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México: estabilidad sobre el abismo

OPINIÓN

Félix Estrada 

México vive una calma engañosa. Las cifras oficiales muestran una economía estable, un gobierno fuerte y una sociedad que, en su mayoría, sigue respaldando al proyecto en el poder. Pero debajo de esa superficie late un país cansado, con instituciones debilitadas y un Estado que ha perdido rumbo y capacidad de conducción. En lo económico, político y social, los signos son de agotamiento: estabilidad sin dinamismo, poder sin dirección y paz sin justicia.

En materia económica, el país está prácticamente detenido. El crecimiento previsto para 2025 ronda el 0.7 %, según la OCDE, y el Fondo Monetario Internacional advierte que el déficit fiscal alcanzará el 4.5 % del PIB, el más alto en una década. La inflación se mantiene en torno al 4.2 %, mientras el empleo formal crece más lento que la población económicamente activa. Más de la mitad de los trabajadores (55 %) sobrevive en la informalidad, sin seguridad social ni derechos laborales. La inversión privada cayó 2.3 % en el primer semestre del año, y la inversión pública, concentrada en megaproyectos, no logra detonar el crecimiento productivo.

El discurso oficial habla de “estabilidad macroeconómica”, pero los datos revelan una economía sin estrategia de desarrollo. Las exportaciones manufactureras siguen dominadas por corporaciones extranjeras; el contenido nacional apenas supera el 25 %, y el país depende cada vez más de las remesas, que en 2024 alcanzaron los 63 000 millones de dólares, cifra récord que evidencia la precariedad interna. México no está en crisis, pero sí en un estancamiento estructural: crece poco, distribuye mal y depende de factores externos para sostener su consumo.

A este cuadro se suma una crisis fiscal silenciosa. El Estado mexicano se ha quedado sin presupuesto operativo. Buena parte del gasto público se ha destinado a programas sociales y a obras de infraestructura emblemáticas que absorben casi todo el margen financiero del gobierno. Los recursos corrientes alcanzan apenas para cubrir salarios y transferencias; mientras tanto, las instituciones agonizan por inanición, sin fondos para lo más básico: mantenimiento, servicios, investigación o seguridad. Universidades, hospitales, centros de innovación, juzgados y dependencias federales sobreviven con recortes o con partidas liberadas a cuentagotas. El Estado no se ha colapsado, pero funciona al límite, sin planeación ni músculo administrativo.

En el plano político, el país vive una paradoja profunda. Tras una elección abrumadora que otorgó al partido gobernante el control de 23 congresos estatales y una mayoría constitucional en el Congreso de la Unión —lo que permitió aprobar la reforma judicial y reafirmar la autoridad del Estado—, el poder alcanzó un nivel sin precedentes. Sin embargo, esa concentración no se ha traducido en conducción ni en acción. La presidenta carece de un proyecto propio, y su autoridad se ve limitada por las tensiones que atraviesan a su gabinete y a la clase política de su propio partido. Dentro del gobierno coexisten grupos con intereses distintos que compiten por la hegemonía y por el control de las áreas estratégicas del Estado, lo que ha convertido la administración en un espacio de parálisis y disputa. El poder judicial, antes dominado por una élite oligárquica, hoy se encuentra en manos distintas, pero sin legitimidad clara ni dirección nacional. El cambio no representó una transformación institucional, sino un reacomodo dentro del mismo aparato burocrático. Así, México concentra más poder político que nunca, pero ese poder no gobierna. El Estado tiene la fuerza para decidir y planificar, pero ya no tiene recursos para ejecutar. Su inmovilidad no proviene de la falta de autoridad, sino de la escasez presupuestal y de la ausencia de visión y capacidad técnica.

El poder político es sólido en apariencia, pero carece de dirección estratégica. La política se ha reducido a la administración cotidiana del poder, no a su ejercicio transformador. No hay oposición efectiva ni debate público que marque un rumbo alternativo. El país vive bajo un clima de moralismo político, donde la lealtad sustituye al pensamiento y el disenso se interpreta como traición.

Mientras tanto, la violencia atraviesa todos los niveles del Estado. En 2024 se registraron más de 30 000 homicidios dolosos, y los costos económicos del crimen equivalen al 18 % del PIB, según el Instituto para la Economía y la Paz. En la última década han sido asesinados más de 120 periodistas y 88 funcionarios o candidatos locales. En amplias regiones —Guerrero, Michoacán, Zacatecas, Tamaulipas— el control territorial se disputa entre el Estado y el crimen organizado. Se ha normalizado lo inaceptable: que el miedo sea parte del orden cotidiano.

En lo social, el panorama es de resistencia sin horizonte. Según el Coneval, el 29.6 % de los mexicanos vive en pobreza y el 6.8 % en pobreza extrema, pese al aumento del gasto social. La desigualdad regional es brutal: en Chiapas y Oaxaca, dos de cada tres habitantes viven en pobreza, mientras en el norte industrial la cifra baja a uno de cada seis. El gasto público en salud es de apenas 375 dólares por persona al año, menos de la mitad del promedio latinoamericano, y los hospitales operan con carencias estructurales. En educación, México ocupa el lugar 58 de 80 países en las pruebas PISA 2024, con retrocesos en matemáticas y comprensión lectora.

La promesa de justicia social se topa con los límites de un Estado sin recursos. Los programas de transferencia directa amortiguan la pobreza, pero no generan movilidad ni desarrollo. Los jóvenes enfrentan un futuro incierto: sin empleo formal, sin vivienda y sin instituciones que los protejan. Violencia, migración y desencanto son las tres salidas visibles de una generación sin horizonte.

Todo esto ocurre mientras el discurso oficial insiste en que el país vive una “transformación histórica”. Pero los hechos muestran otra realidad: el Estado ha perdido capacidad técnica, el debate público se ha vaciado y la democracia funciona más por inercia que por convicción. La política ha sustituido al proyecto de nación; la administración, al pensamiento estratégico.

México no está al borde del colapso, pero sí en una crisis prolongada de rumbo: un país que crece poco, invierte menos y desconfía más. La estabilidad actual es frágil porque no descansa sobre un modelo de desarrollo, sino sobre la resignación social y la concentración del poder sin recursos ni acción. El peligro no es el estallido, sino la parálisis: la aceptación de un futuro sin transformación real.

Y en estas condiciones, el país se prepara para enfrentar la revisión del T-MEC, el acuerdo que definirá su inserción económica en las próximas décadas. México llega a esa mesa con una economía débil, sin estrategia industrial y con un liderazgo político dividido. Estados Unidos y Canadá exigirán reglas más estrictas en materia laboral, ambiental y tecnológica, mientras México carece de un proyecto nacional capaz de defender su soberanía productiva. La negociación encontrará a un país fatigado, sin consenso interno y con un Estado agotado y sin presupuesto, más dispuesto a administrar el presente que a imaginar el futuro. En ese contexto, la revisión del tratado no será solo un examen comercial, sino una prueba de Estado: la medida de hasta dónde México aún puede decidir su propio destino.

El país no estalla, pero se desgasta. Cada cifra, cada muerte, cada joven que emigra, cada escuela que se derrumba, son señales de un sistema que ha confundido la calma con el progreso. México sigue de pie, pero ya no avanza. Y ese es, quizá, el signo más triste de nuestro tiempo: la costumbre de sobrevivir en lugar de la voluntad de cambiar.






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