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RELIGIÓN, POLÍTICA Y SOCIEDAD (II). ¿Respetar las creencias religiosas?

Por Antonio Hermosa  

En la primera parte de este artículo señalábamos que, en escrupulosa coherencia con sus creencias, el pastor de una iglesia de Florida hacía quemar El Corán en la misma; y que en escrupulosa coherencia con las suyas un grupo de musulmanes asesinaba a inocentes y promovía grandes disturbios en Afganistán: a la intolerancia inicial con un sistema de creencias por parte de un grupo seguía la intolerante respuesta final de otro en forma de represalia, activando un concepto de justicia sinónimo al de venganza. A cualquiera de ambos –asimétricos- grupos de fanáticos les faltó añadir eso que tanto se oye por ahí en boca de clérigos de toda laya y religión, a saber: que es un deber para todos –para todos los laicos, suele entenderse- respetar extremadamente las creencias religiosas. Parece que no hemos empezado bien, pero ¡que no cunda el desánimo!

Sabido es que la Iglesia ha encontrado un método natural de contracepción que es la crème de la crème en el campo reproductivo. El propio Dios en persona ha dotado a sus ovejos funcionariales de unos instintos efebófilos –otros le llaman pederastia sin más, pero sólo porque no entienden la fe- que les permite saltarse a la torera, pero sin pecado concebido, los mandamientos que proscriben el preservativo o las relaciones sexuales (matrimoniales, claro) no destinadas a agrandar el rebaño; y es que la principal virtud de tales instintos consiste en sustituir en sus usuarios el tradicional chico busca chica, o al revés, por un renovado e impetuoso pito busca pito (o culito de la misma raza, que tanto monta), del que millares de experiencias recién divulgadas a lo largo y ancho del Occidente cristiano dan fe de sus logros. Bueno, parece que el método tiene un defectucho, pues no parece que ese tipo de relaciones, tan animales, tan innaturales y tan no sé cuántas cosas más, sean propias de ovejas, y como que la grey acaba, así, algo satirizada, esto es, convertida en una legión de sátiros. Esto, hay que reconocerlo, no se corresponde exactamente con la prescripción sacramental acerca de quién y, sobre todo, cuándo, participa en eso del tocar -y hasta puede llevar a más de uno a revolver entre los dioses de la competencia a ver si encuentra alguno más adecuado para la ocasión. Concluyamos, con todo, que la mona creyente, por muy sedosa que resulte la hipocresía con la que se viste, tampoco se revela como un dechado de perfección a imitar o respetar. ¿O sí?
        
Un día, a finales del siglo XIX, en la sede central de las creencias católicas, se decide fundar un banco, porque los que había, pese a ser regentados por devotos creyentes, basaban su humanitario quehacer en el consagrado principio del pecunia non olet, que como cabe imaginar no olía a perfume celestial, sino a usura y otras perversiones (Santa Sede dixit). Pero otro día, el jefe romano de los creyentes, ya en el siglo XX, certificado que no sólo de creencias vive la burocracia del creyentismo, decide que se necesita dinero, mucho dinero. Como no hay prejuicios a la hora de hacer pactos, pues su reino no es de este mundo, bajo ese jefe se firman con el fascista Benito Mussolini los Pactos de Letrán, que crean el Estado de la Ciudad del Vaticano (sic), y permiten a los recién creados dueños hacer y deshacer a su antojo en el mundo financiero, como mandan los cánones, aparte de ahorrarse el dinerillo de los impuestos. Desde entonces, el Banco Ambrosiano, que así se llamaba en su origen, ha demostrado ser el único milagro que la Iglesia ha logrado probar: ni el blanqueo de capitales por el que se le ha investigado, ni las causas criminales, con sus cadáveres y todo, en las que se ha visto envuelto, ni el destino de sus inversiones, etc., han logrado traspasar la santidad del secreto que siempre le ha rodeado; méritos más que suficientes para ser declarado santo porque, pese a eso, y a la declarada sed de justicia que embarga a sus propietarios, la vida sigue igual. Desde aquí, pues, propongo que hagan santo al banco de marras en lugar de al polaco volante o a tantos y tantos ya residentes del santoral, cuyo poder milagrero se desvanecería sin más ante el primer signo de levitación de la caja fuerte del banco. ¿Compensaría el cinismo de cierta burocracia creyente el defecto de legitimidad de su intolerancia y su hipocresía: respetamos las prácticas a las que ha inducido a tales creyentes?
        
Esto que les cuento ahora no es ningún chiste, no vayan a pensar bien: he leído por ahí el siguiente titular: “Asenjo solicita al Vaticano la creación de una Facultad de Ciencias Religiosas en Sevilla” (sic). Yo, al principio, creí que era una cosa personal que el Asenjo tenía conmigo, pero dado que no sabía quién era no creo que se trate de eso. Igual sólo es un poco de envidia hacia su par islámico cairota, una vulgar réplica del corrimiento de tierras plasmado en el siguiente magno proyecto intelectual: “En Egipto, proponen la creación de una universidad de los milagros científicos del Sagrado Corán” (sic). Así que, si alguno de Vds. muere por hacer prácticas en algún laboratorio de teodicea, o por licenciarse en metafísica aplicada o por ampliar los estudios de campo en teología, ésa es su Facultad y el Asenjo su hombre… El único artículo de fe creíble que yo deduzco de ahí es que la demencia es tan políglota como desprejuiciada, aunque albergue dudas, lo confieso, acerca de su sinceridad. ¿Qué hacer aquí: fundamos el respeto en la estulticia? La idea no será tan vieja como la práctica, pero desde luego sí mucho más original.
        
Demos un paseo rápido por la escuela pública española (porque si nos atrevemos con la mayoría de las privadas quizá nos asfixie el hedor): ¡qué interés revela la Iglesia por la calidad de la enseñanza, cómo se desvive por que los alumnos aprendan a razonar autónomamente, por desarrollar su capacidad crítica! En fin… En el campo educativo sus esfuerzos se centran en sacar más dinero público para sus centros y en implantar la asignatura de catequesis, a la que denominan religión, como asignatura curricular; ah, me olvidaba, también en controlar la pureza de sangre ideológica de los profesores que deben impartirla, que sean cristianos viejos pese a ser pagado por todos, ateos incluidos, y a vivir en un Estado que dice reconocerse laico -aunque en tiempo de crisis financia a la Hermandad de la Macarena mientras rebaja sueldos y congela pensiones. Omitimos aquí otros trucos recaudatorios, como el de obstaculizar la apostasía a fin de ampliar el número de ovejas en el redil católico y así rebañar más dinero ajeno, sus presiones sobre la hacienda pública en periodos como en el que estamos –eso sí, renovando cada año con sagrada puntualidad su promesa de aspirar a la autofinanciación. Respetar aquí a la Iglesia, ¿es aplaudir su celo por aferrarse a sus privilegios, su brío a la hora de inocular su rabia a quienes contravienen sus creencias con otras más democráticas? ¡Ah, y como ya llevamos un buen rato en España, esperen y verán qué ocurre cuando la putita política de la que la Iglesia es su chulo, esto es, el PP, recupere el trono!
        
¿Y qué hacemos con otras muchas de sus correrías por la sociedad, como la de inventarle un pasado católico del que deducir un destino y forjar entre ambos una España católica por la gracia de Dios -como si porque Dios sea un gracioso hayamos de reírle los chistes cual Berlusconi celeste-, una esencia nacional católica de cuya prisión ideológica no es posible escapar?

¿Seguimos, pues, basando el respeto que le debemos en su prepotencia? ¿O nos inclinamos mejor por su mezquino dogmatismo, ese que hace tabula rasa con las opiniones que no son las suyas en asuntos como el aborto, o antes el divorcio, irrumpe en el dominio de la conciencia ajena con sus injerencias constantes o apela a la desobediencia civil en aquéllas ocasiones que más apasionada está y no se le da gustito? En suma: con su aspiración a imponer su cosmovisión, parcial y limitada, por ser generoso con ella ahora que llegó la Semana-Farsa, a una sociedad plural en la que palpitan ebrias de energía concepciones diversas de la vida buena. Lo que no rechazan, en cambio, es el dinero que proviene también de los impuestos pagados por los partidarios del aborto. Lo dicho: pecunia non olet!
        
El último caso, por concluir en algún punto: ¿y si fundáramos el respeto que debemos a tan divinal institución, a las creencias que impulsa y representa, o a tantos de los creyentes que las defienden a sabiendas de lo que son muchas de ellas y de las prácticas que generan, en la discriminación? Porque, después de todo, si se fijan, cuando se pregona el respeto de las creencias sólo hay espacio para las creencias religiosas, y no para las de los laicos –ateos, aquí, incluidos (y eso que algún creyente dijo en el siglo XVII, me refiero a Pierre Bayle, condenado desde entonces, que los ateos son mejores ciudadanos que los cristianos: ¡siempre hay algún creyente que sale rana y desmonta parte del tinglado ortodoxo, qué se le va a hacer: oveja negra le llama el pastorcillo en su idioma). ¿Qué pasa entonces, que yo no creo? No es exactamente eso lo que pasa: sino sólo que no cuentan mis creencias para los demandantes de respeto a las creencias. Lo que, evidentemente, no es sino otro mérito más para guardárselo a las suyas.
        
Ahora bien, prescindamos de la intolerancia, el cinismo, la hipocresía, la estulticia, la prepotencia, el dogmatismo y la discriminación como criterios del respeto a las creencias, elementos que señalan en su mayor parte el grave déficit de respeto a las creencias ajenas que practican quienes lo exigen para las suyas. Permaneciendo ahora en el campo religioso, y haciendo igualmente abstracción, a fin de dar al gusto deísta, de los elementos históricos de las religiones para atender sólo a los deberes que establecen en las relaciones de los hombres con Dios y entre sí, ¿merecen respeto las creencias?
        
Por paradójico que parezca, todas esas creencias, salvo las que directamente conducen a la violencia o la muerte de los de la competencia, merecen igual respeto que las practicadas por buena fe, y que tantos bienes han producido a tantas personas aquí y allá. Ése es el legado de la libertad.

Sólo que ese legado, no se olvide, también protege al pensamiento frente a la fe, y frente a los delitos acometidos en su nombre.
        
¿Qué significa entonces respetar las creencias? ¿Dejar que se manifiesten todas por igual? Imposible: unas se imponen a costa de otras y muchas a costa de otros; más aún, incluso en ámbito tan depurado de oscuros intereses, como es el de la buena fe, no siempre las creencias son compatibles, por lo que no es posible conciliar por norma el respeto a ambas: y a veces no lo son ni siquiera en el campo de la misma religión (y, desde luego, no lo son con las laicas en asuntos trascendentes para la conciencia individual o para la organización de la sociedad). ¿Será respeto entonces hacer el avestruz? La respuesta está contenida en la pregunta.
        
El respeto, por tanto, sólo puede consistir en una cosa: en la crítica. No guardar silencio, sino alzar la voz; no laissez passer, sino pedir explicaciones; no sucumbir al dogma, sino desentrañarlo. En una condición en la que el contraste y el previsible conflicto constituyen el estado natural de la sociedad, los creyentes merecen toda la protección que la libertad otorga en una sociedad democrática al conjunto de sus miembros, entre ellas las garantías del ejercicio de su culto, salvo en la circunstancia indicada. Es decir, que será legal incluso quemar un Corán o una Biblia, así como la represalia que esto suscite en la competencia, siempre y cuando no sea quemar o dar muerte a un competidor.

Ahora bien: lo que en ningún caso merece respeto y se erigirá en un bien absoluto a proteger son las creencias de nadie, ni las religiosas ni las laicas, siempre y cuando se entienda por respeto resguardarlas de la crítica. Se respeta a las personas, pero no se respetan las doctrinas; al creyente, no sus creencias, aisladas o en conjunto, dispersas o sistematizadas. Si la creencia en un dios otorgara un aval suficiente para preservar de la crítica a sus fans, al calor de los puntos de fricción, que no harían sino aumentar, irían forjándose sucesivos y crecientes reinos taifas espirituales que, sumados a los agujeros negros especialmente dispuestos para los laicos, irían minando la unidad del tejido social y sembrando de emboscadas la convivencia. Al final, la guerra entre los dioses se resolvería con la segura vuelta a la uniformidad del ganador y el probable retorno del autoritarismo.

En un régimen democrático cuya única profesión de fe es la imperfección ontológica de la materia que lo funda -el ser humano-, la crítica es el balón de oxígeno requerido para subsistir; y en un escenario así, la crítica, no la ciega obediencia, es la sola forma humana de respeto en grado de profesarse a una creencia, porque es el hecho de haber pasado por semejante filtro lo que depura su racionalidad y la hace fuerte por sí misma, esto es, capaz de imponerse sin más coacción que la de su propia autoridad.




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