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Derechos humanos: entre la promesa y la manipulación ideológica

OPINIÓN 

Por Raúl Allain (*)

Hablar de derechos humanos debería ser, en esencia, hablar de la dignidad que nos sostiene como sociedad. No de discursos huecos, no de banderas partidarias ni de eslóganes vacíos, sino de la base misma que permite a una comunidad sobrevivir con justicia y esperanza. Sin embargo, cada vez con más frecuencia, el concepto se ve secuestrado por discursos interesados que lo convierten en moneda de cambio político. Lo que debería ser un pacto moral universal termina reducido a un botín simbólico en la disputa ideológica.




Es cierto: nadie en su sano juicio puede estar en contra del respeto a la vida, a la libertad de expresión o a la igualdad ante la ley. Son conquistas de la humanidad que costaron guerras, cárceles y hasta martirios. Pero otra cosa muy distinta es cuando ciertos organismos, sobre todo aquellos con un sesgo abiertamente socialista, se erigen como guardianes exclusivos de estos principios y los utilizan como arma retórica. Ahí es donde comienza la distorsión: ya no se trata de defender a la persona concreta, sino de imponer una narrativa política que decide quién merece compasión y quién debe ser silenciado.

He asistido a conferencias donde la incomodidad se hacía insoportable. Voceros con tono mesiánico hablaban de los derechos humanos como si fueran una franquicia de su movimiento. Las palabras eran siempre las mismas: pueblo, lucha, resistencia. Y aunque resonaban con fuerza, estaban vacías de autocrítica. Nunca se hablaba de los presos políticos en países socialistas, nunca se mencionaba la represión contra periodistas en regímenes que ellos consideraban “amigos”. Parecía, en resumen, que los derechos humanos eran selectivos: se aplicaban según la conveniencia del discurso.

Y aquí es donde conviene detenerse: el socialismo, en su versión dogmática, no solo fracasó en lo económico —basta mirar el colapso de sistemas como el cubano, el venezolano o, más atrás, el soviético—, también lo hizo en lo moral. Porque si algo demuestra la historia es que la promesa de igualdad, cuando se fuerza a través de un aparato ideológico, termina desembocando en nuevas formas de opresión. El discurso de “todos iguales” se transforma en una élite que controla y decide por los demás. ¿Y los derechos humanos? Reducidos a un decorado para legitimar abusos.

La lógica es conocida: si se censura a la prensa, se dice que es para proteger al pueblo de las mentiras del imperialismo. Si se encarcela a opositores, se argumenta que son agentes de la reacción. Si se restringe la propiedad privada, se justifica como sacrificio en nombre de la justicia social. El resultado es siempre el mismo: la negación de aquello que se pretendía defender. En la Unión Soviética, los gulags se llenaban de disidentes que habían osado exigir libertad; en Cuba, los intelectuales críticos eran arrinconados al silencio; en Venezuela, hoy, los que protestan son perseguidos bajo la narrativa de que conspiran contra la “revolución bolivariana”.

Basta recordar cómo, en los años setenta, regímenes que se autodenominaban “populares” terminaron cometiendo abusos sistemáticos mientras sus representantes en foros internacionales se llenaban la boca hablando de justicia social. Es la paradoja del socialismo aplicado al terreno de los derechos humanos: predicar la dignidad universal mientras se practica la represión selectiva.

En el Perú, esa contradicción también se ha hecho evidente. Organizaciones con un barniz progresista han mirado hacia otro lado cuando grupos vinculados a la violencia política vulneraban derechos fundamentales. Se hablaba de igualdad, pero se callaba frente al terrorismo. Se invocaba la memoria de las víctimas de abusos estatales, pero se omitía la voz de las comunidades destrozadas por la barbarie senderista. Ese doble rasero no solo deslegitima el discurso, sino que hiere a quienes realmente sufrieron.

Lo más peligroso de este fenómeno es que se normaliza. Jóvenes que buscan una causa justa terminan atrapados en un lenguaje que les promete heroicidad, pero les esconde los matices. Crecen creyendo que derechos humanos equivale a denunciar solo al “enemigo” señalado por la doctrina, mientras que los crímenes de los aliados se tapan bajo la alfombra. Y así, poco a poco, el ideal se degrada en herramienta política.

Es necesario, entonces, rescatar el concepto de derechos humanos de esas garras ideológicas. No es patrimonio de la izquierda ni de la derecha, mucho menos de organismos que en nombre de un socialismo trasnochado buscan excusar regímenes autoritarios. Los derechos humanos pertenecen a todos, o no pertenecen a nadie. No se defienden a medias, no se defienden solo cuando conviene, no se defienden solo en los países “enemigos”.

Y aquí viene la reflexión personal: cuando camino por las calles de Lima y veo a vendedores ambulantes perseguidos por municipalidades que prefieren la estética a la subsistencia, pienso en lo absurdo que resulta que algunos burócratas internacionales dediquen sus comunicados a causas lejanas pero ignoren las violaciones diarias que viven miles de ciudadanos sin nombre ni apellido. Derechos humanos no es una consigna lejana, es el pan que alguien no puede vender, la escuela que un niño no puede aprovechar, la mujer que teme caminar de noche por su barrio. Y sin embargo, a esos problemas concretos, reales, muchas veces no llegan las voces que se dicen defensoras del pueblo.

El socialismo, con su tendencia a idealizar la masa y despreciar al individuo, termina siendo una trampa en este terreno. Porque ¿cómo se puede defender a la persona concreta si se le disuelve en una abstracción llamada “pueblo”? Al final, el pueblo se convierte en un concepto maleable, manejado por líderes que se autoproclaman sus representantes. Y los derechos humanos, en ese marco, se convierten en fichas intercambiables en el tablero de la política.

Tal vez por eso hoy urge hablar de derechos humanos con un lenguaje más cercano, más humano, menos burocrático. Necesitamos devolverle carne y hueso a la idea. Hablar de la madre que busca justicia para su hijo asesinado y no de estadísticas frías. Hablar del migrante que cruza fronteras y no solo de tratados internacionales. Hablar de las víctimas de regímenes autoritarios, sean de derecha o de izquierda, y no elegir cuál dolor merece mayor indignación.

Un viejo profesor me decía: “Los derechos humanos no se negocian; se ejercen o se violan”. Esa frase debería ser un faro en tiempos en que los discursos ideológicos buscan manipularlo todo. Porque si caemos en la trampa de relativizar, si aceptamos que algunos pueden ser pisoteados porque “la causa lo amerita”, entonces habremos perdido la esencia misma de lo humano.

La pregunta que queda es incómoda: ¿estamos dispuestos a defender los derechos humanos incluso cuando eso signifique contradecir a quienes nos gustan políticamente? Esa es la verdadera prueba. Porque es fácil señalar la paja en el ojo ajeno, más difícil reconocer la viga en el propio.

En definitiva, hablar de derechos humanos es hablar de dignidad, y la dignidad no tiene ideología. El reto está en no permitir que sea utilizada como disfraz por quienes, bajo discursos altisonantes, reproducen los mismos mecanismos de opresión que dicen combatir. Hoy más que nunca, frente a la manipulación, la indiferencia y el oportunismo, toca defender el sentido original: un compromiso radical con la libertad y la vida de cada persona. 

(*) Escritor, sociólogo y analista político. Consultor Internacional en Derechos Humanos para la Asociación de Víctimas de Acoso Organizado y Tortura Electrónica (VIACTEC).






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