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Plan de paz como guerra: el Leviatán de Gaza

La tregua imposible: entre la utopía justa y el realismo cruel.

Trump, Israel y la gestión del exterminio.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos

Aires). cafassi@uba.ar


1. El espejismo de la paz: anatomía del acuerdo Trump

Nada hay más engañoso que la palabra “paz” cuando la pronuncian los

vencedores. Bajo su brillo se oculta un orden que se impone y un silencio

sobre las ruinas del otro. Así opera el plan de veinte puntos de Trump,

celebrado en la Knéset con el marketing sustituyendo a la política. No fue el

sonido de la reconciliación, sino el eco de una victoria montada sobre la

rendición.

La “paz fuerte, duradera y eterna” se escribe con cláusulas de imposición. La

primera fase -liberación de rehenes, canje de prisioneros palestinos, entrada de

ayuda y retirada parcial a la “línea amarilla”- dramatiza la asimetría entre

ocupante y ocupado. La propia terminología es aberrante: Israel retiene

“prisioneros” con apariencia de legalidad; Hamás, “rehenes”. El lenguaje

plastifica la jerarquía.

Trump no habla el idioma del derecho, sino el de la propiedad: parcelar,

concesionar, licitar. Su “Junta de la Paz” y la “Fuerza Internacional de

Estabilización” remiten a un gerenciamiento privado del territorio: Gaza

como condominio desmilitarizado, soberanía cambiada por seguridad, y

autodeterminación por supervisión. Es la paz del urbanista sobre el

cementerio mientras aún humea: zonas económicas, promesas de inversión y

una reconstrucción que sustituye justicia por desarrollo y reparación por plan

de obras.

Varias críticas resultan acérrimas. Olga Rodríguez advierte que el plan

prescinde del derecho internacional y protege a quien comete el genocidio.

Ramzy Baroud lo llama “una estrategia velada para facilitar la limpieza étnica”.

Incluso en medios hegemónicos la incomodidad asoma: The New York Times

reconoció que “las concesiones son desproporcionadas y la cronología,

confusa”, mientras el coqueto La Nación, en su intento de equilibrio, celebró la

“iniciativa pragmática” pero admitió que “carece de garantías verificables”. El

propio contraste entre ambos revela lo que el plan oculta: su núcleo no es el

simulacro de concordia, sino la administración del dominio.

Las cuestiones fundamentales -estatus de Jerusalén, derecho al retorno,

destino de Cisjordania y de los asentamientos ilegales- se difieren o se omiten.


El primer ministro qatarí Al Thani resumió el método: los mediadores

pospusieron “los temas más espinosos” porque no había condiciones para un

acuerdo integral. La tregua ceremonial se posterga para que el negocio

continúe.

El experto en Medio Oriente Pedro Brieger, enfatiza la secuencia ética -antes

que geopolítica- que toda arquitectura honesta debería asumir: detener el

genocidio, retirar completamente a Israel de la Franja y no volver a dejar a

Gaza en el limbo. Sin duda Gaza es hoy infraestructura devastada y un conteo

indecible de muertes, mientras la gramática diplomática disfraza la urgencia

con “fases” y “transiciones”. El politólogo israelí Mario Sznajder lo sintetiza:

“El diablo está en los detalles, y cualquiera de esos detalles puede hacer estallar

toda esta historia”. Entre ellos, el ambiguo “congelamiento” de armas de

Hamás -sin entrega efectiva- y la exclusión de Cisjordania del acuerdo. Si el

diablo habita los detalles, dios se ha exiliado de este mapa.

Dentro de Israel, los aplausos al plan tapan sus tensiones. Netanyahu

capitaliza la liberación de rehenes y la escenografía internacional como triunfo

propio, aunque el “trabajo duro” haya sido de mediadores árabes y de

Washington. La euforia nacionalista borra el matiz: lo que se celebra no es la

paz, sino la victoria del relato. Contra el cliché que reduce todo a Hamás,

Brieger recuerda dos hechos: la población de Gaza desciende en gran parte de

expulsados de 1948 y Hamás nace recién en 1987, veinte años después de la

ocupación de 1967. La causa precede a la organización; invertir el orden es

invertir la historia.

La ovación en la Knéset, entre gorras rojas y gritos de “¡Trump, presidente de

la paz!”, selló el sentido del montaje: no fue un tratado entre enemigos

reconciliados, sino una ceremonia de aliados que comparten poder y fuerza. El

pacto de los fuertes se teatralizó como espectáculo de redención, mientras

“Gaza” funcionó de decorado. En las calles palestinas, donde la

reconstrucción llega como limosna y la soberanía se ofrece como concesión

administrativa, el acuerdo se vive con mezcla de alivio y desconfianza. Como

escribió Muhammad Shehada, “Palestina se ha convertido en un cementerio

de estrategias fallidas.”

2. La paz como negocio y la guerra como algoritmo

El llamado Acuerdo del Milenio -sucesor hiperbólico del “Acuerdo del Siglo”- no

negocia entre enemigos, sino que fusiona intereses entre imperios. Diplomacia

de magnates, protectorado colonial y propaganda digital se mezclan en una

misma escenografía. Si los viejos tratados se firmaban con solemnidad, este se

redacta con likes, contratos y drones. Trump no busca la paz: busca una

gerencia global.


Gaza queda tutelada por una “Fuerza Internacional de Estabilización” que

reproduce los formatos de Bosnia y Kosovo: enclaves desmilitarizados,

supervisión extranjera y soberanía en suspenso. En esa arquitectura reaparece

Tony Blair como virrey honorario, símbolo de una administración colonial

maquillada de misión humanitaria. Como observó Gilbert Achcar, se trata de

una reedición del mandato civilizatorio de entreguerras, ahora envuelto en

marketing y retórica de transición democrática.

Harold Meyerson, en The American Prospect, desarma la farsa: el plan es

“básicamente un plan de guerra” que otorga a Netanyahu carta blanca

mientras Washington se lava las manos y Blair recupera protagonismo. Es la

escenografía de una paz condicional donde los palestinos deben aceptar su

rendición para merecer la reconstrucción. El mundo asiste, impávido, a una

concordia que exige morir primero para volverse creíble. Roy Schwartz, en Sin

Permiso, subraya que el texto de veinte puntos “contiene todo aquello con lo

que los israelíes habían soñado” y parece redactado en la oficina del primer

ministro. La presión estadounidense, cuando existe, es meramente retórica.

Frente a esa trampa, Brieger propone una tercera vía pragmática: reconocer a

Gaza como Estado independiente y evitar el limbo jurídico de una población

sin ciudadanía que sobrevive a cielo abierto. No se trata de fetichizar fronteras,

sino de anclar derechos y supervivencia. La idea no sustituye la igualdad plena,

pero abre un piso jurídico donde asentar la dignidad antes de cualquier

negociación. En medio de la barbarie, esa bisagra mínima entre utopía y

realismo tal vez sea una victoria de lo humano. No sería despreciable si se

lograra, pero insistiré que un salto verdaderamente cualitativo para superar el

atraso de toda la región es un estado laico, secular y moderno que no solo

prevalezca sino repudie el atraso histórico de las formaciones económico-

sociales, los estados-nación creados allí.

3. Los cautivos del lenguaje

Nada revela mejor la estructura moral del poder que las palabras con que

nombra a sus prisioneros. Israel llama rehenes a los israelíes y terroristas a los

palestinos encarcelados. El lenguaje se vuelve un frente de guerra: los muros

se levantan también con adjetivos y titulares. Mousa Abu Marzouk, dirigente

histórico de Hamás, resume el drama: “Nunca hubo una guerra abierta, un

genocidio retransmitido por televisión como éste, donde el hambre y el

asesinato de niños se usan como armas. Pedimos a Trump que cumpla su

promesa de detener la guerra y liberar a los prisioneros”. Habla desde un

exilio perpetuo que Occidente reduce a fanatismo.

El canje propuesto -dos mil palestinos por veinte cautivos israelíes- dramatiza

una jerarquía moral: la vida israelí vale más, la palestina es moneda de cambio.


Marwan Barghouti y Ahmad Sa’adat, símbolos de unidad, quedan fuera para

calmar a los ministros extremistas. Cada liberación se vuelve espectáculo

calculado para reafirmar superioridad moral.

La trampa del lenguaje se hermana con la del Estado liberal que Marx

denunciaba en La cuestión judía: la emancipación política otorga derechos

abstractos al ciudadano, mientras la vida real del hombre continúa sometida.

Llamar “prisioneros” a los palestinos y “rehenes” a los israelíes reproduce esa

doblez: igualdad formal, subordinación efectiva. La paz nominal no toca la

emancipación humana si no desmonta la matriz material del dominio.

Desde un refugio improvisado en Nusseirat, un periodista palestino le escribió

a Viento Sur para explicar por qué no quiere que su hijo Walid asocie la palabra

“israelí” con “muerte”. Entre las ruinas, inventa cuentos para distraerlo del

estruendo de los helicópteros y que los confunda con pájaros. “No quiero que

aprenda el odio como idioma materno”, confiesa. La escena recuerda al film

de Benigni: un padre que fabula para que su hijo no vea el horror, como si la

imaginación pudiera ser una trinchera moral. En medio del sitio, esa pedagogía

del amor es también un acto político: preservar la inocencia cuando todo

conspira para abolirla.

Ese niño que devora una manzana como si fuese un milagro encarna la otra

cara del acuerdo: la vida reducida a escasez administrada, a fruta racionada

bajo la mirada de drones. Es la escena mínima que desmonta toda

grandilocuencia diplomática. La libertad no se mide en las cumbres de Sharm

el-Sheikh, sino en la posibilidad de que un niño no aprenda a odiar.

En las cárceles israelíes, más de siete mil palestinos permanecen detenidos -

muchos sin juicio-; el tiempo mismo se ha vuelto rehén. La desaparición

prolongada es tortura burocrática: el archivo como verdugo. Y en las calles de

Gaza, la semántica oficial se quiebra. Allí los presos son héroes y los rehenes,

sombras; la palabra intercambio suena a respiro más que a justicia. “Hamás ya

no es una organización: es una idea, y las ideas no se encarcelan”, dice

Marzouk.

Desde la diáspora, intelectuales como Ahmed Correa Álvarez y Julio Antonio

Fernández Estrada amplían el eco: “Si la promesa de libertad exige ignorar la

masacre de inocentes, necesitamos otra idea de libertad”. Israel no libera:

administra el encierro. Trump no negocia: supervisa la humillación. El mundo

observa, cautivo de sus pantallas como si las retinas fueran nuevas prisiones,

cómo la palabra rehén se convierte en espectáculo y la palabra prisionero en


sospecha. En esta guerra, unos arrastran grilletes de acero y otros, de discurso.

Todos esperan que el tiempo vuelva a ser humano.

4. “No en mi nombre”: fisuras y retornos dentro del judaísmo

Ninguna palabra está más disputada hoy que judío. No por su sonido, sino por

el campo de fuerzas que la rodea. El proyecto de Trump y la guerra en Gaza

comprimieron siglos de debates internos en una sola pregunta: ¿puede

defenderse la vida judía sin la coartada de un Estado étnico-confesional que

oprime a otro pueblo?

La respuesta llega de voces que dicen algo tan simple como decisivo: no hablen

en mi nombre. No es eslogan, es genealogía: memoria de una cultura atravesada

por exilios y mestizaje, que no cabe en la frontera de un Estado ni en el léxico

militar de una ocupación. En Buenos Aires, en Jerusalén o en Nueva York,

historias familiares de convivencia entre judíos y árabes desarman la ecuación

“judío=sionista”. Esa memoria demuestra que la identidad judía puede ser

diaspórica sin ser subordinada: encontrar patria en la lengua, la justicia y el

vínculo, no en la anexión de tierras.

Peter Beinart, en Le Monde Diplomatique, compara el relato victimista israelí con

el de los afrikáners en el apartheid: ambos usaron el miedo a la igualdad como

coartada de supremacía. Si la seguridad exige negar derechos al otro, lo que se

protege no es la vida, sino el privilegio. Philippe Descamps añade la evidencia

demográfica: entre el Mediterráneo y el Jordán, los judíos ya no son mayoría.

Sin democracia sustantiva, el Estado profundiza la ingeniería de fronteras y

permisos, blindando la ficción de ser “judío y democrático”. En Cisjordania,

ruinas, aldeas sin agua y olivos arrancados son el paisaje moral de esa política.

Dentro de Israel, la deriva es visible. Gideon Levy describe el tránsito del

duelo a la venganza: “no hay inocentes en Gaza”. La empatía se volvió

traición, y la prensa acompaña con silencios: se muestra el dolor israelí, se

oculta el hambre palestino. Meron Rapoport señala el límite material de esa

ideología: Egipto no abre el Sinaí, ningún país absorbe refugiados, la presión

internacional crece. La propia ingeniería diplomática de Trump, ambiguo,

cerró la puerta a la anexión abierta y congeló la fantasía de la “transferencia”.

Los palestinos no se irán a ninguna parte.

La herejía interior del judaísmo no es negación, sino retorno a su fuente ética.

Nació como memoria de esclavitud transformada en exigencia de justicia. La

diáspora fue riqueza, no desgracia: el yidis probó que la identidad judía se


expande al dialogar con otras lenguas y cocinas. Cuando el Estado homologa

“judío” con “sionista” y “patriota”, empobrece la tradición y somete su ética a

un protocolo de guerra. La pregunta que arde -¿cómo ser judíos después de

Gaza?- pide coraje: separar la vida judía de la política de exterminio,

desobedecer a las instituciones que usurpan una voz colectiva, imaginar un

futuro común donde la igualdad no sea amenaza, sino punto de partida.

Beinart lo dice con claridad: si el miedo organiza la supremacía, el antídoto es

la igualdad. No un “dos Estados” exhausto ni una “gestión internacional” con

virreyes ilustrados, sino derechos iguales para todos los que habitan la misma

tierra. Esa herejía fidelísima -volver al corazón de la tradición para preguntar

qué justicia vale defender- es el único mandamiento urgente. Allí, y solo allí, la

palabra paz recupera sentido: nadie domina, nadie sobra, nadie calla en

nombre de nadie.

5. El Estado, la violencia y la agonía del futuro

Nos hemos acostumbrado a pensar la violencia como un desvío de la

normalidad política, pero Gaza -como antes Vietnam o Argelia- recuerda que

la violencia no es el fracaso del Estado: es su principio constitutivo. Max

Weber lo formuló con precisión: el Estado se define por el monopolio

legítimo de la violencia. La pregunta hoy es otra: ¿qué sucede cuando esa

legitimidad se confunde con impunidad? ¿Cuando la violencia deja de ser

medio para volverse fin?

La violencia no solo funda al Estado: lo modela y lo sobrevive. Hobbes la

imaginó en El Leviatán como monstruo nacido del miedo; Gramsci la pensó

como coerción con consentimiento de los sometidos; Weber finalmente la

racionalizó en la administración. En todos late la misma genealogía: la

violencia estatal es el precio del orden. Engels concluyó que las clases

dominantes inventaron el Estado para perpetuar su dominio. La modernidad

política -de las monarquías a los regímenes liberales- está hecha de guerras

civiles, colonizaciones y esclavitudes que luego se tradujeron en leyes. La

violencia se legalizó mientras el poder se institucionalizaba.

Charles Tilly lo resumió con brutal lucidez: “la guerra hizo al Estado y el

Estado hizo la guerra”. Gaza confirma esa sentencia. El Estado israelí, erigido

sobre la herida del exilio y la memoria del exterminio, no puede ya existir sin

una guerra que lo reactive. Y el esquema de Trump lo perpetúa al globalizarlo:

convierte la masacre en procedimiento administrativo. El derecho

internacional se vuelve cartografía moral que se consulta, pero no se cumple.


Esa paradoja recorre toda la modernidad. El mismo derecho que intenta

contener la barbarie surge de ella. Los tribunales de Núremberg y el Estatuto

de Roma fijaron categorías -crímenes de guerra, de lesa humanidad,

genocidio- que nacieron de un mundo que ya había naturalizado el exterminio.

Gaza desborda esas categorías: es crimen de guerra por su método, crimen de

lesa humanidad por su continuidad y genocidio por su finalidad.

Hannah Arendt vio en la burocracia moderna la mutación de la banalidad del

mal en técnica de gobierno: ya no se mata por pasión, sino por protocolo.

Gaza se gestiona. Se administra el hambre, el agua y la electricidad con la

frialdad de una planilla. La paz de Trump, con sus tableros de inversión y fases

numeradas, es la actualización tecnocrática de esa banalidad: el horror

traducido en Excel.

Achille Mbembe llamó necropolítica a este régimen del poder que decide quién

puede vivir y quién debe morir. En Gaza esa frontera es literal: una línea

trazada por drones determina el valor de cada cuerpo. La modernidad, que se

jactaba de civilizar, alcanza aquí su reverso: la administración racional de la

muerte. El hambre, como advierten Bertomeu y Gérvas, se convierte en arma

de guerra y control demográfico. Polanyi lo había intuido: cuando la economía

se desincrusta de la ética, la vida humana se vuelve variable de ajuste.

El Antropoceno amplifica esta ecuación: ya no se trata solo de pueblos

dominados, sino del planeta como víctima. Andreas Malm advierte que la

guerra por los recursos es hoy una guerra contra los límites de la Tierra. Gaza,

convertida en laboratorio de control y desecho, es también metáfora del

mundo que viene: un planeta sitiado por su propia maquinaria de dominio.

El Estado moderno nació como máquina de jerarquías y fronteras. Para

Norbert Elias su racionalización fue inseparable del monopolio fiscal y de la

concentración del poder. En el presente, ese proceso alcanza su saturación: el

control total no produce orden, sino colapso. El Leviatán, que debía proteger,

devora ahora su propio cuerpo social como un animal que confunde su cola

con el planeta.

No se trata de idealizar a los enemigos de Israel. Hamás reproduce, bajo otra

gramática, la misma lógica teocrática que denuncia: autoritarismo religioso,

misoginia y martirio como pedagogía política. No representa la emancipación

del pueblo palestino, sino su secuestro simbólico. Michel Onfray advirtió que

las religiones monoteístas comparten una “metafísica de la servidumbre” que


subordina el cuerpo y sacrifica el pensamiento. La tragedia de Gaza no opone

fe y razón, sino dos dogmas enfrentados por el control del mismo infierno.

Mientras el hambre se gestiona, las empresas participan de la coreografía. La

española CAF, proveedora de trenes que conectan asentamientos ilegales,

asegura que “no fabrica bombas”, pero transporta el andamiaje del apartheid.

Europa financia misiones humanitarias mientras sus bancos sostienen la

ocupación. El humanismo europeo es una máscara civilizada de la barbarie

colonial.

No es solo Israel ni Trump: Occidente entero necesita desradicalizarse,

abandonar su fundamentalismo de mercado y su fe en la violencia redentora.

Lo que se llama “terrorismo” en unos es, en los otros, política exterior y

equilibrio de poder. Queda confundido el progreso con la capacidad de

destruir sin mancharse.

Walter Benjamin sentenció que “todo documento de cultura es también un

documento de barbarie”. Lo que Occidente llama paz es, para los pueblos

sometidos, la suspensión temporal de su exterminio. Gaza es ese reverso de la

Ilustración: el laboratorio donde técnica, razón de Estado y religión -judía,

cristiana, islámica o de mercado- confluyen para administrar la muerte sin

llamarla crimen.

En los foros internacionales se debate si Gaza puede ser “un Estado

independiente”. Pero la pregunta ya contiene un axioma: presupone que la

independencia solo puede adquirir forma estatal. Tal vez, como sugería

Arendt en su defensa de los consejos revolucionarios, la política deba

repensarse sin soberano. Fanon habló de una “nueva humanidad” nacida de la

descolonización, y Mbembe de una comunidad de vivos y muertos que

desborda la forma Estado. Quizás Gaza, devastada y fragmentada, no aspire a

ser un Estado sino otra cosa: una comunidad sin amo.

Contemplar Gaza desde nuestras pantallas no nos hace espectadores: nos

convierte en cómplices. Cada indiferencia ratifica la impunidad. Volviendo a

Benjamin, “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence”.

Esa victoria no es militar, sino moral: el triunfo de la anestesia.

Por eso insistimos: no se trata solo del futuro de Gaza, sino del futuro de la

humanidad. Si la civilización sobrevive, será porque aprendimos a desobedecer

los imperativos de la violencia legítima, a desmontar la maquinaria del hambre

y a pensar la libertad no como excepción, sino como regla. El Estado nació


con sangre y fronteras; quizás deba morir con memoria y comunidad. Si algún

día Gaza deja de ser una herida y se vuelve un comienzo, será porque las

sociedades reconocieron -al fin- que ninguna paz vale el precio de una sola

vida injustamente arrebatada.

El Estado moderno, con su bandera y su himno, no es más que la estilización

del crimen fundacional que lo parió. En el Antropoceno, ese crimen se

universaliza: ya no se trata solo de pueblos o razas, sino de la especie y de la

Tierra como víctimas. Gaza es el laboratorio de ese nuevo pacto entre la

técnica y la muerte: donde el Estado legitima su violencia con la palabra

“seguridad”, y el planeta paga su precio con cuerpos y desertificación.





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