OPINIÓN
Por Raúl Allain (*)
Llamar a Perú Libre un partido político es un acto de ingenuidad, casi de complicidad. Lo que vimos no fue una organización con vocación democrática, sino una maquinaria criminal con carnet electoral. Se vistió de movimiento político, pero funcionó como red mafiosa que utilizó la política no para transformar al país, sino para blindar a sus dirigentes, tomar el control del Estado y desviar recursos públicos en beneficio de una élite reducida.
En democracia, un partido político auténtico debería ser un espacio de deliberación y de representación plural, donde distintas voces construyen un proyecto de nación. Perú Libre, en cambio, se configuró como una franquicia oligárquica en torno a las órdenes de un solo hombre: Vladimir Cerrón. No existía debate interno real ni autonomía en sus cuadros; lo que había era obediencia vertical, disciplina férrea y culto al liderazgo. Se hablaba de justicia social y emancipación, pero lo que se practicaba era control cerrado, imposición doctrinaria y un claro desprecio por la institucionalidad democrática.
El socialismo fue su coartada, pero jamás su convicción genuina. Y aquí corresponde detenerse para deconstruirlo: en teoría, el socialismo proclama la búsqueda de igualdad y justicia, pero en la práctica histórica ha terminado siendo una estructura que sustituye a las élites económicas por élites burocráticas, y que sacrifica libertades individuales en nombre de una supuesta equidad colectiva. En el caso de Perú Libre, el “socialismo” no fue más que un disfraz discursivo. Fue una marca electoral, una bandera emocional, un recurso de marketing político para seducir a los sectores marginados. No hubo redistribución real, ni proyectos sostenibles de inclusión, ni mucho menos un modelo alternativo viable. Hubo, en cambio, un uso cínico del término para dotar de legitimidad a lo que en la práctica era una maquinaria de saqueo.
De hecho, Perú Libre demostró cómo el socialismo, cuando se manipula en contextos de debilidad institucional, no se traduce en justicia, sino en privilegio encubierto. Bajo la retórica de igualdad, se escondía una lógica profundamente clientelista: se repartían cargos no para transformar la sociedad, sino para crear redes de favores. La idea del socialismo como liberación se degradó hasta convertirse en instrumento de control y sumisión. Y la tercera lección que deja este episodio es clara: el socialismo utilizado como bandera vacía, en manos de oportunistas, es un camino directo a la ruina.
La historia mundial confirma este fenómeno: en numerosos países, desde Europa del Este hasta América Latina, el socialismo ha terminado derivando en modelos autoritarios que ahogan la democracia. Esa es la paradoja que Perú Libre repitió en escala local: mientras gritaba “¡socialismo del siglo XXI!”, reproducía las mismas lógicas de corrupción y concentración de poder que juraba combatir. Y aquí la ironía se vuelve brutal: el socialismo, en teoría emancipador, terminó siendo el biombo perfecto para legitimar una organización criminal en el corazón del Estado peruano.
Este disfraz ideológico escondía un aspecto aún más perturbador: los vínculos con el MOVADEF, la organización de fachada de Sendero Luminoso. No se trató de rumores aislados, sino de señales concretas de acercamiento, legitimación y coordinación. Los reportes de inteligencia advertían que existían simpatías mutuas, gestos de complicidad en actos públicos y la intención de normalizar la presencia de sectores que defendían la memoria de Abimael Guzmán. La ONG de derechos humanos Waynakuna Perú fue tajante en un comunicado de 2020: “No se puede permitir que un partido que articula con organizaciones de fachada del terrorismo busque copar las instituciones del Estado bajo la bandera de la justicia social”.
La fiscalía, por su parte, no tardó en confirmar lo que era un secreto a voces: Perú Libre era investigado como organización criminal. Los expedientes hablaban de financiamiento ilícito, de licitaciones amañadas, de sobornos y de un sistema clientelista que se extendía desde el gobierno regional de Junín —donde Cerrón consolidó su poder— hasta las más altas esferas del Ejecutivo durante el mandato de Pedro Castillo. No era un caso aislado de corrupción; era un patrón estructurado que mostraba con claridad la vocación mafiosa del partido.
Pedro Castillo, presentado como el maestro rural que encarnaba la esperanza de los olvidados, resultó ser el títere perfecto para esa estructura. Su incapacidad política y su improvisación sirvieron para allanar el camino a operadores cuestionados. Castillo no fue víctima de Perú Libre; fue cómplice. Al permitir que personajes investigados y con prontuario accedieran a ministerios, direcciones y contrataciones, terminó normalizando lo que debía haber combatido. La figura del “presidente del pueblo” se desmoronó rápidamente, mostrando a un hombre sin convicciones firmes, sin estrategia y dispuesto a dejarse arrastrar por el partido que lo llevó al poder.
El episodio del nombramiento de Guido Bellido como primer ministro fue revelador. Bellido no solo arrastraba investigaciones por apología del terrorismo, sino que representaba la expresión más radical y beligerante de Perú Libre. Waynakuna Perú lo denunció enérgicamente en un comunicado de 2021, señalando que su designación era “una afrenta a las víctimas del terrorismo y una prueba más de que Perú Libre no busca reconciliación democrática, sino venganza ideológica”. El partido mostró, sin pudor alguno, que su idea de socialismo era en realidad un revanchismo disfrazado de justicia histórica, un veneno presentado como medicina.
El carácter criminal de Perú Libre no se agotó en la corrupción y en los pactos con el extremismo. También se evidenció en su sistemática estrategia de desinformación, en su persecución de opositores y en la manipulación del discurso de derechos humanos. Se presentaban como defensores de los marginados, mientras se convertían en cómplices de aquellos que alguna vez sembraron terror en el país. La retórica de justicia social fue utilizada como chantaje moral: cuestionar a Perú Libre era, según ellos, ponerse del lado de las élites y traicionar al pueblo. En realidad, quienes traicionaron al pueblo fueron ellos, al convertirlo en pretexto para legitimar un proyecto de saqueo.
Lo más grave es que el país toleró este juego demasiado tiempo. El vacío institucional y la fragilidad del sistema permitieron que un partido con vínculos tan turbios llegara a capturar el poder. Perú Libre no fue un accidente democrático, fue la consecuencia de una sociedad que no supo cerrar las puertas al extremismo disfrazado de redención. Esa es la lección que queda: el populismo ideológico, cuando se mezcla con estructuras criminales, no genera justicia, sino devastación.
Decir que Perú Libre fue un partido socialista es darle demasiado crédito. Fue, en realidad, una red de operadores que instrumentalizaron la ideología para darle apariencia de respetabilidad a lo que no era más que crimen organizado. Y aquí la deconstrucción es clave: el socialismo, al prometer un futuro perfecto de igualdad, termina negando la diversidad de intereses humanos, imponiendo un molde único de sociedad que solo funciona en la teoría. Esa abstracción, en manos de oportunistas, se convierte en escudo retórico para legitimar abusos, pactos oscuros y concentración de poder.
En otras palabras: Perú Libre no fue un partido político; fue una organización criminal con estatutos. Una mafia con sede en Junín que encontró en la democracia no un espacio de construcción, sino un botín que administrar. Y ese es el verdadero rostro del socialismo cuando se prostituye en manos de caudillos menores: un barniz ideológico que oculta la ambición más vulgar de poder y dinero.
Como escribió Waynakuna Perú en su último comunicado antes de disolverse en 2021, tras la muerte de su director Luis Alberto Sánchez Cáceres: “El mayor peligro para la democracia peruana no es solo el terrorismo armado, sino su mutación en organizaciones políticas que, desde dentro del Estado, corroen las instituciones y manipulan a los más vulnerables”.
La pregunta del título se responde sin titubeos: Perú Libre no fue nunca un partido político en el sentido pleno del término. Fue una organización criminal que, bajo la máscara del socialismo, se alió con sectores vinculados al terrorismo, saqueó recursos públicos y debilitó aún más las instituciones de un país ya frágil.
La democracia peruana tiene el desafío de aprender de esta experiencia amarga. La primera lección es que la ideología no puede ser excusa para la impunidad. La segunda, que partidos que operan como mafias deben ser sancionados con la misma severidad que cualquier organización criminal. Y la tercera, que el socialismo utilizado como bandera vacía, en manos de oportunistas, es un camino directo a la ruina.
Perú Libre no es el futuro del país. Es un recordatorio del pasado más oscuro: el del terrorismo, la corrupción y la demagogia que destruye esperanzas en nombre de la justicia social. Decir lo contrario es alimentar una ilusión peligrosa. Reconocerlo, en cambio, es un acto de responsabilidad democrática.
(*) Escritor, sociólogo y analista político. Consultor Internacional en Derechos Humanos para la Asociación de Víctimas de Acoso Organizado y Tortura Electrónica (VIACTEC).

