José Saramago
20-11-2008Dedicando ejemplares de “El viaje del elefante” en la editorial durante buena parte de la mañana. En su mayoría se quedarán en Portugal como un recado para los amigos y compañeros de oficio dispersos por los lusitanos parajes, pero otros viajarán a tierras distantes, como Brasil, Francia, Italia, España, Hungría, Rumania, Suecia.
En este último caso, los destinatarios fueron Amadeu Batel, nuestro compatriota y profesor de literatura portuguesa en la Universidad de Estocolmo, y el poeta y novelista Kjell Espmark, miembro de la Academia Sueca. Mientras le dedicaba el libro a Espmark recordé lo que nos contó, a Pilar y a mí, acerca de los bastidores del premio que me fue otorgado. El “Ensayo sobre la ceguera”, ya entonces traducido al sueco, había causado buena impresión en los académicos, tan buena que quedó prácticamente decidido entre ellos que el Nobel de ese año, 1998, sería para mí. Ocurrió, sin embargo, que el año anterior había publicado otro libro, “Todos los nombres”, lo que, obviamente, en principio, no debería constituir ningún tipo de obstáculo para la decisión tomada, a no ser por una pregunta nacida de los escrúpulos de mis jueces: “¿Y si este nuevo libro es malo?” De la respuesta que habría que ofrecer se encargó Kjell Espmark, en quien los colegas depositaron la responsabilidad de proceder a la lectura del libro en su idioma original. Espmark, que tiene cierta familiaridad con nuestra lengua, cumplió disciplinadamente la misión. Con el auxilio de un diccionario, en pleno mes de Agosto, cuando más apetecería navegar entre las islas que pueblan el mar sueco, leyó, palabra a palabra, la historia del funcionario don José y de la mujer que amó sin llegar a verla nunca. Pasé el examen, finalmente el librito no desmerecía del “Ensayo sobre la ceguera”. Uf.