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El costo social de la corrupción en el Perú: la herida que no cierra

Por Raúl Allain (*)

La corrupción en el Perú no es solo un delito, ni una cifra más en los informes de la Contraloría. Es un clima. Una sensación espesa, casi pegajosa, que se cuela por todos los rincones de la vida cotidiana. Uno puede no verla directamente, pero la respira. Está en la desesperación de una madre que no consigue una cama en un hospital; en el cansancio de un profesor que ve cómo sus alumnos estudian con techos que se caen; en la rabia silenciosa del agricultor que, otra vez, no recibe apoyo técnico porque los fondos “se perdieron”.




A veces me pregunto —y lo digo con cierta incomodidad— si nos hemos acostumbrado demasiado. La corrupción se ha convertido en un ruido de fondo. Sabemos que está ahí, sabemos que duele, pero seguimos adelante porque no queda otra. Sin embargo, cada cierto tiempo aparece un caso tan grotesco, tan descarado, que la herida sangra de nuevo y recordamos que el problema no es abstracto: nos está costando futuro, dignidad y cohesión social.

En el 2023, la Contraloría estimó que el Perú pierde al año alrededor de 24 mil millones de soles debido a la corrupción y a la mala gestión estatal (Contraloría General de la República, Informe del Costo de la Corrupción, 2023). Son cifras que marean, pero lo verdaderamente devastador es imaginar lo que significa ese monto traducido en escuelas, postas, carreteras rurales o sistemas de agua potable. Es decir, en posibilidades reales para millones de ciudadanos. No estamos hablando de un delito financiero, sino de un acto cotidiano de violencia estructural.

Pero lo más grave, para mí, no es el robo directo, sino el cinismo moral que lo envuelve. El Perú ha desarrollado un ecosistema donde muchos actores políticos hablan de justicia, de pueblo, de equidad… mientras negocian en sombras, reparten obras a dedo o se reparten cargos públicos como si fueran botines. Y no se trata únicamente de usar el Estado como caja chica; es algo más profundo: destruir la confianza como si no importara.

La confianza, ya lo decía Niklas Luhmann, es ese pegamento invisible que permite que la sociedad funcione. Cuando la confianza colapsa, todo se vuelve incierto. Y en el Perú, llevamos demasiados años viviendo con la sensación de que cualquier institución puede fallar. Lo triste es que falla no por incapacidad técnica, sino porque alguien decidió que era más rentable aprovecharse del sistema antes que mejorarlo.

Recuerdo una conversación con un exfuncionario municipal que, con una sinceridad brutal, me dijo: “Aquí nadie piensa en el largo plazo. El que llega, llega para recuperar lo invertido en campaña”. Me quedé callado un momento, intentando no aceptar lo evidente. Pero su frase sigue rondando en mi cabeza, porque refleja la normalización del saqueo como forma de hacer política. Esa especie de pragmatismo pervertido que convierte al Estado en un terreno de captura constante.

Y claro, la corrupción no opera sola. Requiere redes, complicidades, silencios. En muchos casos, los ciudadanos terminan atrapados en un círculo perverso: si no pagas, no avanzas; si no aceptas, te quedas bloqueado. La llamada “coima”, que para algunos es un trámite habitual, es para otros una barrera infranqueable entre vivir y sobrevivir. El impacto es desigual, y siempre cae con más peso sobre los sectores con menos recursos.

También está la corrupción que se disfraza de buena gestión. Aquella que se presenta como “agilidad”, como “soluciones rápidas”, como “prácticas que todos hacen”. Esa forma edulcorada tiene un efecto igual de dañino: desmantela las reglas, las vuelve irrelevantes. Y cuando las reglas dejan de ser importantes, cualquier autoridad puede convertirse en un pequeño feudo personal.

En este punto, a veces pienso que la corrupción ha moldeado incluso nuestra psicología social. Ha generado una especie de cansancio crónico. Una desilusión que se expresa en frases que escucho cada tanto: “todos roban”, “así es la política”, “mejor no esperar nada”. Ese desencanto generalizado es, quizá, la victoria más peligrosa de la corrupción. Cuando la gente deja de creer, deja también de exigir.

Pienso, por ejemplo, en las regiones que reciben millones por canon minero pero exhiben índices educativos y de salud propios de zonas olvidadas del continente. No es solo mala administración. Es captura política, redes informales, obras fantasma, sobrecostos escandalosos, gerentes “de confianza” que saben que su tiempo en el cargo será corto y deben aprovecharlo. Y así, año tras año, el potencial de esos recursos se pierde.

La corrupción, además, tiene un costo emocional. Lo vemos cuando una comunidad pierde la paciencia y protesta frente a una obra paralizada, o cuando un barrio entero se da cuenta de que la empresa encargada del agua potable desapareció sin terminar los trabajos. He conversado con vecinos que se sienten estafados, no solo económicamente, sino moralmente. “Nos trataron como si fuéramos tontos”, dicen. Y tienen razón.

En el ámbito urbano ocurre algo similar. La informalidad no es únicamente un problema económico; también es una respuesta social frente a un Estado que no genera confianza. ¿Cómo pedirle a un comerciante que formalice su negocio si, en sus recuerdos, las autoridades de su distrito solo aparecían para pedirle algo? La corrupción no solo debilita instituciones; desordena la cultura cívica.

A veces me pregunto si realmente dimensionamos la gravedad del daño. No es solo un asunto de dinero malgastado. Es una fractura moral. Una distorsión de las expectativas colectivas. Como ciudadanos, terminamos ajustando nuestras conductas a un entorno que percibimos como injusto. Y cuando la injusticia se normaliza, el tejido social se degrada.

Todo esto ocurre mientras una parte significativa de la élite política se presenta como adalid de la moral pública. Es casi irónico. Muchos de los que hablan de “defender la democracia” son los mismos que la vacían por dentro con prácticas clientelares, pactos debajo de la mesa y estrategias para manipular organismos de control. No es casual que los índices de confianza en el Congreso, los gobiernos regionales y los partidos estén por los suelos (Latinobarómetro, 2023). No es un error de percepción; es una constatación empírica.

Frente a ese panorama, algunos plantean que la corrupción es estructural, casi inevitable. Pero esa postura me parece una excusa elegante. Sí, es estructural, pero no por naturaleza. Es estructural porque ha sido tolerada, cultivada y normalizada durante décadas. Y lo estructural también se puede desmontar, aunque requiera voluntad política, presión social y, sobre todo, una ética pública que hoy parece en retirada.

Yo no creo que el Perú esté condenado. Pero sí creo que la lucha contra la corrupción exige algo más que discursos o reformas parciales. Requiere un cambio de mentalidad. Una suerte de reeducación colectiva donde entendamos que la corrupción no es astucia ni viveza, sino un acto de crueldad social. Una forma silenciosa de quitarle oportunidades a quienes menos tienen.

Mientras no comprendamos que la corrupción es un problema moral antes que técnico, seguiremos dando vueltas en círculos. Podremos cambiar leyes, crear organismos, implementar sistemas digitales… y aun así, si la cultura política no cambia, todo seguirá igual. Porque, como decía Zygmunt Bauman, las instituciones pueden transformarse, pero si las subjetividades permanecen intactas, la realidad no cambia.

El reto está ahí. No es sencillo. Implica asumir que la corrupción no es un monstruo externo, sino una práctica que se reproduce en espacios cotidianos: desde un favor indebido hasta una red millonaria. Implica aceptar que no existen “corruptos de un solo lado”, sino dinámicas que atraviesan ideologías y discursos. Y, sobre todo, implica recuperar una idea que hemos ido perdiendo: la de que el Estado debe servir, no servirse.

Si algún día logramos romper esa lógica —aunque sea un poco, aunque sea lentamente— quizá las cifras de la Contraloría empiecen a disminuir. Pero, más importante aún, quizá la gente vuelva a mirar al Estado con cierta esperanza. No porque todo esté bien, sino porque al menos sienta que la justicia no es solo un discurso vacío, sino una posibilidad concreta.

De eso trata, al final, el costo social de la corrupción: de la vida que podría ser, pero no es.

(*) Escritor, sociólogo y analista político. Consultor Internacional en Derechos Humanos para la Asociación de Víctimas de Acoso Organizado y Tortura Electrónica (VIACTEC).






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