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¿Identidad o conciencia?

ESCRITOS CRÍTICOS 
Jorge Majfud 


El Memorial de América Latina, fundación cultural de São Paulo dedicada a la valorización de la diversidad y la integración de los pueblos latinoamericanos, me invitó a contestar en un breve video la pregunta “¿Qué significa ser latino?” Pocas cosas más estimulantes que las preguntas y pocas preguntas más difíciles de contestar que las más simples. No sé cómo haré para decir lo que pienso de un tema complejo en pocos minutos, por lo cual, antes de intentarlo, trataré de resumirlo en las habituales mil doscientas palabras de un ensayo breve.

Empezaré por la conclusión: hay que cambiar el concepto de identidad por el de conciencia. Ninguna de las dos palabras tiene ni tendrá una resolución epistemológica definitiva, pero sí un significado social e histórico (y, sobre todo, político) bastante claro.

Esta conciencia no es un realidad metafísica, abstracta y universal, sino específica, concreta y múltiple. Me refiero a la conciencia de situación, de pertenencia y de ser, como la conciencia de clase, la conciencia de género, la conciencia de ser colonia, la conciencia de ser un trabajador asalariado, la conciencia de ser latino, la conciencia de identificarse con una etiqueta impuesta desde el poder… 

Por décadas, la búsqueda y confirmación de una identidad fue la Lámpara de Aladino que abriría la liberación de cada colectivo social y de cada individuo en particular. Pero la identidad, como el patriotismo, son emociones colectivas y, por lo tanto, ideales para la manipulación de cualquier poder. Los poderes dominantes manipulan las emociones mejor que las ideas. Cuando estas ideas se liberan del ruido de las pasiones y se reflejan en sus propios espejos, no en los espejos del poder que no tienen, comienzan a aproximarse a una conciencia concreta.

La más reciente obsesión por una identidad étnica (y, por extensión, de diferentes grupos marginados o subalternos al poder) fue precedida hace más de un siglo por la obsesión de la identidad nacional. En América latina fue el producto del romanticismo europeo. Sus intelectuales, crearon en el papel (desde las constituciones a la literatura) las naciones latinoamericanas. Como la diversidad de repúblicas aparecía caótica y arbitraria, con países creados de la nada a través de divisiones, no de uniones, fue necesaria una idea unificadora. Las religiones y los conceptos raciales no eran tan fuertes como para explicar por qué una región se independizaba de la otra, por lo que la cultura debió crear esos seres artificialmente uniformes. Incluso más tarde, cuando en 1898 el Imperio español terminó su larga decadencia con la pérdida de sus últimas colonias tropicales a manos de Estados Unidos, el país (o, mejor dicho, su intelectualidad) se hundió en la introspección. Los discursos y las publicaciones sobre la identidad de la nación, sobre qué era ser español distrajeron el dolor por la herida abierta. Algo similar a lo que ocurre con Europa hoy, pero sin intelectuales capaces de procesar y crear algo nuevo.

Más allá de la desesperada búsqueda o confirmación de una identidad (como un creyente asiste cada semana a su templo para confirmar algo que, se supone, no está en peligro de perderse), las identidades suelen ser la imposición de un poder externo y, en ocasiones, la reivindicación de quienes lo resisten. África no se llamaba a sí mismo África hasta que los romanos la bautizaron con ese nombre y pusieron en esa cajita a un universo de naciones, culturas, idiomas y filosofías diferentes. Lo mismo Asia: hoy, los chinos, los indios y los árabes separados por océanos, por desiertos y por las montañas más altas del mundo son definidos como asiáticos, mientras los rusos blancos del Este son europeos y los rusos menos caucásicos del centro son asiáticos, sin que los separe un gran accidente geográfico y, menos, una cultura radicalmente diferente. Para los hititas Assuwa era el Oeste de la actual Turquía, pero para los griegos era el diverso y desconocido universo humano al Este de Europa. Lo mismo América, como todo saben.

Por lo general, la identidad es un reflejo de la mirada ajena y ésta, cuando es determinante, procede de la mirada del poder. Más recientemente, el significado de hispano y latino en Estados Unidos (y, por extensión, en el resto del mundo) son inventos de Washington, no sólo como forma de clasificar burocráticamente esa diversa otredad, sino como reacción epidérmica de su propia cultura fundadora: clasificando colores humanos; dividiendo en nombre de la unidad; visibilizando ficciones para ocultar la realidad. Una tradición con una clara funcionalidad política, desde siglos antes.

La política de las identidades tuvo un relativo éxito por dos razones opuestas: expresó las frustraciones de quienes se sentían marginados y atacados―y que, de hecho, lo eran. Por el otro, fue una antigua estrategia que, de forma consciente, practicaron los gobernadores y esclavistas blancos en las Trece Colonias: promover las divisiones y las fricciones de los grupos sociales sin poder a través del odio mutuo. 

Aunque una creación cultural, una creación de la ficción colectiva, la identidad es una realidad, como puede serlo el patriotismo o la afición fanática por una religión o un equipo de fútbol. Una realidad estratégicamente sobreestimada.

Por lo antes anotado, sería preferible volver a hablar de conciencias, como solíamos hacerlo algunas décadas atrás, antes de que nos colonizara la superficialidad. Conciencia de inmigrante, conciencia de perseguidos, conciencia de estereotipados, conciencia de racializados, conciencia de sexualizados, conciencia de colonizados, conciencia de clase, conciencia de esclavo, conciencia de ignorantes―aunque esta última parezca un oxímoron, de joven conocí gente humilde y sabia, quienes habían alcanzado esta conciencia y actuaban y hablaban con una prudencia que no se ve hoy entre aquellos que viven de fiesta en el pico de la gráfica de Dunning-Kruger.

La conciencia de una situación particular no es divisiva ni sectaria, de la misma forma que la diversidad no se opone a la igualdad, sino lo contrario. Es el oro y la pólvora de una sociedad en su camino a cualquier forma de liberación. La identidad, en cambio, es mucho más fácil de ser manipulada. Vale más trabajar por aclarar y elevar la conciencia colectiva e individual, que simplemente adoptar una identidad, como un sentimiento patriótico, tribal, sectario, por encima de cualquier conciencia humana. Claro que lograr una conciencia requiere un trabajo moral e intelectual, a veces complejo y contra eso que en psicología se llama “intolerancia a la ambigüedad”―en 1957, León Festinger lo llamó “disonancia cognitiva”.

Diferente, para adoptar una identidad, basta con descansarse en colores, en banderas, en tatuajes, en símbolos, en juramentos, y en tradiciones adaptadas para el consumidor, superfluas o inventadas por alguien más que terminará por beneficiarse de toda esa división y frustración ajena.

La identidad es una realidad simbólica estratégicamente sobreestimada. Como el patriotismo, como un dogma religioso o ideológico, una vez fosilizada, es mucho más susceptible de la manipulación ajena. Entonces, se convierte en un saco de fuerza―conservador, ya que impide o limita la creatividad derivada de una conciencia crítica y libre.

Trabajar y alcanzar una conciencia de esa manipulación requiere algo más. Requiere un esfuerzo mayor. Requiere del control de los instintos más primitivos y destructivos, como el odio de un esclavo por sus hermanos y la admiración por sus amos―por ejemplo.




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