientación. En esos momentos me pregunto si realmente la ciencia puede mantenerse ética en un mundo donde el lucro pesa tanto.
Y sin embargo, sigo creyendo. Sigo pensando que vale la pena. Porque detrás de cada injusticia también hay gente que hace su trabajo con integridad, que educa, que investiga, que cuida. En el Perú hay muchos profesionales comprometidos con la farmacología, que desde hospitales, farmacias o laboratorios buscan mejorar la calidad de vida de los demás.
La belleza en lo microscópico
A veces, cuando observo una sustancia al microscopio, me sorprende la belleza que hay en lo mínimo. Es como un recordatorio de que todo en el cuerpo —y en la vida— se compone de equilibrios invisibles. Tal vez por eso me atrae tanto la farmacología: porque habla de armonía.
Un medicamento no actúa solo; interactúa con sistemas, con emociones, con historias. Me gusta pensar que la ciencia también puede ser poética, que en cada reacción química hay algo de arte. Al fin y al cabo, los fármacos no son solo productos industriales: son el resultado de la curiosidad humana, de ese impulso por comprender y sanar.
Cuando dibujo, a veces represento moléculas como constelaciones, o cápsulas flotando en un fondo cósmico. Es mi manera de recordarme que la farmacología, aunque técnica, tiene algo de mágico. No magia en el sentido irracional, sino como símbolo del asombro que provoca el conocimiento.
Hacia una farmacología más humana
El futuro de la farmacología en el Perú depende de cómo logremos conectar el conocimiento con la empatía. Podemos tener las mejores fórmulas, pero si no comprendemos a las personas, no lograremos un cambio real.
Siento que mi generación tiene una responsabilidad enorme: construir una farmacología más cercana, más consciente, más solidaria. No basta con recetar o dispensar; hay que educar, orientar, acompañar. Hay que mirar a los ojos, escuchar, traducir lo técnico en lenguaje humano.
También creo que el arte tiene un papel en eso. El arte enseña sensibilidad, y la sensibilidad es necesaria para cuidar. Quizá por eso nunca he querido dejar de dibujar. Porque dibujar me recuerda que detrás de cada frasco, de cada tableta, hay una persona esperando volver a sentirse bien.
Epílogo: lo que late en lo pequeño
Cuando pienso en lo que significa estudiar farmacología en el Perú, me vienen muchas imágenes: el olor del laboratorio, la textura del papel milimetrado, la sonrisa de un paciente agradecido, la paciencia de los docentes que explican lo complejo con claridad.
Pero, sobre todo, pienso en algo que no se ve: la vocación. Esa sensación de estar haciendo algo que importa, aunque el reconocimiento no siempre llegue. Esa certeza silenciosa de que cada fórmula, cada cálculo, cada práctica, contribuye a algo más grande: el bienestar de otros.
En el fondo, la farmacología me ha enseñado a mirar la vida desde otra escala. A valorar lo invisible, lo pequeño, lo que actúa sin ser visto. Y también a reconocer que detrás de cada medicamento hay una historia de esperanza.
Quizá eso sea lo que más me gusta de esta carrera: que me enseña a creer en la posibilidad del alivio. En que, incluso en un país lleno de desigualdades, el conocimiento puede ser una forma de amor.
Y mientras sigo aprendiendo, mientras sigo dibujando y soñando con fórmulas y colores, entiendo que mi lugar está ahí, entre la ciencia y la sensibilidad. Porque, al final, la farmacología también es arte. Solo que, en lugar de pintar con pigmentos, lo hace con compuestos que curan.
(*) Escritora, poeta, dibujante y costurera. Estudiante de Farmacia Técnica en el Instituto Superior Daniel Alcides Carrión.
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